Nueva edición de Ruta Dos, de Daniel Calabrese

Presentamos, a propósito de la publicación de Ruta Dos de Daniel Calabrese, el prólogo que escribió Raúl Zurita para esta edición, así como Cortafuego, un poema que está incluido en el libro. Daniel Calabrese nació en Dolores, Argentina, en 1962. Ha publicado: La faz errante (Mar del Plata, 1989, Premio Alfonsina); Futura Ceniza (Barcelona, 1994); Escritura en un ladrillo, (Kyoto, 1996, español/japonés); Singladuras (Fairfield, 1997, español/inglés); Oxidario (Buenos Aires, 2001, Premio del Fondo Nacional de las Artes); y Ruta Dos (Santiago de Chile, 2013, Premio Revista de Libros; Roma, 2015, nominado al Premio Camaiore Internazionale, italiano/español; y Madrid, 2017, en la Colección Visor de Poesía), además de las antologías Puesta en escena (México), Esa línea ligeramente curva (Ecuador) y Desarmadero (Colombia). Traducido parcialmente al inglés, italiano, y japonés. Es fundador y director de Ærea, Revista Hispanoamericana de Poesía. Reside en Santiago de Chile desde 1991.

 

 

 

 

 

PALABRAS PARA RUTA DOS

 

Límpidos, heridos y a menudo maestros, desplegados en una de las secuencias más notables de la poesía de hoy, los poemas de Ruta Dos de Daniel Calabrese son, antes que nada, un triunfo de la poesía entendida como un arte no de las palabras sino de lo que nunca han podido decirnos las palabras.

Este libro va trazando un itinerario que es a la vez geográfico y mental, biográfico y metafísico, para alzarse en última instancia como una gran metáfora de la vida, del viaje y, por ende, del extravío.

Inspirado en un paisaje concreto, lo atraviesa una extraña religiosidad, una suerte de nostalgia de un lugar inexistente y de un tiempo al que ya no se regresará nunca, como nunca uno se baña dos veces en el mismo río. Esa radical imposibilidad está en el origen común de la utopía, del sueño y de la desgracia.

Con un lenguaje contenido, preciso, de una belleza que jamás cede al alarde, como las corrientes de esos grandes estuarios que por su enorme caudal apenas parecen moverse, pero que pueden arrasar con todo cuando se intenta detenerlos, Ruta Dos confirma que la obra de Daniel Calabrese se cuenta entre las más rotundas y sobresalientes. Junto con otras cumbres, es una ratificación de la potencia y originalidad de la poesía latinoamericana actual, de su impresionante capacidad de renovación, de su magistralidad dolorosa e imponente.

 

Raúl Zurita

 

 

 

Cortafuego

 

Ella regresa de sus vuelos por el bosque.

La luz del sol se levanta y borra

los caminos ya trazados por el hacha.

 

Todo es calma.

Nos rascamos la espalda en el alambrado

como los caballos,

hablamos de la vida no densa,

de los fatigados por el tiempo,

hablamos de los pájaros que se comían las migas

y de la tristeza urbana.

 

El hacha desea cortarme los brazos,

tiene la hoja sucia, el mango astillado,

la dejamos tirada a un costado, entre las piedras

y nos preguntamos quiénes somos.

 

Después de tantos siglos preguntando, ella y yo,

nos hemos convertido en buscadores.

Suena bien: buscadores de profesión,

estamos conformes con eso.

 

Pero cualquiera busca.

La perra busca, el aseador municipal busca,

el motociclista busca, el envenenado busca,

el bibliotecario, el zahorí.

 

Dejamos tirada una bolsa de herramientas,

una tijera de podar y los guantes.

 

Encontradores, tal vez, podría ser,

aunque no todos encuentran.

La perra encuentra, el aseador municipal encuentra,

el motociclista encuentra, el envenenado encuentra,

el bibliotecario, a veces el zahorí.

 

Y salimos a encontrar

una palabra imposible de hallar con esta búsqueda.

 

La perra destiñéndose con el humo,

parada ahí: perra negra, sedienta,

con la lengua afuera y rosada.

 

La vemos hasta que ya no la vemos,

porque hemos resuelto seguir por el sendero

y ella no se atreve.

Tiene miedo a perder su puesto en el mundo,

prefiere la vida exacta frente a una casa de cemento,

adentro de una esfera cerrada de sombras y olores,

porque más allá de esos bordes

comienza el abandono.

Ya no la vemos, pero se la oye aplaudir

en una poza de agua con su lengua

como con una pala de plástico.

Slap slap slap.

 

Seguimos viajando en esos caminos

que sólo se pueden recorrer bajo sospecha.

Rozamos las espinas, las telas de araña,

las piedras calientes, las babas del diablo.

Y aunque tenemos ganas de dormir

porque el sol agujerea nuestras cabezas

y se nos escapan los sueños,

seguimos adelante.

 

Todo lo que sucede

sucede entre nosotros,

como el calor, como los sonidos.

 

Se oye la raíz de los pinos taladrando la tierra.

Se oyen las sombras duras de los cuerpos

cuando pasan por los alambres y se cortan.

Se oye la perra, todavía,

como si tomara sopa a lo lejos.

Se oye la ruta que zumba en el fondo del olvido

y parece una abeja perdida.

 

Entonces vemos la tormenta de humo

que viene hacia nosotros

y empezamos a cruzar el fuego.

El cielo es un lago negro con un ojo de sangre,

los árboles se encienden.

La veo a ella, que está ahora en varios lugares a la vez,

mientras me quemo como un diario.

Ella, que es tan fría,

abre sus brazos y me apaga.

 

Hay otros sonidos.

El rotor de un helicóptero que abre la cremallera del aire.

El sonido de la lluvia acribillando el bosque.

El chistido del viento sobre las hojas en llamas.

 

Y hablamos nuevamente de la vida sutil,

de los matados por el tiempo,

hablamos de los pájaros que se comían la tristeza.

 

Buscamos la palabra exacta.

La encontramos, la perdemos, la volvemos

a encontrar caída entre la zarza,

ahí donde cayó el hacha cortadora.

 

Metemos las manos en un espejismo

y ya casi la decimos,

pero se imponen los sonidos cercanos de la ruta

donde pasan otros buscadores

y todo lo que sucede,

sucede entre nosotros.

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