En nuestro tiempo postutópico, el tiempo de la poesía panhispánica, continuamos la revisión de la pluralidad de pasados desde la que escribimos y leemos poesía. Presentamos Rei Berroa (Gurabo, República Dominicana, 1949). Es autor de 40 libros de versos, antologías poéticas, traducciones y estudios de crítica literaria. De sus libros de versos destacan Son palomas pensajeras (en prensa, 2014), Fortunario insólito para convivir con la lengua y unas cuantas cicatrices (Monterrey, 2014), Libro de los dones y los bienes (México, 2013; Caracas, 2010), Eufemistica per vivere tranquilli (Trieste, Italia, 2011), Otridades (Zamora, España, 2010); De adinamia de mente de umnesia (Villahermosa, 2010) premiado en el Primer Concurso sobre el Azheimer y la Memoria, en Murcia, España; Libro de los fragmentos y otros poemas (Caracas, 2007). En 2009 recibió la “Medaille de Vermeil” de la Academia Francesa de Artes, Ciencias y Letras. En 2011 recibió el Premio Internacional Trieste Poesía por el conjunto de su obra poética y en 2012 el Premio Mihai Eminescu de Rumanía.
Con respecto a cierta actividad de las palomas
Desde Lincoln a Lenín,
de Bolívar a Zapata,
las estatuas de los héroes
masculinos de la tierra,
los matriotas,
profanadas están ya para siempre
con el gris inodoro que le adorna las cabezas.
Responsables de este ataque al templo varonil de nuestra patria
son las pacíficas palomas
que vindican –quieren hacernos creer que sin saberlo–
el lugar que ocupan en el alma de la gente,
las inútiles estatuas levantadas por el hambre del político
al ilustre varón que le sirve de carnada.
Así le llenan a este pueblo la mollera
de babosas esperanzas y promesas incongruentes.
¿No será eso lo que piensan las palomas
al venir y posarse sobre el cráneo de la estatua
y allí llevan a cabo cierta actividad que nos destruye
la idea que teníamos, tan sagrada, de los héroes de la patria?
Utilidades de la risa
Desde ques mar el agua,
desde ques tiempo el ahora
y desde ques también vida el sueño
con sus verticales coordenadas
de llanto y de ternura,
sus horizontales herramientas
de alivio y de dolor,
de lo real amarilleando
entre lo espeso y lo flüido,
la risa
ha puesto sus huevos en la arena
movediza de la lengua,
estruendosa se dispara por los huecos
bien abiertos de la boca y el gaznate,
arruga las esquinas de los ojos, los obliga
a prestarle atención al desahogo,
se hincha imprevisible en los carrillos,
en las narices del barro en el que estamos contenidos,
nos libera de la ira y del espasmo de la hora
y nos saca de los miedos en que quieren que vivamos
los que ostentan el poder y lo blanden
ante el ojo del votante o parroquiano.
Aunque dure solamente
unos minúsculos segundos destilados
a esta frágil existencia que parece interminable,
la conciencia de la risa
fortalece las paredes en que habita nuestro pulso,
nos ablanda el nervio adolorido de la angustia,
las terribles soledades que sufrimos a veces sin saberlo,
le quita máscaras al río crecido del orgullo,
nos descuajaringa, corta la ceguera irreductible
que marchita la flor del loto en la laguna
y a su modo nos lima sutilmente a los humanos,
todas las aristas del cuerpo y de la idea,
del tiempo y de las mañas que maneja cuando pasa.
Antídoto que limpia de inmundicias las arterias de la vida,
la etapa de la risa es señal inconfundible
de que es el hombre, no los hados o el omnipotente,
quien fabrica los telares de su propia humanidad.
Por ello, no hay que fiarse nunca de los dioses
que no quieren o no saben o no pueden reír o sonreír
aunque sólo sea por un breve instante iluminado.
Como piedra
Perdido he de mi cuerpo la color.
Desvencijado ando como piedra
que tantos bienes proporcionó al humano
-casa y cobijo, seguridad y reflexión-
pero nunca supo sus orígenes o la raíz
de su dureza impenetrable y de su yerma sequedad
y ahora hasta ha extraviado su dirección
con el moverse impreciso y desquiciado
de los ejes o las capas de la tierra
en Puerto Príncipe o Santiago,
en Yakimoto o Israel.
Perdido he mi estatura o dimensión o sueño dilatado
de ser alguna vez puerta luminosa
que abre mundos sorprendentes
donde quepan todos los que anhelen
cualquier bien que beneficie a su vecino
o indivisible túnica que pueda ponerse todo el mundo
para aliviar el miedo que a veces nos ocupa
cuando la idea nos embarga
del ser o del noser.
Asedio al odio
Todos tenemos una partícula de odio
un leve filamento dorando azul el día
en un oscuro lecho de magnolias.
Mario Bojórquez
¿Cómo resolver el mundo con palabras
que sean a la misma vez incendio y chaparrón,
mordisco en carne viva,
en el corazón aguja, infarto o latigazo,
en el hueso quebranto, inflamación o quemadura?
Donde antes escribíamos nido,
abrazo, verdad, algarabía,
una sola palabra llena ahora ese vacío.
Una sola palabra,
dos sílabas pitagóricas, infinitas,
tres anulares letras, afilada una,
palimpsesto del azar hacia el oído.
¿Cómo, entonces, sobrevivir a la angustia del momento
si la congoja de la vida con sus adiposos cantos
parece acumular en nosotros más sinsentidos
que la zozobra de los ramos enjutos de la muerte
con sus exigentes desventuras?
Donde antes,
alentados por la ilusión de pensar
que era posible subir a la rama
más alta del monte y allí
horadar el cielo a picotazos
añorando el aire, la tierra, sus campanas,
vivimos ahora escondidos en cornisas,
secos palomares donde nadie puede
golpear sus alas al ritmo de un badajo,
o llevar algún consuelo más allá
de nuestro tiempo y sus fronteras.
¿Qué hacer para vencer al odio
que ha venido ocupando una a una
las rendijas por donde antes
le soltábamos las riendas a la risa?
Para acabar con él, ¿qué valdría más?
¿Un arañazo en el pulmón de quien lo crea,
un pulmón hecho pedazos con las uñas del deseo
o los garfios de un pulmón desmantelando
las minas que han quedado agazapadas
en los orígenes del miedo, en sus cimientos?
Donde antes la sangre daba vuelcos
enarbolando sístoles y diástoles y labio alado,
donde espantábamos al hambre y la estulticia
creyendo haber logrado un paso más
en la quimera de hacer de la tierra
un palpitante corazón
lleno de panes, puentes, esperanzas,
no queda más que una herida abierta que engendra
porfía, purulencia, incertidumbre.
Los pasillos por donde antes
serena subía la savia
para darnos aliento
y lanzarnos a volar
sin la amenaza del paso del tiempo o de la historia
son ahora recorridos por gases
virulentos que nos hacen desconfiar
de nosotros mismos, de nuestra sombra.
¿Qué hay que hacer
(puede alguien, por favor, decirme),
qué valdría más hacer para vencer al odio?
¿Un escupitajo que caiga irreverente
sobre el vientre preñado de una idea,
una idea imprevisible que seque de golpe
la saliva contra el vientre descarnado de la noche,
o un vientre que escupa desbordante sus ideas
contra el bagazo pegajoso del rencor
y su abundancia en el presente?
¿Cómo resucitar la verdad
vejada cada día en la pantalla o el periódico?
¿Adónde reclamar que vuelva la justicia
a mostrar sus macizos pechos generosos
y que regrese de nuevo la palabra
a ser el reloj que nos marque la hora
de la mortalidad, pero sin mutilaciones, sin horrores?
¿Cómo resolver con acciones o palabras
–vuelvo a preguntar y ya me callo–
el conflicto del abrazo
si es el odio el que ha venido ocupando
puntada tras puntada
los renglones donde antes escribíamos
los hilos del amor y de la vida?
El índice del ciego
Para Louis Braille, visionnaire
Como si toda la realidad no fuera
nada más que puntos en relieve,
el índice del ciego es un ojo
que, tocando las simas de lo ignoto, se acomoda
y está a sus anchas en la cima del saber.
El ojo del ciego es un índice
que va de lo tangible no vivido
a lo intangible ya intuido y descifrable,
haciendo de sus dedos instrumentos
que le llevan al gozo de aprender.
Es un bastón el índice del ciego
que golpea los valores de la bolsa en el oído
e inventa en las finanzas del buen juicio
imposibles inversiones hasta entonces ignoradas
por la ciencia, el alquimista o quien se lance hacia el azar.
Compañero inseparable del pulgar gracioso,
el índice del ciego es una física posible
que discierne con la punta de la lengua
qué hace la mano en el papel o qué es el tiempo,
qué hace el humano cuando ama o cómo se enamora.
Es una lengua el índice del ciego
que con sólo seis puntos cotidianos
irriga en sus papilas las vocales,
más de veinte consonantes y el almario
de todas las palabras con que armamos el vivir.
Al girar con el pulgar la página del día
buscando alivio en la sutura de la hora,
el índice del ciego, a veces anular, a veces medio,
se desliza por los impuros filos del alfabeto alado,
abriendo puertas con las llaves de su luz.
Son tan sólo seis irrelevantes estaciones
que clavan sus puntas geométricas en el ojo
táctil del leyente y sesenta y pico veces se combinan
para darle al invidente la esperanza, la delicia
de hacer el mundo y sus relieves a su imagen y color.
Sueña el índice del ciego que es un ojo
y que todo, si está escrito,
lo puede introducir en su memoria digital.
En blanco y negro
Ya no está Dios en los colores de la tele.
Cambiándole sus sexuales orientaciones,
con lo divino se han quedado los políticos
y algunas viejas escuelas horoscópicas
que atan los vejámenes del día
con sus dioses de baraja o pacotilla.
Siguen los pobres aferrados al Mesías
que aliviará, quién sabe dónde o menos cuándo,
las infinitas adversidades
que otros dioses en batola
les rociaron de soslayo.
En los templos se burlan de Dios los que predican,
haciendo de Él o de Ella una humilde
servidora del talego, de acuciados
intereses que jamás revelarán al feligrés
o a los recaudadores de impuestos del Estado.
De repente en el tímpano del hombre
cae un rayo que estremece su fémur invencible
y entonces se hace Dios enunciación voraz
en la lengua, el ojo, el gesto despojado.
Afortunada o desafortunadamente
ya no aparece en la tele y sus colores
y anda desorientada su figura
paseándose por las ondas de la radio,
por los bosques o en los polos,
buscando la compaña inevitable
de la hormiga o de la oveja,
de la foca o las termitas,
del zorrillo, de la cebra, del pingüino,
en cuyas formas de ébano y marfil
se encuentra Dios en su asamblea,
pues ahora sólo existe en blanco y negro
y es una masa inmaterial de ficción descolorida.
Contraseña
Dejar caer el guante a sus pies
o sobre la tonsura prepotente
de los que nos viven desde arriba.
Probar la pulpa que disuelven
en su paladar los mismos dioses
allá en su Edén lleno de ángeles
en desconcierto por no poder fornicar
en ninguna etapa de sus angelismos
o lleno de huríes generosas
que no cesan de abrirse o destaparse
para solaz del mártir o elegido.
Ponerle coto a lo vedado,
desatar sus límites más íntimos
y que todo lo proscrito sea abolido
desde los carrillos bien inflados
de la rosa de los vientos
a las guaridas donde tienen que esconderse
los que sufren sin quererlo de algún mal
determinado por rancios fanatismos.
Dejar que el mundo nos revele
su mundanidad a solas
y al unísono nos abra todas sus ventanas
para mirarle a fondo el interior
descubriéndole secretos sospechables.
Que suene su música impertérrita al oído
del que practica cualquier forma
de creencia o descreencia,
de pensar o no pensar
y que caiga sin piedad
en esa pesadilla melan
cólica de querer mejorar las condiciones
en las que sobrevive,
plagada de percances, casi toda
nuestra humanidad, necesitada a cada instante
de sí misma y de sí misma
rechazada como engendro esmirriado
que nació sin porqué ni para qué
sino sólo para morirse enteramente
y por ello inventa maravillas postriméricas.
Que nos diga de una vez por todas
a quién es que favorece o en qué lado está,
por qué tan poco le importamos
en el amor o en la carrera incierta
del vivir y sus tantos sueños truncos
para saber nosotros claramente
a qué atenernos o dónde encontrar
las premisas irreconciliables
del cálculo, la duda o la mesura.
Que se quite Dios la máscara
por siempre y cuanto antes
nos revele ya su contraseña.
¡Y acabemos!
El juicio de Sócrates pasado por la tele
Hacía muchos años que llevábamos incrustadas sus preguntas bajo las costillas.
Medio muerto traíamos el sueño de justicia, cuando en mitad de la pantalla
apareció el viejo Sócrates ya cicutado su silencio y su verdad a solas
después de explicar en silogismos convincentes que jamás
había pronunciado algunos de los juicios que el joven
Aristocles (Cabezotas o Platón, eran sus motes)
había escrito en sus memorias, publicadas
día a día, en diversas páginas de la guía
de la tele que todos leían y miraban
en una gran pantalla tipo plasma
puesta en el ágora de Atenas
por los que odiaban
la mayéutica.
Fue así como
llegamos a saber,
sin casi darnos cuenta,
que el loco a quien todos
envidiábamos, pues podía decir
lo que quisiera sin haber jamás escrito
nada y no tener, por tanto, nadie pruebas
contundentes que pudieran llevarlo al tribunal,
tenía leales seguidores en todas las escuelas del Estado,
menos en su casa, donde Jantipa lo había puesto en su lugar
más de una vez, pues no quería higienizar los fondillos de sus hijos
sin preguntarles si era posible conocer la virtud sin antes practicarla. Dicen
que también ella testificó contra el marido porque éste ya no le servía para nada.
Cántaro que cae
A pesar de que el barro es su materia
y le contiene
un hombre no es simplemente un cántaro que cae
vertigoso,
estridente,
compungido
sobre lo duro de la tierra
para luego quebrarse en mil
bondades
inalcanzables todas
para la delgadez del aire.