Acordes en la niebla, de Álvaro Solís

Presentamos un cuento del poeta Álvaro Solís (Villahermosa, 1974). Ha merecido, entre otros, el Premio de Poesía Joven Gutiérrez de Cetina, el Premio de Poesía Clemencia Isaura, el Premio Nacional de Poesía Amado Nervo y el Premio Alhambra de poesía americana por obra publicada en 2013. Ha publicado libros de poesía en México, España y Costa Rica. Poemas suyos se han traducido al italiano, al francés, al portugués y al inglés.

 

 

 

Acordes en la Niebla

 

Entras al estudio, te recibe la oscuridad de siempre. Casi no notas los instrumentos en medio de la bruma, por lo mucho que todos fumaron anoche, pero sabes que ahí están silenciosos, ejercitando la memoria de las muchas horas que has practicado en ese lugar. Buscas a oscuras el apagador. Allí adentro siempre es noche sin ventanas. Enciendes la luz, todo es ruina, brillan los micrófonos y las cuerdas de tu guitarra, la mohosa guitarra que te regaló tu padre. Intentas retener la melodía que has escuchado toda la mañana dentro de tu cabeza y tratas de encontrar unas líneas que vayan con ella. Pero la melodía es esquiva y tú no tienes prisa. Te sientas, te conectas al viejo amplificador de bulbos y esperas a que caliente, escuchas ese zumbido que tanto extrañas cuando estás fuera de este lugar. De algún modo el brazo de tu Fender se ha amoldado al grosor de tus manos. Cuando tocas, todo el mundo es mucho más fácil, toda la mierda del mundo parece quedarse afuera, toda la mierda del mundo no alcanza a traspasar la puerta del estudio. Crees que el rock es una especie de magia que te salva, siempre te salva del dolor, de tu maldita soledad que huele también a rancio, como este lugar que ha sido tu santuario por muchos años.

Tocas la melodía y de inmediato sabes los acordes que la acompañarán, agregas el Reverb para sentirte como un dios, lanzando su furia sobre los mares. Ahora tocas los acordes y repites en tu mente la melodía que acabas de inventar. Toda la canción te sabe a furia y rasgas la guitarra, tratando de salvarte de la ruina que desde siempre ha quebrantado tu corazón. Tocas una y otra vez y en cada repetición le agregas algo de dulzura, alargas las notas al terminar cada frase pero no se te ocurre ninguna letra. Ahora piensas en un puente que pasa sobre un río de serpientes y que ese puente tiembla con cada paso que das, recuerdas esa canción de Neil Young donde mataba a una muchacha, quizá en un río como este. Atraviesas ese puente en tu cabeza y adelante sólo encuentras las ruinas de tu memoria, una ciudad desierta en donde nadie te quiere: Shot my baby. Escuchas de nuevo esa canción, pero ahora con la voz de Buddy Miles y algo desde adentro de ti es como un disparo directo a la cabeza de quien eres.

Ahora sudas y te aferras como un animal a esa guitarra que es el barco en el que navegas por aquel río de venenosas miserias. Pero no hay letra que te salve y la melodía comienza a difuminarse como tantas otras. Ahora te sientes torpe y los acordes ya no suenan. Dejas de tocar y te quedas mirando la vieja pared quemada por los miles de cigarrillos que han apagado en ella. Respiras la derrota: la canción llegó a ti, pasó por ti y ahora se aleja y sabes que no volverá. Escuchas el zumbido de tu viejo amplificador de bulbos, desconetas el plug, acomodas tu guitarra junto a la consola y apagas todo. Fumas un cigarro antes de salir del estudio, antes de repetirte de nuevo que nunca serás un rockstar.

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