Presentamos una muestra del poeta Daniel Miranda Terrés nació en 1988 en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Estudió Creación Literaria en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha escrito tres libros: Pan: el dios del miedo (Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura 2015); Anatomía del fracaso (Premio Nacional de Poesía Bartolomé Delgado de León 2015); y El libro de la enfermedad (Premio Internacional de Poesía Ramón Iván Suárez Caamal 2016).
De entre los animales que pueblan la franja del cielo,
tú naciste al amparo de un león,
animal que cuida de los astros
en los días de agosto.
Tú tienes sus agallas y su belleza:
sabes andar llanuras,
no temes al frío de las tormentas
ni a las cosas más lejanas.
Yo nací una mañana
con el cielo poblado de cangrejos;
jamás aprendí a ir hacia adelante,
a soñar sin pesadillas;
enfermé desde niño,
fui traído al mundo
en tiempos de cáncer.
La frecuencia de mi corazón
cambia por las noches.
Puedo sentir en el pecho
su marcha forzada,
su prisa por cumplir
con el resto de latidos
que le quedan.
Mi pulso se acelera
cuando la luz del día se ha ido:
me aterra sentir el filo de la noche
en la vena más ancha de mi cuello.
En la oscuridad de la casa
mi corazón se vuelve mar picado,
golpea por dentro con la fuerza de una ola.
Has tomado un paño para limpiar la casa,
te esfuerzas por no dejar restos
de otro día sobre la mesa.
La terca esperanza
de comenzar de nuevo
pese al crujir de huesos.
Pensar los futuros imposibles.
Los muebles limpios
para las visitas que no llegan.
Se ha hecho tarde.
El polvo tiene el color de la nieve,
es tan blanco
como si el tiempo nevara
y fuera el invierno de cada hora
lo que sacudes por las mañanas.
Ojalá pudiéramos oír sus pasos.
Algún golpe quedo
o que tropezara en la cocina.
El ruido de un cerillo
al encenderse,
el crujir de las ramas
tras la ventana.
Un murmullo en la penumbra.
Lo que fuera que nos hiciera saber
que Dios no es este silencio
que tanto nos perturba.
La enfermedad trabaja en silencio.
No escuchamos sus martillos,
no es golpe de remo en el agua.
Puede deshacernos el hígado
sin murmullo alguno.
La enfermedad es silenciosa sombra.
Es la oscuridad en la boca entreabierta
de los que duermen en los hospitales.
Los ojos de mi hermana Beatriz
se han tornado amarillos
como si fueran los de un lobo
que por dentro le devora las entrañas.
Beatriz es la más débil de todos,
sin razón alguna amanece enferma,
lleva su orina a los doctores;
atesora medicamentos.
Beatriz le teme a la radiación
y a los implantes,
dice que tiene mala sangre.
Sueña con flores amarillas
como sus ojos.
El olor a medicina de mi madre
nos despertaba en las mañanas.
Paseaba enferma junto a la luz del día.
Jamás pudo con sus dolores de cabeza,
los recuerdos le estallaban dentro;
la oíamos dolerse,
su frente era un madero
al que la enfermedad golpeaba con un hacha.
La casa siempre fue el hospital
al que nadie iba a visitarla,
el lugar donde perdían la esperanza
sus heladas manos.
No era el olor de su comida,
era el olor de sus medicinas el que había en casa.