Poesía mexicana: Omar Ortega Lozada

Presentamos, como parte de la serie de poesía del sureste que realiza Alejandro Rejón Huchin, una muestra inédita del poeta Omar Ortega Lozada (1978) con la que obtuvo mención honorífica en el Premio Peninsular de Poesía José Díaz Bolio. Ortega Lozada fue director de la revista literaria Sonarte; publicación que resultó beneficiada, en dos periodos, con el estímulo Edmundo Valadés para revistas independientes por el FONCA. Autor de los cuadernos de poesía Matices de la piedra y Donde la noche se hace llama. Ha sido incluido en las antologías En la puerta del cielo, Álbum de familia, Del silencio hacia la luz: mapa poético de México,  Aquí y ahora, Cuatro conjuros, VI Juegos Florales de Isla Mujeres y Juegos Florales de isla Mujeres 2014; por mencionar algunas. En 1992 obtuvo mención honorífica en los VI Juegos Florales de Isla Mujeres, mención honorífica en el Certamen Regional de Poesía de Bacalar, Quintana Roo (1995) y mención honorífica en los Juegos Florales de Isla Mujeres 2014, reciente mente fue acreedor del premio nacional de poesía Rosario Castellanos edición 2016 de la UADY y de la mención honorifica en el premio peninsular de poesía José Díaz Bolio.

 

 

 

Adiós al vacío

 

La ansiedad encendió el motor de los camiones.

La brigada estaba lista para salir con sus bastimentos de plegarias, suerte y despedidas;

mientras el hastío se perdía entre los pies de quienes extrañan a los suyos

olfateando los recuerdos de alguna esquina o ladrando un adiós al vacío.

 

Manuales, harapos y anhelos fueron tormenta de arena en mi valija.

La duda ani/u/dó la multiplicidad de su ser en el socavón de mi vientre,

frotó sus fríos contornos sobre el cascabel del mis huesos.

 

En convoyes viajaba la esperanza del retorno

mas cedió su lugar a la fortuna.

 

La encomienda era encajar una gota de rocío por hueso al esqueleto de la noche dentro del caleidoscopio del desierto.

 

El destino es la posibilidad de la arenas

y el viento nuestra capacidad de convertirlas en borrasca,

duna o rastros de un poema que con el tiempo eclosione en agua,

en luz.

 

 

 

Cuando te adentres

 

“Cuando te adentres en el desierto,

anhela que sea largo el camino,

lleno de aventuras, lleno de conocimientos;

y así  me dejé llevar por la ceguera que la intuición porfía a cada instante

como el impulsivo matojo cuyos pensamientos hacen rodar la manivela del instinto.

 

Tender hilos de luz

-halos para combatir la terquedad de la penumbra-

era la empresa por la que fui enviado a estos lugares.

 

En el desierto los días se pierden entre arena,

se desorientan por el laberinto que el tedio construye entre las dunas

mientras la rutina juega a destejer el hilo de la calma.

 

Las tardes eran juegos de naipes cuyas manos terminaban en pares inconclusos.

Mi cuerpo fue el sonido del viento que se adelgaza a la orilla de lo absorto,

hasta que el azar, y su brújula que apuntaban a lo incierto,

me llevó  a la búsqueda de un pueblo donde tropecé con tu nombre que irradiaba el aroma a humedad anhelada por los huesos de mis sueños,

y tu presencia el golpe entre las piedras que descubrió el río de luz que llevo dentro.

 

 

 

A la orilla de la ciénega

 

A la orilla de la ciénega

la partida se desprendió de la transparente piel que la rutina acopió con el tiempo y formó un anillo más en la alharaca que fustiga al tedio;

mientras que, tras los matorrales del desasosiego, el instinto crepitaba tu presencia.

 

La casualidad es la convergencia de las aguas que el destino zanja.

 

Y ahí estabas, sentada sobre el párpado de aquel reptil que transcribió en su lecho la profundidad de mis intenciones.

Agitaste el agua con movimientos endémicos de una especie que atrajo la mórbida atención de mis oídos al afluente, como breve invitación a la taxidermia de ese raro espécimen que eres.

 

Rompiste la quietud de aquel espejo y la clara soledad que nunca quise.

 

El letargo de espejismos sucumbió al observar tu nívea luz que rasgó de golpe mi imagen,

mis pupilas,

la ingenuidad,

la llama del estero de eternos naufragios que cubrí de tibias tempestades,

y ese deseo por ser pez que habite en la cálida oscuridad de las piedras,

cuando recordaste tu pasado de anfibio en ese caldo primigenio.

 

Tus juegos entre el agua lavaron la puericia de mis poros.

 

Aunque la noche trató de meterse en nuestros ojos,

pudo más la iridiscencia del tacto en las tinieblas.

 

Nerviosas las miradas que a tientas solté,

acudieron como peces a las migas que lanzaste entre juegos diluidos de anilinas en una cálida acuarela de eternos nomeolvides.

 

Unir los fragmentos de luz que vibraron en el reflejo del agua en la que nos convertimos,

fue descubrirnos como parte del acuoso rompecabezas que somos

y que, gustosos, acopiamos en el vaso de la noche.

 

 

 

Dunas de Yeso

 

Partimos al sur cuando la tarde se agazapó tras las dunas.

El ocaso nos regaló el suspiro de una luz que,

vacilante,

diluía nuestro rastro y alargaba nuestros sueños.

 

Nunca anduve de noche en el desierto

mas la luna urdió la travesía halando la complicidad de nuestras sombras.

 

La firme convicción de tu mirada fue la cimiente sobre la que mi voluntad se aferró,

y mi mano,

-tímida garza sobre la rama de tu hombro-

buscó refugio en esta migración de incertidumbres tras tus pasos.

 

Había escuchado de las Dunas de Yeso,

de lo banco de la arena,

de lo fino de sus intenciones sobre los resquicios.

Fue así que hundí mis manos en el cálido bordo que afina el viento en tu cintura,

a la sombra de un cardo cuya timidez cesó cuando la brisa rodeó el páramo que fuimos.

Me dejé llevar a ciegas por el reptil de mi tacto

y por cantos de cigarras que la fuerza de tu vientre expulsó

-único sendero cierto en esas latitudes-,

en ese espacio donde fue pretexto la erosión para dejar a un lado las espinas con las que defendíamos el agua que no sobra.

 

La noche fue fría en otras latitudes.

Fueron tus labios la flor de biznaga a la que el colibrí de los míos robó el aguamiel del que aún agoniza.


 

 

Corto circuito

 

Luces de neón las luciérnagas en el desierto.

Alguien a lo lejos gritó que un diluvio ocurriría.

De mi boca brotó otra luz que azuzó la tea que adentro guardaba nuestro miedo.

No hubo necesidad de nubes para conformar el relámpago que ambos fuimos.

Un cucurucho -la unión de nuestras sombras-

evitó que la noche hubiese sido siniestrada.

 

La oscura brevedad de tu cálida lluvia fue la bienvenida

que hallé en la oquedad que forma el deseo entre las dunas.

 

Y de pronto fuimos dos atípicas corrientes cuyas aguas convergieron en el delirante síncope del deslave sobre nuestras líquidas pieles que sólo la luna pudo resguardar en el lánguido canto de los grillos

y en la memoria de los charcos.

 

Consumido el tiempo

sólo atestiguamos un corto circuito en el tendido del alba.

 

 

 

Flor de temporada

 

Siseó el viento de mis manos sobre las dunas

que ahora pretende borrar sus huellas multiplicadas en cristales de luz.

 

La lluvia no puede hacerse sin la voluntad de las nubes que traspasan las cadenas montañosas.

Nunca contemplé que entre caminatas hube desprendido las semillas de una flor de temporada

y el rocío que ambos provocamos hicieron que brotaran a orillas de tu pecho.

 

Abrasivo es el recuerdo de tu respiración discontinua

cuando mi sombra quiso desprenderse a ciegas de entre los registros de tu arena.

 

Crepitó en mi pecho un cascabel

y el amor incrustó sus colmillos.

 

 

 

Agua en el desierto

 

Es el agua en el desierto la manifestación del amor:

tan anhelada su llegada,

tan terminante su memoria,

que al llenar nuestros cuencos de él

nos inunda con su ausencia.

 

 

 

Hora de partir

 

El desierto es el mar donde zozobra el agua.

También mi sombra tambaleó ante la fragmentación de tus ojos que en espejos te diluyen.

El tiempo cobró el peaje de mi estancia en sus andenes

al inundar de arenas el reloj de mi pecho.

 

Es hora de partir.

Alguien sopló las dunas que me hubieron contenido,

desbastó las cenizas de mi voz que rueda hasta perderse en los límites de la memoria y tiró de golpe la manivela que sostenía el telón del espejismo.

 

Sólo perdurará el breve vaho de mi presencia entre las nubes

cuando bajen a besar las espinas donde anidamos la melodía del rocío que fuimos.

 

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