Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de México 2017: Carlos Ramírez Vuelvas

Círculo de Poesía y Valparaíso México invitan a las lecturas del poeta mexicano Carlos Ramírez Vuelvas que tendrán lugar del 29 de junio al 2 de julio en el Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de México 2017, dentro del marco del Festival DiVerso. A continuación presentamos un poema suyo perteneciente al libro Ha llegado el verano a casa.

 

 

 

Ningún amigo me creerá

 

Ningún amigo me creerá cuando le diga

que me he vuelto más viejo.

Los que están debajo de las piedras y me aman,

los desvalidos, los angustiados en la cama de fuego del amor,

los que se guarecen a la sombra de árboles distantes,

recordarán mi espalda como farallón de mediodía.

 

Primero era la casa frente al mar, entre los árboles

temidos por el sol, en el abismo propio

de este llanto gozoso, en el diamante

diurno del sudor. Era mi casa una isla descansando

en un verano permanente, eran ventanas que se abren

como dos pupilas. En el brazo largo del corredor marino.

La desolación llegaba después de la alegría acumulada.

Cuánto verano, una y otra vez, se estremecía en los fruteros

y en los hombros de magníficas muchachas.

 

Primero era la casa, la memoria, la palabra

como un secreto aprendido a plena luz del día,

luminoso y breve como un beso en la frente,

guardado con bravura entre el corazón y el pecho.

La palabra que habrán dicho mis abuelos,

y que me escribe orgullosa con un orgullo alto

ensombreciendo al cielo. Un terrible guayacán

montaña arriba. Un salto de ocelote viejo,

aún más alto. Ea, ea, ea, escuchen el bellísimo español

de mi abuela, cuando deja en piel mansa

la amenaza de las fieras. Ey, el silbar del curricán

sobre la espuma y la arena, mi abuelo

funde agua con las piedras. Ea, esta desesperada

sensación que uno siente cuando escribe

un verso en español capaz de someter a la tormenta.

 

Y eso era todo. Llegaban mis amigos

a recoger violetas, espléndidos geranios, silenciosas perlas.

Ellos venían con el trópico a cuestas, o se les veía llegar

con el trópico vibrando en sus piernas. Y el día era más limpio,

una hoja purísima de poesía cantando, de cuánta claridad estaba llena.

Llegaban desconocidos, sombras de envidia, sombreros deshilachados,

piernas, sonrisas escondidas, todos llegaban

a la terraza a contemplar el paso de la vida.

Y en mi casa, la única, se bebía ron o jugo de frutas

y se apagaban con el sol la luz de las linternas.

En la solariega mansedumbre de los días de fiesta,

entraba un poeta con un aterrador aliento a mar,

dejando mar en sus huellas. Entraba un amigo,

unas rosas delirando en las venas, daba tumbos su delicado nombre

en nuestras lenguas, donde la soledad crecía dura y lacerante como espina.

Y él descalzo, con el corazón descalzo, avanzaba sobre el fuego, entre las llamas

para inquietar a las sirvientas. Llegaba un caballo vigoroso disfrazado de nostalgia

para atrapar con su lomo los ríos de la selva. Era mi amigo que cultiva en su herencia

un poco de amargor para alegrar las fiestas.

 

Era todo. La casa del día se iluminaba con mujeres, siemprevivas,

con panderetas, con siringas. Y cuando la zafra lloraba su pena negra,

cuando el día endurecía el humo de sus ojos, las muchachas

corrían como buscando espasmos, bebiendo en cocoteros

algo, alguna cosa, un recuerdo al menos que dijera el sudor de los marinos.

Ellas iban calle arriba tras el llanto de los hombres. Ellas recogían

el licor de nuestro llanto, y lo untaban al cabello cuando el aire

se llenaba de pescados, de mariscos, de carne y de manteca.

Y eso era todo. El cielo encendía su bocanada silvestre

y sosegaba el calor su sed con el agua oscura de las nubes,

y la casa era un silencio para el feliz letargo de las moscas.

 

De noche en noche también llegaban

noticias de malaria. De vez en cuando

estallaban espléndidas primaveras, como si nadie lo supiera.

Y el mar tendía otra vez su sábana salina,

y en la sombra letal de los caudales,

soportando el arribo de la ventisca,

verdes de tanto trópico enfebrecido, las jóvenes parejas

se acostaban a destilar la suave luz del ojo en la mirada de otro,

y a cosechar limpiamente el amor entre sus muslos.

 

Eso era todo, amada lengua, casa de la memoria

y los pericos. Eso era todo, elegante palmera.

Buena mano de tierra llena, todo era sencillo, como la pasión

meciéndose en núbiles pechos, en la piel, en los fruteros.

Hachazo en el cedro, qué más, fuego al musgo seco,

oh ceiba, oh tabachín de mil lenguas, oh mediodía que lanzas

perfectos gritos diamantinos a la frente de tus hijos, qué más

agua total. A qué llorar con el aullido solo y ambarino de los grillos.

Otoño, madreselva, árbol de pan. Qué más si era todo,

si todo era, oquedad de silencio verde corriendo en medio de la selva.

 

Desde esta altísima ceguera donde escribo.

Desde esta noche altísima en que me bebo solo.

Desde este dolor clavado en mi sombra.

Desde este lamento en que la luz se aleja,

este mar turbio del sueño diario, ácido en las venas.

Ningún amigo me creerá cuando le diga

que me he vuelto más viejo. Que hubo días

de tal remordimiento, que olvidé sus nombres y sus fechas.

Río, no te detengas.

 

Librería

También puedes leer