Poesía mexicana: José Filadelfo García Gutiérrez

Presentamos un poema de largo aliento del poeta sonorense José Filadelfo García Gutiérrez. Estudio la Maestría en Literatura Mexicana en la Universidad Autónoma de Sonora. 

 

 

 

 

 

Lobo en su bosque

 

 

… nuestra alma se eleva con naturalidad bajo

la acción de lo verdaderamente sublime y,

habiendo adquirido una cierta animosa dignidad,

se llena de alegría y orgullo como si ella misma

 hubiera producido lo que ha oído.

Longino, De lo sublime

 

 

Vibro al talante

de los sonidos estertóreos

de las bocinas mentales.

No me reduje,

convoqué

el aullido

de un lobo

en plenitud

explosiva

hacia los vientos.

 

Me crecí

en mi propio ropaje

de naufragio.

Y en esa soledad

—Dios humano y de todo—

vi mi mirada

como un punto de luz

entre la nada afirmante.

Aparecí

sin cadenas

como la bestia de los bosques

—ya se dijo—

silencioso,

y ocupé mi lugar en el mapa

donde los ríos son límites

y no las casas.

Me refugié en mi canto

y el miedo

fue una ráfaga

que anidó

en la parte más serena

de mi ardoroso cerebro.

 

Pasaron por mí

los vientos temibles

y los azúcares tiernos.

Todo pasó, y yo,

incólume,

en vez de bajar

ascendí

hasta perderme del tiempo,

y en los instantes de arriba

distintos 

a los instantes de tierra

y a los soñados también,

me vino el temblor

de la oscuridad sin imagen,

mas nunca dudé

como un grisáceo de ciencia

sino que, ciego y andando,

me sumí en el asombro.

 

Y mi asunción

la pueblan,

no obstante,

los carros alegóricos

de los hechos pasados

que al transcurrir marcan sitio y,

aunque el sol no perdone

magnífico,

sombra no hacen.

 

Depurado me encuentro,

en penumbras me visto,

veo mi gesto en la luz.

Transubstanciado y voraz

quedo elevado

pero nunca manifiesto.

 

Pruébame y verás

que tengo sabor a polvo

cuyo regreso no hay.

Los lugares que ocupo

son lugares indómitos,

inciertos.

Además de mi rima

el sonido que llevo

es apenas un segundo

silente

en la paz de su entraña.

El aullido expansivo

de mis versos profundos

es un hoyo en lo cósmico

del que espasmos se salen

musculares y serios

de un atónito lobo

que derrite la nieve

con su espera de árbol,

que medita en lo suyo

y se queda muy solo

como un punto en paisaje

sin saberse

—nada tiene que saber el paisaje—

que al fondo, sin verano ni invierno,

sus pupilas se aguzan

y en su centro de negro

se mira

al animal con prudencia

que, sin comer, va satisfecho

y sin morir, asciende,

y sin sentir, entiende.

Nada termina de nada,

todo comienza sin orillas,

huele el polvo impactante,

pasa la vida el lobo,

absorto,

que la mira.

 

 

II

 

Y en sus ojos

hay un muro de cristal;

una latencia diáfana

donde la luz

de lo visto

en el devenir mudo

se presenta

como una renuncia,

en lo oculto

y sereno que,

sin compasión,

permite en su noche

que el animal,

sin afligirse,

se entregue al relámpago,

el finito segundo

de la muerte,

y en libertad se desplome

sin derretir su materia.

 

Vive la nada,

detenido,

quien

afirma el ocaso,

el misterio

de Dios que se aparta.

Vive la nada,

Ecce lupus,

entregado

mas nunca en el caos.

Atento a las sombras,

no es la ceguera

su cincel

sino la animación

sin sinestesia

—habitante del logos,

recóndita blancura—.

El mañana deslumbra

pero no le obedece.

 

La sangre devora

sus impulsos carnales,

no le sobra el espacio

al polvo que canta.

Sin semejantes

—aquí no los hay—

no hay pozo sin fondo

que lo anude en la tierra.

Su alimento es el viento,

es el tiempo que pasa.

En el claustro se oprime

el susurro en la vela,

que apagada le insiste:

solo hay calma, es la ausencia.

Y su cuerpo se fuga

sin perder él su casa,

habitar en tinieblas,

él se eleva,

él espera.

 

Y los climas se mudan,

los pinos al tanto,

encerrados e inadvertidos,

los mamíferos huelen

el espíritu ajeno;

animales que vuelan

sin saber que en un punto

en la tierra

se consuman

las semillas del alma,

y se van por ahora,

cada quien con lo idéntico

—no hay semejantes—,

y él espera, y espera,

hierático plomo,

sin dudar,

en permanente apertura.

El mundo en movimiento

en nada lo privilegia

para su avance,

árido de cotidianos acentos,

y sin embargo

es evidente

—parábola oculta

para el empírico testigo—

que la lluvia llega

cuando las raíces están preparadas.

 

           

III

 

En la naturaleza,

irregular o simétrica

—un planeta o el alba—

pero siempre estricta,

funde Dios su palabra

además de su ausencia

—llena de Él—:

afíliate, afíliate.

Y es entero el silencio,

la hora se cansa,

y le llega, por lobo,

un furor indomable

do los dientes se entibian

y las lágrimas, secas,

tatúan cada poro,

y se acepta elevado,

y afiliado, poco

—aterrado en su rostro

y con tierna insolencia—,

pero muy necesitado.

 

Sin perder el balance

—duradera conciencia—

de su altura astronómica,

al galileo de los hombres

le dice entre labios:

siéntate aquí, estoy convulso.

Y la noche donde la nube arde

—la zarza hizo lo suyo, pero—

se recoge en sí misma

y se alarga,

se alarga.

Los grillos sincronizan el acto.

 

Como la luna

a punto de desaparecer

—oscuro ardor—,

su ánimo palpa

los temblores del cielo.

Condensado en el vahído,

sus sentidos opacos,

entra al coro el hallazgo:

comparece el sí mismo

sin conciencia que lo ate,

ni se queda, ni parte,

lobo intacto y fulgente,

el impacto del denso

paso firme de atmósfera,

lobo quieto y prudente,

no lo tumba el presente,

el ahora lo arroja.

 

Dios que

sin ventanas se asoma

mira al lobo

en actitud de semejanza,

no lo altera o persuade,

deja al carbón a su arbitrio,

sin quemar el árbol

que lo conoce todo,

para que surja la piedra

—dureza el diamante—

en su propio comienzo

y resplandor.

 

No obstante, sin límites,

el lobo en diamante,

mira su polvo grandioso,

más alejado del mundo,

y en su ritmo de luz vertical,

admira, sin pestañear,

las notas prohibidas de la finitud,

músculos firmes, vacíos,

ojos inclementes,

pálida respiración.

A un lado de Dios,

semejanza incomparable,

la llama no lo suelta.

Y entra, abrupto, un segundo distinto,

el segundo, agotado, lo quema,

página del tiempo,

con sus manos de hielo pesado.

Un error lo finito,

locura.

Entre el hielo y la llama,

vive el lobo

los esquemas celestes,

quemado por igual,

sin mirar al vacío,

sin perder la cordura.

 

 

IV

 

Y ha llegado a los límites,

timbre de voz,

cuerdas en la garganta compactadas,

tautológica presencia

que al decirse, llega,

imperante sustancia

que del bosque

a las órbitas elípticas

aplica una misma

y sola

cara del tiempo,

sobria residencia,

una caricia

en el rostro, ya despojado,

vago pedazo de una sinfonía;

nunca calavera

y sí la pasmosa ausencia

de una cosa, otrora sangre,

huesos,

y ahora,

evaporado animal

ante el eclipse,

y su memoria

—el lobo quieto—

comparte lo que olvida,

y en el hueco que deja,

entre el negro y la luz,

fraternos contradictorios,

todo origen abdica.

 

Con los colmillos

cunde los labios de la vida,

una paciencia levitante lo persigue,

las paredes en que mora

retumban, traen tambores,

el abismo, el huérfano amistoso,

lo oprime,

una espiga crucial

reina el cerebro,

patas alzadas

fauces incitadas,

se mueve el lobo,

las articulaciones se empeñan

fuera del ritmo del crepúsculo,

raspa la nieve

y mientras sube,

peso ligero,

versos de la sístole,

se agita la montaña,

y en la cima tan breve

y silenciosa,

su calor cubre el ancho pico

y con sus ojos sin color

mira lo ya conocido.

 

Vibra al talante

de sus propios estertores

y da el aullido,

testimonio de coordenadas,

norte, sur, oeste, este,

anuncia su firme vigilancia

del ser en latitudes extremas.

Y los bosques habitan en su sombra,

truenan sus ramas,

las fieras lentas,

fecundadas por un cielo

helado,

llamadas

al acecho insomne

de su sitio, la aurora.

 

Es el lobo ya

de la casta solar,

se mantiene callado,

ausente y expandido,

y descansa en su lecho final,

posado al frente

—lo mismo—

de su propia progresión,

con un par de ojos más, adentro,

y avanzado en kilómetros de luz

se concibe, con el único aliento

que le pertenece,

la respuesta.

La perla reposa:

ha llegado el momento,

he de dar este brinco,

me consumo en el polvo,

se agita, es el centro.

 

Soy el hombre primero.

 

 

 

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