Presentamos, en esta nueva entrega de Apuntes para una literatura ancilar, un fragmento de Fedón, diálogo platónico que sucede en las últimas horas con vida de Sócrates, previo a ser ejecutado. Mario Bojórquez trae, de nueva cuenta, esta reflexión sobre la inmortalidad del alma.
Apuntes para una literatura ancilar
La muerte de Sócrates (Fedón, 116a-118c)
Después de decir esto, se puso en pie y se dirigió a otro cuarto con la intención de lavarse, y Critón le siguió, y a nosotros nos ordenó que aguardáramos allí. Así que nos quedamos charlando unos con otros acerca de lo que se había dicho, y volviendo a examinarlo, y también nos repetíamos cuán grande era la desgracia que nos había alcanzado entonces, considerando simplemente que como privados de un padre íbamos a recorrer huérfanos nuestra vida futura. Cuando se hubo lavado y le trajeron a su lado a sus hijos –pues tenía dos pequeños y uno ya grande y vinieron las mujeres de su familia, ya conocidas, después de conversar con Crítón y hacerle algunos encargos que quería, mandó retirarse a las mujeres y a los niños, y él vino hacia nosotros. Entonces era ya cerca de la puesta del sol. Pues había pasado un largo rato dentro.
Vino recién lavado y se sentó, y no se hablaron muchas cosas tras esto, cuando acudió el servidor de los Once y, puesto en pie junto a él, le dijo:
–Sócrates, no voy a reprocharte a ti lo que suelo reprochar a los demás, que se irritan conmigo y me maldicen cuando les mando beber el veneno, como me obligan los magistrados. Pero, en cuanto a ti, yo he reconocido ya en otros momentos en este tiempo que eres el hombre más noble, más amable y el mejor de los que en cualquier caso llegaron aquí, y por ello bien sé que ahora no te enfadas conmigo, sino con ellos, ya que conoces a los culpables. Ahora, pues ya sabes lo que vine a anunciarte, que vaya bien y trata de soportar lo mejor posible lo inevitable.
Y echándose a llorar, se dio la vuelta y salió.
Entonces Sócrates, mirándole, le contestó:
–¡Adiós a ti también, y vamos a hacerlo!
Y dirigiéndose a nosotros, comentó:
–¡Qué educado es este hombre! A lo largo de todo este tiempo me ha visitado y algunos ratos habló conmigo y se portaba como una persona buenísima, y ved ahora con qué nobleza llora por mí. Conque, vamos, Critón, obedezcámosle, y que alguien traiga el veneno, si está triturado y si no, que lo triture el hombre.
Entonces dijo Critón:
–Pero creo yo, Sócrates, que el sol aún está sobre los montes y aún no se ha puesto. Y, además, yo sé que hay algunos que lo beben incluso muy tarde, después de habérseles dado la orden, tras haber comido y bebido en abundancia, y otros, incluso después de haberse acostado con aquellos que desean. Así que no te apresures; pues aún hay tiempo.
Respondió entonces Sócrates:
–Es natural, Critón, que hagan eso los que tú dices, pues creen que sacan ganancias al hacerlo; y también es natural que yo no lo haga. Pues pienso que nada voy a ganar bebiendo un poco más tarde, nada más que ponerme en ridículo ante mí mismo, apegándome al vivir y escatimando cuando ya no queda nada. Conque, ¡venga! –dijo–, hazme caso y no actúes de otro modo.
Entonces Critón, al oírle, hizo una seña con la cabeza al muchacho que estaba allí cerca, y el muchacho salió y, tras demorarse un buen rato, volvió con el que iba a darle el veneno que llevaba molido en una copa. Al ver Sócrates al individuo, le dijo:
–Venga, amigo mío, ya que tú eres entendido en esto, ¿qué hay que hacer?
Nada más que beberlo y pasear –dijo– hasta que notes un peso en las piernas, y acostarte luego. Y así eso actuará.
Al tiempo tendió la copa a Sócrates.
Y él la cogió, y con cuánta serenidad, Equécrates, sin ningún estremecimiento y sin inmutarse en su color ni en su cara, sino que, mirando de reojo, con su mirada taurina, como acostumbraba, al hombre, le dijo:
–¿Qué me dices respecto a la bebida ésta para hacer una libación a algún dios? ¿Es posible o no?
–Tan sólo machacamos, Sócrates –dijo–, la cantidad que creemos precisa para beber.
–Lo entiendo –respondió él–. Pero al menos es posible, sin duda, y se debe rogar a los dioses que este traslado de aquí hasta allí resulte feliz. Esto es lo que ahora yo ruego, y que así sea.
Y tras decir esto, alzó la copa y muy diestra y serenamente la apuró de un trago. Y hasta entonces la mayoría de nosotros, por guardar las conveniencias, había sido capaz de contenerse para no llorar, pero cuando le vimos beber y haber bebido, ya no; sino que, a mí al menos, con violencia y en tromba se me salían las lágrimas, de manera que cubriéndome comencé a sollozar, por mí, porque no era por él, sino por mi propia desdicha: ¡de qué compañero quedaría privado! Ya Critón antes que yo, una vez que no era capaz de contener su llanto, se había salido. Y Apolodoro no había dejado de llorar en todo el tiempo anterior, pero entonces rompiendo a gritar y a lamentarse conmovió a todos los presentes a excepción del mismo Sócrates.
Él dijo:
–¿Qué hacéis, sorprendentes amigos? Ciertamente por ese motivo despedí a las mujeres, para que no desentonaran. Porque he oído que hay que morir en un silencio ritual . Conque tened valor y mantened la calma.
Y nosotros al escucharlo nos avergonzamos y contuvimos el llanto. Él paseó, y cuando dijo que le pesaban las piernas, se tendió boca arriba, pues así se lo había aconsejado el individuo. Y al mismo tiempo el que le había dado el veneno lo examinaba cogiéndole de rato en rato los pies y las piernas, y luego, apretándole con fuerza el pie, le preguntó si lo sentía, y él dijo que no. Y después de esto hizo lo mismo con sus pantorrillas, y ascendiendo de este modo nos dijo que se iba quedando frío y rígido. Mientras lo tanteaba nos dijo que, cuando eso le llegara al corazón, entonces se extinguiría.
Ya estaba casi fría la zona del vientre cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló:
–Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.
–Así se hará –dijo Critón–. Mira si quieres algo más. Pero a esta pregunta ya no respondió, sino que al poco rato tuvo un estremecimiento, y el hombre lo descubrió, y él tenía rígida la mirada. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
Éste fue el fin, Equécrates, que tuvo nuestro amigo, el mejor hombre, podemos decir nosotros, de los que entonces conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo.
(Fedón, 116a-118c)
Sócrates nació y murió en Atenas, Grecia hacia los años 470- 399 a. de C. Fue hijo de un escultor llamado Sofronisco y de una partera llamada Fenarete. Ha sido el filósofo griego más importante de todos los tiempos, junto a su discípulo Platón y al de éste, Aristóteles, conforman la triada filosófica griega que más ha influido al pensamiento occidental. En su juventud participó en las guerras del Peloponeso combatiendo en Maratón y Salamina. Reunido con sus amigos en el mercado pasaba las horas debatiendo sobre los temas más diversos y mediante un método al que se le ha llamado mayéutica, que consiste en provocar por medio de preguntas dirigidas, que el interlocutor llegue a una verdad. Tuvo varios hijos y su esposa Xantipa reclamaba delante de sus amigos que su marido llevaba más fama que pan a su casa. Sus enemigos políticos lograron condenarlo a muerte por los delitos de perversión de la juventud y por la negación de los dioses, ambas acusaciones falsas lo llevaron a beber una copa de cicuta y morir por envenenamiento. Sus alumnos Platón y Jenofonte guardaron muchas historias en sus respectivos libros sobre el filósofo: Diálogos y Socráticas.