La velocidad de la misa, cuento de Daniel Chacon

Presentamos un espléndido cuento del narrador chicano Daniel Chacón (California,1962). Es autor de Hotel Juárez: Stories, Rooms y Loops (2013) y ganador del premio Pen Oakland Award for Literary Excellence en 2014, del Tejas NACCS Award for Best Book of Fiction en 2013. Su colección de cuentos, Unending Rooms, obtuvo el Hudson Prize en 2008. Editó los poemas póstumos de Andrés Montoya, A Jury of Trees así como coeditor de The Last Supper of Chicano Heroes: The Selected Work of José Antonio Burciaga. Fue galardonado con el Hudson Prize, la Chris Isherwood Foundation Grant, el American Book Award, el Pen Oakland, y el Peter and Jean de Main Emerging Writers Award, entre otros. Actualmente funge como director del posgrado de escritura creativa de la University of Texas at El Paso. La versión de este cuento está a cargo de la traductora sonorense Gabriela Martínez Reyna.

 

 

 

 

 

 

 

 

LA VELOCIDAD DE LA MISA

de Daniel Chacon

 

El padre Flood iba tan apurado por la vida que la misa del domingo duraba cuarenta minutos y la misa diaria –que usualmente tomaba como treinta – pasaba en menos de quince. Él era el sacerdote más viejo de Nuestra Señora de los Dolores, y había estado dando misa por tanto tiempo y se la sabía tan bien, que cuando el diácono sostenía abierto el gran libro sagrado durante la Eucaristía, Flood no leía del mismo para nada.

Lo tenía todo memorizado, en español, inglés, francés y latín. Lo decía tan automáticamente que su mente vagaba a otras cosas y su voz resonaba por toda la nave de la iglesia, mascullando las palabras tan rápido que nadie podía seguirle el paso.  

El sonido de su voz era pesado y espeso, como violonchelo en un cuarto de madera, como el golpe sordo de la arcilla cayendo en la tierra endurecida. Resonaba y vibraba en la cúpula del techo, la cual alcanzaba lo más alto y estaba forrada con listones de vitrales. En el lado exterior de los mismos, anidaban palomas.

   Mañanas y tardes el sol saliendo de las ventanas en la cúpula era la única luz, pero cuando las nubes pasaban y el santuario se atenuaba, el padre Flood no aflojaba el paso. Él no necesitaba luz para tener velocidad.

   Algunos feligreses preferían al padre Flood por encima de los jóvenes curas. Se tardaban tanto diciendo cada palabra de las oraciones, cual rueda hidráulica de madera, como si quisieran regar lentamente su jardín. Decían sus palabras como si les importara, y eso provocaba que los feligreses pensaran sobre la vida. La gente no tenía que pensar de pie en medio del flujo sonoro de las palabras del viejo: podían solo rendirse a la velocidad de su voz y dejar que las preocupaciones corrieran libres de sus mentes, como niños saliendo de la casa apresuradamente para jugar en un campo. Cuando la misa terminaba, corrían de la casa de Dios para adentrarse a la ciudad, experimentando una sensación de libertad y propósito que no tenían sin su misa. El padre Flood se volvió popular con gente importante y ocupada, qué, al entrar a la nave, se devolvían y se iban si no era el padre Flood el que daba la misa.

   En un principio, los jóvenes curas ignoraban las misas rápidas del padre Flood, pero luego pasó algo que aumentó su preocupación.

   Él empezó a balbucear la misa en otros idiomas, algunas veces en español, el idioma de la ciudad, pero otras veces en inglés o francés o latín, y en ocasiones las cuatro lenguas en la misma oración. Los jóvenes curas se reunieron y decidieron que no había nada que pudieran hacer, qué el padre Flood ya estaba en sus ochentas o noventas o quizás tenía más de cien años, nadie lo sabía con seguridad, pero ellos entendían que lo más piadoso que podían hacer era no hacer nada. Él no tenía ningún deseo de retirarse, y francamente, no podía dar misa por más tiempo. Apenas podía caminar. No había subido en muchos años las escaleras de espiral que daban a la torre del campanario o bien, caminado por el vecindario, algo que solía amar. Casi no podía ver, necesitando de anteojos hasta para percibir la luz que venía de las puertas abiertas de la iglesia.

   Decidieron dejarlo dar la misa de la mañana, pero solamente esa. Él ya no daría los servicios en los días santos y fiestas de guardar. Tampoco escucharía confesiones.

   Pero luego todo empeoró.

   Se confundió acerca de la hora del día, y una tarde se presentó en el altar en sus ropas de misa. Era un domingo, el oficio religioso más concurrido e importante de la iglesia, el que proveía para pagar las cuentas. Dos jóvenes curas estaban dando la misa, el menor de ellos leyendo el evangelio de San Marcos, pronunciando lentamente el versículo 22 del capítulo 4. El padre Flood no se dio cuenta. Alzó sus brazos al cielo y comenzó una segunda misa. El joven cura –tan absorto en la energía de su lectura– no se percató del viejo hombre hasta que su voz comenzó a hacerle eco, rebasándola después.  

   Cuando él era un sacerdote de mediana edad, nuevo en la ciudad, nuevo en el continente, solía gustarle caminar por Villa Freud, que consistía más que nada en edificios de departamentos de gran altura, con cafés y tiendas en la planta baja. Día y noche, la gente caminaba por sus banquetas, los autobuses pasaban y los taxis serpenteaban dentro y fuera del tráfico. Una parada del metro estaba a algunas cuadras de distancia. A él le gustaba hablar con la gente en el vecindario, aunque al principio tuvo que acostumbrarse a su español, diferente al suyo. Empezó a gustarle la ciudad, y le complacía pensarla como la Manhattan de Latinoamérica. Le agradaba echarle un vistazo a la sección de arte de las librerías, mirando a las grandes pinturas, a las estatuas y frescos, a la fotografía de arte. Le gustaba sentarse en las bancas de los parques o hablar con la chica que vendía flores de un puesto en la pequeña plaza, y aunque nunca supo su nombre, a través de los años la observó convertirse en una joven mujer. Entonces un día, cuando ella estaba a la mitad de sus veintes, la chica se había ido, como el aroma de las rosas húmedas, y el puesto se mantuvo vacío durante semanas, hasta que lo quitaron.

   Después de veinte años en la ciudad, él no podía pensar en otro lugar como su hogar, y las veces que tenía que viajar al extranjero, estaba ansioso por regresar a la ciudad por la que amaba caminar. Cuando se convirtió en un hombre muy viejo, y sus misas comenzaron a ser tan rápidas, era incapaz de caminar tanto como antes. A medida que envejecía, no disfrutaba sus comidas, y cuando la vieja mujer que trabajaba para la iglesia iba a su cuarto con un plato humeante de pozole e intestinos, le decía que no tenía apetito. Los jóvenes curas no lo visitaban en su habitación, porque hablaba sobre el pasado, y se confundía con el tiempo cronológico. Estaría hablando de cuando era un joven sacerdote en Roma, dando misa en latín, y a mitad de la oración, su historia se situaría treinta años después, cuando los militares llegaron con camiones y armas, de cómo reunieron a la gente joven que pensaban eran una amenaza, incluyendo a algunas buenas monjas y ciertos jóvenes curas como él y tuvo que esconderse debajo de la iglesia, justo bajo la falda de la Virgen, en un lugar secreto bajo el altar.

   Los jóvenes curas ignoraron su senilidad. Él moriría pronto, y ellos esperaron. Y esperaron. Y esperaron por un largo tiempo. Pasaron más años, y los jóvenes curas se hicieron viejos. Se fueron a otras congregaciones, fueron promovidos dentro de la iglesia, colgaron la sotana por el amor romántico o dudas o escándalo o todas las anteriores, pero el padre Flood permaneció. Dio cientos y cientos de misas a velocidad tan rápida que la iglesia se hizo popular entre la gente ocupada de otros vecindarios. Entre más viejo se hacía, más cortas se volvieron las misas. No podías seguirle el paso aunque estuvieras leyendo el misal. Después de un tiempo, la misa matutina duraba diez minutos. Su séquito se volvió aún más grande, porque gente que de otro modo no perdería su tiempo yendo a misa todos los días, podría ciertamente pasar diez minutos en una misa tan rápida que era como un trago de whiskey.

   Aquí fue cuando sucedió.   

   Todo el mundo hablaría de ello durante años. El Vaticano mantendría un vasto archivo del mismo, incluyendo relatos de testigos oculares y opiniones de expertos, y quizás un día decidirían hacerlo oficialmente un milagro. Comenzó una tranquila mañana de miércoles, cuando la gente sabía que el padre Flood estaría dando misa. Los pasillos estaban llenos de gente de negocios e incluso algunos estaban parados en las puertas. Pero se dieron las seis de la tarde y el padre Flood aún no salía. El diácono, un hombre viejo que ayudaba al padre dando la misa, se llamaba Daniel, psicólogo retirado que vivía en Villa Freud. Estuvo esperando de pie en el altar, preguntándose, mirando a los feligreses y encogiéndose de hombros. El padre Flood jamás había llegado tarde.

   Cuando salió, siete minutos más tarde, la gente no podía creer lo que veía. El poco cabello plateado que aún tenía estaba despeinado, y sus ojos estaban ojerosos y rojos, como si no hubiera dormido en semanas. Su camiseta interior estaba arrugada y manchada, y no traía pantalones, solo un par de boxers holgados. Se veía casi muerto, sus mejillas hundidas, sus ojos vacíos. Estaba pálido. Caminó hacia el altar como entrando a una habitación que nunca antes había visto. Daniel rescató su túnica, y la puso sobre la cabeza del sacerdote. La acomodó y le susurró: “¿puede hacer esto hoy?” El padre no respondió. Caminó hacia el centro del altar y miró a la gente, como preguntándose quiénes eran y por qué estaban aquí.

   Todo católico sabe que al comenzar la misa, el padre guía a los feligreses en un acto de contricción. Una vez perdonados, pueden entrar puros a la ceremonia. No fue así como ocurrió ese día. El padre Flood levantó sus viejas manos hacia la cúpula y dijo, “Que el Señor esté con ustedes”. Los feligreses respondieron, “Y con tu espíritu”, pero el padre se fue directo al Padre Nuestro, en múltiples idiomas.

“Padre nuestro

qui est dans le ciel

santificado sea

your name.”

   Todos sabían que su misa era muy rápida –la misa más rápida en el mundo– pero estaban confundidos sobre el por qué se fue del comienzo directo al Padre Nuestro, el cual se suponía que era hacia el final. Se miraron los unos a los otros, quizás esperanzados que la misa duraría solamente cinco minutos. Obedientemente sostuvieron sus manos levantadas al cielo y recitaron el Padre Nuestro: “Danos hoy nuestro pan…”

   Pero antes de que pudieran llegar al final, de pronto él empezó a pronunciar palabras que iban justo después de las lecturas, “Esta es palabra de Dios”.

   Las mujeres y hombres de negocios, las amas de casa y las activas mamás de clase media dijeron, “Gloria a ti, Señor”. Se preguntaron, “¿Ya pasaron por la limosna y no nos dimos cuenta?” Pero luego el padre Flood comenzó a recitar las palabras del Credo, aunque eso tampoco estaba en el tiempo correcto. El comienzo era la mitad, era el final y era la mitad de nuevo. El padre Flood siguió y siguió y siguió y recitó oraciones una y otra y otra vez en diferente orden y en cuatro idiomas. Sostuvo el cáliz y repitió las palabras que Jesús dijo a sus discípulos, y luego lo colocó abajo y comenzó el Padre Nuestro de nuevo. Continuó diciendo arrodíllense y párense y siéntense y arrodíllense de nuevo, de modo que los feligreses se movían en frenesí de arriba abajo cual fanáticos de un deporte. El joven y nuevo sacerdote dando confesión al otro lado de la nave, no entendía lo que estaba pasando, y pensó que quizás era él mismo el que estaba perdiendo la pista del tiempo lineal. Se sujetó de su silla como lo hace alguien en un camino lleno de baches. Pero la misa siguió.

   Y siguió. Y siguió.

   Algunas personas se fueron después de los primeros veinte minutos. Sacudieron sus cabezas disgustados y tocaron sus carteras –felices de no haber dado limosna.

   Pasó una hora.

   Otras personas, sin embargo, se quedaron, como si hubiera algo poderoso en la manera en que el padre Flood los alimentaba, tejiendo esta oración con eso. Dos horas pasaron. Frases iban y venían entre el inglés, español, francés y latín, y el remolino de palabras –los giros y vueltas e incomprensibles sortilegios– encantaron el silencio que de pronto lleno la cúpula.

Padre Flood estaba en silencio.  

La nave estaba callada.  

La tercera hora pasó.

   Entonces comenzó de nuevo, en la mitad o el final o el principio. De acuerdo a los archivos del Vaticano, una vieja mujer que siempre llevaba una bufanda roja a misa y que vivía en el edificio al otro lado de la calle e iba a los servicios religiosos dos o tres veces al día los domingos, creía que esta era una señal de Dios. Incluso cuando comenzó a sentirse hambrienta y con sed, se quedó, arrodillándose y sentándose y parándose, de acuerdo a las palabras. Fue durante ese lapso de tiempo que se dio cuenta de algo sobre sí misma: ella sabía cuáles serían los resultados de sus exámenes médicos, que eran mortales, pero también sabía que estaba bien, pues estaba lista para morir.

   Para la medianoche, no solo había aún muchos feligreses –como si estuvieran detenidos en la iglesia por una fuerza física– también peatones curiosos que caminaban por la banqueta y al escuchar la misa continuar tan tarde y por tanto tiempo, se sintieron atraídos y se asomaron a la iglesia, algunos de ellos quedándose. Después, las lluvias de temporada llegaron a la ciudad, cayendo tan fuerte que árboles crecieron de las grietas en las banquetas y agua se precipitó por las cunetas. Los sin hogar, mojados y sin refugio, estaban felices de entrar en la cálida luz de las puertas abiertas.

   Hacia las tres de la mañana, los jóvenes curas se reunieron en el otro extremo de la nave y observaron la misa seguir y seguir, pero no la detuvieron, porque era claro que la gente en el vecindario pensaba que algo especial estaba sucediendo. La iglesia se mantuvo llena, y cada vez que las canastas de la limosna pasaban –cada diez minutos o dos minutos o cada hora– los redimidos metían sus manos en los bolsillos y cooperaban.

   A la mañana siguiente aquellos que solían venir a la misa de las seis de la mañana pensaron que habían llegado tarde, porque cuando entraron, las oraciones ya habían empezado. Se sentaron y miraron alrededor, confundidos, pero después de un rato la combinación de las oraciones y los sortilegios no lineales fluyendo del Padre Flood los arrulló hacia un trance, como la fragancia de un frasco. La gente oró como nunca antes había orado. Y aunque esta no era una iglesia carismática – sino una muy conservadora congregación católica– algunos empezaron a hablar en lenguas. Levantaron sus manos hacia el Señor y lo alabaron en idiomas que ellos mismos no comprendían. La gente bailó. Otros profetizaron y gritaron lo que Dios les estaba diciendo. Las voces que llenaban la iglesia, tejiéndose alrededor del cordón que era la voz del Padre Flood –cientos y cientos y miles y millones de voces– se mezclaban y arremolinaban tan rápido que la energía casi se convirtió en masa, rozándose contra las puertas y ventanas, y las palomas en la cúpula volaron. Personas fueron curadas. Los ciegos veían. Los jóvenes curas no pudieron comunicarse con el cardenal, porque cada vez que lo intentaban, de algún modo la conexión telefónica se cortaba.

   En los siguientes días, tanta gente había entrado y salido de la iglesia, a cualquier hora del día o la noche, que se convirtió en una peregrinación, un destino sagrado no solo para católicos (que esperarían todo el día en fila solo para ver la imagen de la Virgen en una pizza), sino para gente de todas partes. De acuerdo a los archivos del Vaticano, algunos menonitas vinieron desde miles de millas de distancia, solo para bañarse en el espíritu; también había judíos, mayormente cabalistas, y musulmanes sufíes, y budistas.

    Cámaras de noticieros se estacionaron afuera, documentales fueron planeados y revistas mandaron reporteros y fotógrafos.

   Pero el Padre Flood era viejo. Además de la hostia, no había comido, y fuera del vino mezclado con agua, no había bebido. Empezó a sentirse débil, y comenzó a ir más despacio.  

   Enunció cada palabra.

   Mientras hablaba lentamente, recordó cosas.

   Vio a su padre matando a una gallina. Vio el tobillo de su hermana al subirse en el tranvía. Vio Roma de noche, un café bien iluminado, un hombre ebrio y una mujer saliendo de ahí, apoyándose el uno en el otro y riendo. Vio una alberca en el cuenco de sus manos, elevándose para encontrar a su propio reflejo. Vio a la chica que había vendido flores, envolviendo un ramo de rosas sin oler en papel blanco. Vio las montañas nevadas que surgen afuera de su pueblo natal, y desde lejos lucían como su propio rostro.

   Y durante ese momento, cuando las cosas eran muy lentas, casi calladas, cuando su voz hablaba solo una palabra a la vez, la gente lloró. Pensaron en sus vidas, y lloraron.

   El padre Flood se debilitó tanto que los jóvenes curas tuvieron que sostenerlo, uno de cada lado, de manera que el viejo hombre pudiese continuar alzando sus brazos y llorando las palabras de la misa, como Moisés en la cima de la montaña, mirando a través del río, observando una promesa que jamás tocaría.

 

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