Poesía venezolana: Jesús Montoya

Presentamos una muestra del libro Hay un sitio detrás de los incendios, de Jesús Montoya (1993), quien mereció el I Premio de Poesía Hispanoamericana Francisco Ruiz Udiel, convocado por la editorial Valparaíso. Licenciado en Letras mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana por la Universidad de Los Andes. Ha publicado Las noches de mis años (Monte Ávila Editores, 2016, Premio de Obras para Autores Inéditos). Obtuvo el premio en la mención de poesía por el libro Primer viaje del XXIII Concurso de cuento, poesía y ensayo (DAES) de la Universidad de Los Andes (2013). Asimismo, fue merecedor del primer lugar del XVII Concurso Nacional de Poesía Joven Lydda Franco Farías (2014). Ganador de la segunda edición del Concurso Hispanic Culture Review (2017) en la mención de ensayo, organizado por George Mason University. Forma parte del equipo de redacción de la revista POESIA de la Universidad de Carabobo y es editor de la revista Insilio.

 

 

La motocicleta negra de mi padre

 

Palabras sí pero poesía no. Miles de palabras pero poesía
no. Palabras duras, reales, salidas de los poros y pegadas
a ellos. Palabras sí pero no tierra inmóvil ni laberinto.
Palabras, miles de ellas, por todas partes respirando
como un salvaje que no arrastra su reflejo. Palabras sí,
pero no como carne empaquetada, sino como carne real.
Palabras con dentadura abierta luchando por un gajo de
futuro. Palabras sí, interminables y anchas y bailarinas,
pero poesía no. Poesía nunca más.

                   Ernesto Carrión, Manual de ruido

 

La vida va quedando atrás cuando mi padre y yo atravesamos como una bala el trópico

en su motocicleta negra,

acuciantes rayos de sol se funden en la marcha y la brisa pasa fuerte

alrededor de este potro negro de metal,                     parece que el tiempo se detiene

que intacto queda a las tres de la tarde de un desolado primero de enero.

 

Mi padre y yo surcamos la carretera que une a San Josecito con San Cristóbal.

 

Los árboles se arremolinan como manchas temblando bajo el cielo.

Los árboles conocen el eje del perpetuo vuelo que he de amar todavía sin partir.

Los árboles rompen el murmullo asfixiante de la ciudad y la empuñan, una raíz que desdibuja el tronco al incendiarse.

 

Mi padre y yo vamos en el sonido del viento, lentamente y sin destino.

Sus ojos verdes resplandecen en el cristal roto del retrovisor

como dos cicatrices que se abren ante mí.

Uno a uno, hundidos en silencio, nuestros recuerdos presionan el asfalto.

 Y de pronto, su voz alzándose, me cuenta del futuro.

   Y pienso que mi padre es un sobreviviente, que la infancia ha de estar lejos,

como otras tantas cosas.

              Y en esa imagen momentánea que solo es capaz de tejer un viaje,

donde el futuro es pasado y el pasado es pasado y el presente inocencia,

la ciudad comienza a regresar para arrastrarse

semejante a un oscuro cuerpo sin nosotros.

 

Conozco cada recodo de su camino imposible

borde y filo que en la noche era capaz de soñar

 una delgada línea donde las cosas acaban por romperse.

 

Nada ha de retornar ahora a su cauce.

 

  Algunos me decían detente joven muchacho,

     y yo quedaba suspendido entre la tarde como un perro abriendo

con mis ojos el cielo frente a las estepas o las calles o las aceras iluminadas.

 

Cuánto estruendo para decir que allí me esperaron mis amigos

dibujando cortado el respiro del día en que callado escribí;

pero a quién habría de importarle

si no calqué la geografía de ese caserío inmemorial   si no canté más que un retrato helado

dormido en el tiempo       si me ahorqué semejante a una flor abandonada en ese patio

frente a las alargadas caras de la familia,

si mis palabras brillaron en medio de hojas muertas que mi madre despedazó al encontrar.

 

Arenas y ventiscas deslumbrantes monte adentro,

rincones de fríos puñales, cadáveres boquiabiertos esquina tras esquina

fueron parte de esa voz que en su ceguera

volcó la melódica estridencia del barrio que atravesé como un fantasma.

 

Nada tenía nombre, ni habría de tenerlo para mí.

 

Aunque en el nombre se escondiera enloquecido

aunque en el nombre de la azotea del Rosalina ascendía en su escalera al cielo

 cuando Juan Diego murió,  y escuché con plenitud:

una página en blanco es una puerta cerrada.

Nombre de la cruz que aniquila el viento bajo La Loma

nombre de las canciones de la santísima trinidad de borrachos del barrio,                 escuché con plenitud.

Caminante de San Cristóbal,     a alguien debo algo y no recuerdo qué ni cómo pagarlo.

 

Largamente se extiende la planicie de San Josecito y su olor putrefacto.

 

¿Tengo algo que decir?                       La muerte, como la poesía, es inconfesable.

¿En verdad, tengo algo que decir?      La motocicleta de mi padre deja escapar el humo

como un sueño,                  el humo es fruto de la ceniza; el sueño, de alguna voz.

 

La voz de mi padre desconoce el pasado, ese es otro de los reinos que se incendia.

Su murmullo interrumpe el futuro para cerrar una ventana y abrir otra: hijo, detrás de esa montaña

está el basurero más grande de San Cristóbal. Cheo, mi padre. Escribiré. Sus ojos enternecidos.

Adónde nos lleva la vida cuando. Escribiré. El viento es una sombra entre nosotros. Escribiré.

Una delgada sombra que traspasamos en su motocicleta negra.

 

Y yo imaginaba que deambulaba de puerta en puerta despojado de mí.

    Y acelerada vino la lluvia y arrancamos espléndidamente otra vez.

      Y creía en este poema pero otra música era arrojada en la tormenta.

         Y silencioso, crucé la negra tierra que nombraba.

           Y negras eran sus casas de techos rotos por la senda,

     negro el lucero que ilusionó la carretera hasta Santa Ana,

negro el balbuceo inmóvil del ventanal hacia mí,

un viejo tendedero creciendo con el humo, diluido en su retrato,

negro el coro de plegarias que me alzan.

 

Algunos me decían canta joven muchacho,

y yo elevaba en mi voz como un pájaro sangrante

esta tierra sin historia de montañas estrelladas al cielo,

de palabras como las mías adheridas a la mudez de nuestros muertos,

esta tierra que encierra el desamparo de los caminos deshabitados

que se inclina en el verdor y la podredumbre

que no es pueblo ni ciudad ni hambre junta toda acumulada en la mirada

de quien la sueña hasta quemarla,

esta tierra de sórdidas emociones como granos de arena que el viento arrastra sin llevarnos

esta tierra donde el presente no es eterno ni mancha ni alegría ardiente,

esta sonámbula tierra en que escribo con la lengua cortada desde el pasado

pronunciando la misma traicionera oración de los años,

esta tierra donde mi recuerdo vivo aún es joven para inventar algún perfume invernal,

esta tierra hedionda de campanas y palomas sueltas             grande idéntica a una casa cerrada,

esta ruidosa tierra que mi padre y yo cruzamos a toda velocidad en su motocicleta negra.

 

 

 

El tendedero

 

a Fernando Vanegas

 

Hermano, el alma de lo bello era la memoria.

Esta acera será la misma siempre.

Esta palabra lacerada,                 esta palabra que persiste a través

de la ciudad y las noches que ondulan sin destino en nuestros pasos

forma un torbellino que se desvanece.

Páginas y páginas enteras en las que floreció cada fracaso. Éramos, somos los mismos.

Esta acera será la misma siempre, tendidos en ella abrimos el libro de Ramírez Murzi

ausente tras su Viernes Santo bañado de fantasmas                  la caligrafía de Vallejo

fue su espejo              la caligrafía deshecha de Vallejo como una lengua muerta fue su espejo

y el de Seferis y el nuestro también          asombroso desposeído espejo

en que las mismas noches viajan a quemar algún retorno posible.

 Harlem, como Santiago, tiene color de fantasma                 recitaba Cristian

  pocos lugares adonde ir, nadie te dice que no te metas en problemas

recitaba Cristian.

Soñábamos con partir lejos, muy lejos, en la casa de Ana,

escuchando aquellas líneas desterradas, moribundas,

leyendo las anécdotas de Cristian Pérez, el chileno.

Qué es lo que se extiende más allá      qué es lo que pulula en el ruido del viaje

estrellas, luciérnagas, serán las casas del Ocho de diciembre         y sus alas que se cierran

que caen como un párpado sobre la noche intactas.

¿Alguna vez has sentido que ser poeta no es lo tuyo?                     Todo el tiempo

todo el tiempo

todo el tiempo

todo el tiempo

todo el tiempo

todo el tiempo.

Recordamos para mutilar el tiempo

para tallarlo como una piedra ahogada al fondo de otro mar,

escribimos para dejarlo en blanco         para que junto a la tarde no vuelva

para que los pasillos de la Biblioteca Pública no desaparezcan con Luis José y Pisanu

para que tal vez los días sean diferentes y las noches más aceleradas y largas y no violentas

y no un silencio y no un estrépito silencio que escupimos con el corazón en la punta del odio.

Tu puta madre te quiere devorar

tus hijos te quieren devorar

tu país te quiere devorar

el señor de la buseta te quiere devorar        recitaba Cristian,                despacio

recitaba Cristian.

Y robamos libros que jamás leímos

y fumamos marihuana delante de Robert en el regocijo de sus nueve años

mientras decíamos que Mérida era el destino de los muertos

mientras decíamos que Josué

que Pablo

que Sury            que Sacha

que Diego

que Manuel       que las palabras se graban en la pérdida de tantas cosas que aún nos pertenecen

aturdidas en la inclemente poesía.

 

 

 

Campana

 

Intento que el golpe no sea tan hondo, Alejandra      intento partir a tu ciudad de hogueras

reveladas, traspasar el lago y el sol.

Intento abrazarte desde el miedo, inexacto.

Intento el perdón porque escribo como hincado a las aceras liquidadas que recorro

por dejarte sola por no escucharte

porque no he comprendido lo suficiente el laberinto del humo

porque yo también soy esa Casa     yo también paralizo la tarde entre el sonido

y cruzo sus ondas y me arrimo orlado a tu nombre.

Aún las manos se hilan nunca me has dejado solo

mi gratitud es infinita como el vuelo, perdóname

lenta y solemnemente te he traicionado y nada cambia.

Anclado estoy a esta tierra oscura con mi vieja en una caminata sin espacio

y tus ojos grandes me ven confusos con el borde de otro brillo.

Todo brillo es lejano, Alejandra.

Eres el feroz corazón de un viaje que transcurre en silencio.

Sé que me abandonarás, que partirás hacia al país que me señalas

y aunque ansíe acompañarte el horizonte se planta estático en tu mano.

Intento atravesar la iglesia que sacude tu memoria y navego por los rastros de la Casa

 derrumbada en Santa María,

intento ir hasta Yolanda y Cheo y José Ángel

y el campanario de esta mágica inmensidad,

intento entrar al dolor aglomerado

y tus fantasmas son los míos y tu madre es mi madre y tu padre es mi padre,

intento no arrancarme del mundo

en tu partida, Alejandra.

 

 

 

San Juan

 

a Ricardo y Rosa

 

Los niños ya son viejos en San Juan.

Los niños ya no juegan en San Juan.

Los niños te esperan alejados en las veredas angostas de San Juan.

Los niños, tus amigos, dicen adiós, adiós Ricardo clareados en estampida

arqueando los ojos con las manos enroscadas en conmovedoras escenas

que los habitantes de San Juan callan.      Adiós, adiós brisa que huye por las carnicerías

y los mercados ladrando el crepúsculo hambrienta,

     hedionda en las discotecas clandestinas

           hedionda de penas babeada la brisa vuela hacia el sur.

Cornetas infinitas, música acorralada, cocaína y frenesí,

emergen los paracos beatificados en Casa grande.

La abuela Rosa escribe poemas con los restos de los pliegues extintos de la senda,

ella los guarda silenciosa en su gaveta para encontrarlos como una reverencia infinita,

desconocemos su sonido, quizá histérica habla del diablo, pequeñas ásperas y dulcísimas

melodías, como la belleza, sencillas, como la belleza, quién sabe.

En Casa grande la abuela Rosa ya no escucha     en Casa grande la abuela Rosa está sola

   en Casa grande el abuelo José canta por los pueblos unido al borde de su féretro

en Casa grande Zulay se quedó muda     en Casa grande los funerales son pequeños

   en Casa grande Milena colgó la soga y dejó a Eddi enloquecido entre sus cuadros

en Casa grande la abuela Rosa planta este círculo en un jardín como el recinto de la soledad

que nos separa     en Casa grande la abuela Rosa desea leer con el pecho abierto de tierra-niña

las palabras de su padre al escuchar tu viola salpicarse de algas y calaveras,

las calaveras de San Juan de Colón conglomeradas en un salón contiguo en el que ensayas

cualquier armónico fracaso.

 Allí te escucho exaltado inclinarte y abrir la boca como un cementerio

abrir la boca para que yo entre helado a algún verano

    abrirla para que las hojas no me marquen

abrir la puerta para ser capaz de tener otra de embrujo.

 

El paisaje es una sensación de los hombres

el paisaje no es un hombre.

 

En Casa grande la abuela Rosa ha visto un perro pasar por la calle,

ha soñado un amor inmenso y llora temblando de fiebre

ha palpado las paredes, los muebles como estáticos sueños de seda,

ha descubierto los muros que inventaron para encerrarla y ha escrito sin cesar:

 

Giro como una rueda sobre mí misma

todo se apaga en los rincones

   todo se apaga

  diríase que las moscas ya vienen

  diríase que estoy tan confundida

pero no

late humilde la sensación de no saber adónde ir

     adónde estar

     laten los años como nombres enterrados

  soy inquieta como un pájaro sin rama

  soy inquieta pero soy la rama

 soy inquieta

     me imagino golondrina sin descanso

  recién diagnosticada

       padezco ávida voz

     y el sonido

          me lamenta

       no necesito escucharlo

         si el silencio me habla del ahogado

      no exijo morir

si bajo la piel se yerguen las hojas y los gatos

y el naranjal y el sol me hablan un idioma imposible

  lo conozco y he amado

      he desaparecido en la rivera en el diván

en la ancha estrella del árbol que bajo la fría noche alumbra el patio hasta la Casa

                                                              mis hijos son como esa música tenue que se aleja

                                          mis hijos aparecen como caballos arrastrando vanamente el aire

                                                                                                                 es terrible

                                      terriblemente luminoso su galope por la entrada antes del mediodía

                                                                                                        son como bestias

                                                                                            los congrego con mi cabeza

                                                                                                        fantástica cabeza

                                                                               parezco una arruga en sus memorias

                                                                     nubladas palabras hambre de castigo estéril

                                                                                          hablo madre-niña no quiero

                                                                                                        hablo madre-hija

                                                                                                      hablo abuela-niña

                                                                                                      hablo niña-abuela

                                                                                hablo a mi Casa lanzando alaridos

                                                                                                alegre estoy de no hacer

                                                                                                                   de no ser

                                                                                                                   de partir

                                                                                                                       alegre.

 

 

 

La Casa de las voces

 

 

 

9 de febrero

Bajaba de la luz como una santa deprimida y me encontraron. Desde entonces, el espacio no ha sido más una sombra. Íngrima, tal vez conmovida, tal vez maldita, he venido sin mí.

 

 

 

20 de marzo

Vestía de blanco frente al ritual, al gallo le cortaron la cabeza. Llevaba una franelilla. Era yo mi hija. Maldije. También reí. Antes, hubo un campo inmenso. Acrecentó su tamaño, deambulé en él y obedecí su voz. Me dijo: furibundo con alas, y me revolqué en la tierra; secaba los ojos hinchados de mi hermana. No sufrí.

 

 

 

18 de abril

Los ojos se le abren como preciosas piedras amarillas. El campo abierto está maldito. Si no pudo hablar de la vida es porque estuvo solo, solo y mudo, como antes, como ahora dibujando días de humo entre fantasmas. Maldito. Todo el campo abierto está maldito y conoces la razón. Esta es la geografía espectral, la oriunda luz que te arrancó las manos. Vistes las cosas, los árboles calzan un vientre envenenado, los árboles, ah, y todo el vendaval. En el caserío las sombras rezan de espaldas al niño. Una mujer ha de venir para abrazarte, intacta. El rosario y su cuello maltratado, diablo mío. Parece que te devolvía hacia allá. Perdónalo, cuando dejó la vida todavía la amaba. Puedo jurarlo. Besé la línea deforme del cielo, nunca salí de mí. Conocí la ilusión de algo como una niebla. Obedecí el reflejo inconfesable. No estoy aquí. Pero estoy aquí, ¿dónde es mí?, ¿quién es mí?, lo puedo jurar también yo. Deambulé por la ciudad sin nombre. Tuve ese impulso incomprendido, pero ellos me traían ojos, o eran hojas, ¿qué palabra?, embrujado por la tarde calcé el bosque y me maté. Eran hoyos. Eran mis hijos. Quisieron sus hijos. Los hijos machacaron el viento con el corazón hincado. Perseguí a un hombre parecido a mí mismo. No lo confesaré, si abro la boca, nacen las cenizas.

 

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