Cuento mexicano actual: Lucas Lucatero

Presentamos un cuento de Lucas Lucatero; nació en San Luis Potosí, capital, en septiembre de 1987, lugar donde erradicó hasta los veintitrés años. Ha cursado varios talleres de creación literaria en su ciudad natal: con la maestra, cuentera y promotora cultural Ana Neumann Ramírez, con la poeta Olimpia Badillo Iracheta y con el escritor David Ojeda. Ha publicado en diversos medios locales, tales como el semanario “Entropía” de El Sol de San Luis, en la Revista Universitarios Potosinos, de la UASLP, en una edición promovida por la Secretaria de Cultura del estado de los integrantes del taller literario del Museo Othoniano, entre otros. Fue Instructor Comunitario (maestro rural) en el CONAFE, donde vivió en el contexto rural del sur y norte de San Luis Potosí. Actualmente estudia el sexto semestre de la licenciatura en lengua y literatura hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

 

 

 

La entrega

 

Cada gota de hemoglobina, un dolor, una angustia, una desesperación que había comenzado el día anterior desde el instante mismo en que Iscariote metió un pedazo de pan en su plato y Él pensó, “Qué ojete”. Desvelado, no por haber bebido mucho vino con Juan o Simón, como solía hacerlo cada tres meses, sino por la preocupación exagerada que sólo había sentido cuando su padre murió. No, ese desasosiego era similar al de las fieras enjauladas, presas y humilladas.

Ya no sentía los pies ni las manos; su boca y garganta resecas le dolían. Tenía frío. “Esto me pasa por pendejo, por andarle haciendo al chingón. No puedo creer que apenas hace dos días bromeaba con mis cuates frente al fuego, mientras mi esposa, con su hermoso cabello hasta las cintura, nos preparaba de cenar, y ahora que los busco con la mirada, no hay nadie”.

Un mes atrás Nicodemo, el del templo, le advirtió, “Master, cuídate, no te metas en pedos porque te van a chingar, ya corren rumores entre los sacerdotes, no los tienes muy contentos que digamos”, Él le contestó, “Mira, Nico, tú a lo tuyo, a mí déjame mis jales en paz”. Después fue su esposa Magda quien le comentó, “Yeshua, ten cuidado, como que le caes gordo al Caifás”, pero Él la silenció con un beso de miel de monte.

“Ora sí siento que ya me va a cargar. Me duele todo el cuerpo. Con esa calentadita me rompieron las costillas, las piernas y me dejaron toda la cara chueca”.

Los soldados llegaron por él al Monte de los Olivos hacia las tres de la madrugada, justo cuando clamaba, “Jefe, hazme el paro, no seas así; es más si me dijeras ahorita que siempre no, me largo”. Iscariote se le acercó en medio de la turba y lo besó en la mejilla izquierda, al mismo tiempo que el sonido de una hoja filosa desenfundada causaba pánico y confusión al atacar a un sirviente de los sacerdotes. “Aguanten, weyes, no se alebresten, el que a hierro mata, a hierro muere…Sí, yo los acompaño, pero dejen ir a mis compas, ellos no han hecho nada”; alguien le contestó, “Tarás pendejo, estos se van con nosotros porque todos están involucrados”, les gritó, “Corran”, entonces el zafarrancho le nubló la mente. Un rodillazo en la boca del estómago lo sofocó y supo que había llegado la hora, “Ora sí, ya me cargó la chingada”.

“No siento las manos”. Era verdad, se las habían herido con los clavus especiales para atravesar madera y carne, “Ya no aguanto, no puedo respirar”.

La lluvia arreció. Cayo Casio se apresuró en mojar una esponja con vinagre para saciar la sed de los condenados, la escurrió y la encajó en su pilo para acercarla al hombre del centro. Unos compañeros, por incitación de Quinto Horacio, apostaban sobre su túnica de seda roja. Vieron que se esforzaba en hablar. Un soldado exclamó en la lengua de Poncio, “Ese ya se va a morir”.

Le faltaba el aire, lo poco que le quedaba lo intentó sacar en un fuerte grito; se contrajeron sus músculos.

“¡Cabrones, chinguen a su madre!”

“Y habiendo dicho esto, expiró” (Lucas 23:46)

 

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