El poeta mexicano Francisco Trejo (Ciudad de México, 1987) mereció el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero de Ecuador por el poemario Penélope ante el reloj. Trejo estudió la licenciatura en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), la especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX y la maestría en Literatura Mexicana Contemporánea, ambas en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Ha publicado los libros Balada con dientes para dormir a las muñecas (2018), De cómo las aves pronuncian su dalia frente al cardo (2018), Canción de la tijera en el ovillo (2017), Epigramas inscritos en el corazón de los hoteles (2017), El tábano canta en los hoteles (2015), La cobija de Ares (2013) y Rosaleda (2012). Una muestra de su obra está incluida en la Antología general de la poesía mexicana. Poesía del México actual. De la segunda mitad del siglo XX a nuestros días (2014). Entre otros reconocimientos, obtuvo el VIII Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2012 y el XIII Premio Internacional Bonaventuriano de Poesía 2017.
Un jurado integrado por María Aveiga del Pino, Freddy Peñafiel Larrea, Elsy Santillán Flor, Juan Suárez Proaño, Sebastián Zumárraga, Juan Carlos Olivas y el colombiano Héctor Cañón dictaminaron lo siguiente: Penélope frente al reloj, se trata de un poemario de alto ritmo lírico que nos conduce a uno de los temas fundamentales de la poesía universal: el paso del tiempo. Es también, un viaje por los parajes familiares y el devenir de la relación edípica, y el enterramiento del padre. Todo ello, en función de un gran despliegue de imágenes potentes que nos retan a mirarnos a nosotros mismos en la mirada misma del poeta y su ritual amargo. Los poemas de este libro permiten el asombro del lector gracias a una constante renovación en el uso de los símbolos: Penélope, por ejemplo, se vuelve real, cercana y reconocible. De esta manera, temas y signos recurrentes en la poesía ganan nueva vitalidad en este poemario. La intimidad de los textos abre las puertas a la universalización del poema, y la voz poética se convierte en la identidad de todo lector.
Principio exiliar
La poesía es lenta
en algunas ocasiones,
apenas un gusano que demora
sus alas
suspendido y mudo en el zarzal,
como la lengua de un hombre
en la horca
con el sonido disecado.
Debe madurar el tiempo
para que la boca
hable su dolor
como madura la pupa
antes de abrirse
y mostrar
los élitros plateados
de un coleóptero
que es primero de la tierra
y luego funda
su casa en el aire.
Basta el silencio, mientras tanto,
porque ya dice mucho
sobre la vida,
como un vuelo de moscas
sigiloso
sobre el cadáver de un colibrí
o un trébol erguido
en la banqueta
orinada por los ebrios.
Disfraz del extranjero
El nombre que tengo
jamás ha sido mío:
fue siempre de mi hermano
que nació sin vida
a los cinco meses
y creció, desde entonces,
como mata de ajenjo
en el corazón de mi madre.
Con su muerte
reconozco mi vacío
en todos los espejos:
a media luz, mi cara
con los rasgos misteriosos
de mi padre.
Mis amigos me observan
y piensan que este cuerpo,
como una olla
llena de melancolía,
soy yo, en la hora
de las discretas mutaciones:
“Es Francisco”, dicen,
mientras ven
los marcados lunares
como un aspecto distintivo
de mi rostro.
Y como esas máculas
sobre la piel
hay otras manchas
que oscurecen de mí
lo más profundo.
Son mi cuerpo
y mi epidermis
el disfraz desajustado
de mi alma:
estoy detrás de él,
como detrás
de la muerte de mi hermano.
Cardenche para llorar algunos nombres
Hubo un día en que sentí la sed de todos los años de mi carne.
Y busqué un río. Y busqué otro nombre.
Con la boca seca invoqué a mis abuelos:
“Hipólito”, “Julio”, “Aguasangre”, “Aguardiente”.
La primera muerte de los míos
estuvo siempre en el alcohol, como un insecto conservado.
Fueron mis viejos los primeros en abrir
la botella de caudal que me quema la garganta.
Yo hice un poco de fuego con alcohol
para evaporar de mi voz los nombres que me duelen.