Escribe tu vida con Glafira Rocha: Rapada, cabeza de huevo: reflexiones capilares

En esta nueva entrega de Escribe tu vida con Glafira Rocha, la escritora y psicoterapeuta mexicana Glafira Rocha nos ofrece un profundo y poderoso texto donde reflexiona, desde lo personal a lo colectivo, sobre lo que ella llama “desidentificación del personaje”.

 

 

 

Rapada, cabeza de huevo: reflexiones capilares

 

I

 

Soy proclive a realizar experimentos con mi existencia, éste es uno de ellos. Salí corriendo a comprar mi tinte rosa para el cabello, sin importar que me cobraran exceso de equipaje o mi tarjeta de crédito me dijera basta. Me detuve de pronto en medio de un golpe de conciencia y una sacudida metafísica, entonces grité sin pronunciar sonido, ¡ya no más!, he vivido para mi cabello, ¿quién sería sin él? No supe si llorar, si descansar, sólo me entregué a la primera respuesta que me vino en mente: lo haré, me voy a rapar. Sé que para algunos hombres esto no tiene nada de espectacular y para muchas mujeres tampoco. Sin embargo, para mí significa volver a diseñar la conexión con mi pasado, reescribirme a mí misma e incluso entreverarme con los hilos de mis ancestras, quienes fueron rapadas o se raparon por castigo, por brujería, por traición, por venganza, por misticismo, por renuncia…

Los días pasaron y no lo hacía, me fui de viaje y lo pensé durante muchas horas, me veía en el espejo y me imaginaba en horror. Empecé a darme cuenta de mi flequillo, lo he llevado por más de quince años, ha escondido mi frente amplia y las entradas propias de mi padre. Tomé un broche para el cabello y me puse el copete hacia el lado izquierdo. Duré todo el día así, aunque no quise salir de casa. Al siguiente día igual y me dije: cuánto me he perdido de ver mi rostro completo, necesito observarme, quiero habitarme en una faz y mente despejadas. Respiré hasta quedarme en la nulidad del suspiro y me rendí. Para los vedas el cabello rapado o sikha facilita la entrada al paraíso, para los yoguis tibetanos dejar el cabello crecer hasta que no tenga fin tiene la función simbólica de que en él habitan ciertas deidades. El cabello me muestra ante el mundo o me aparta del mismo.

Pienso en mis diez años practicando el budismo. He visto a los monjes y monjas con la cabeza afeitada en señal de renuncia, jamás se me ha exigido la imitación, ni he experimentado un juicio por mi cabello multicolor. Creo, incluso, que raparme no me hará más budista pero sí me hace comprender mejor esta filosofía. Hay una palabra que empiezo a experimentar: desapego. Esto se construye con soltar cualquier objeto, circunstancia, emoción o persona que nos genere un aferramiento. He dejado mi energía en mi cabello por muchos años. Quiero bañarme sin necesidad de pensar que me decoloraré o de cubrir mi cabeza con un gorro para no dañar más las fibras capilares. Me gustaría colocar mi energía en aquello que me libere en lugar de apresarme. A través de la historia de la humanidad, el cabello ha significado símbolo de seducción. ¿En qué me voy a convertir? Me gusta ser atractiva para los otros y más que hablar de un sentido romántico, hablo de atraer la mirada. Algunas veces, las niñas me han detenido en la calle para preguntarme si soy un hada o cuando imparto talleres de verano, los niños me dicen reiteradamente que les gusta mi cabello. Me da miedo soltar esa idea de mí misma. Por eso creo que como cualquier personaje, es necesario rediseñarme. En Egipto las mujeres y los hombres se afeitaban el cabello por higiene y por las altas temperaturas, empero, utilizaban pelucas para generar una idea de belleza. ¿Cómo me veré? Me repito esa frase mientras peino mi cabello hacia atrás para darme una idea.

En mi familia materna se estila rapar y afeitar a los bebés para que les crezca un cabello sano, grueso y abundante. En mi familia paterna esto es un ritual innecesario. Por lo tanto, al estar en medio, mi cabello delgado y escaso no pasó por el rastrillo. Ganó mi padre. El resultado fue el estigma de ser la “poco pelo” en comparación con mi hermano de rizos negros y espesos o mi hermana con su cabello liso y fuerte como el de Blancanieves. Al ser la primogénita, mi madre deseaba una hija a la cual peinar con enormes trenzas, pero esto no se le cumplió porque, aunado a mis “tres milpitas” como me dice una de mis amigas, la forma de mi cabeza es demasiado angulosa. “Cabeza de huevo” es un mote que aún se usa en mi familia en cuanto de mi testa se trate. Las ligas y moños jugaron a la resbaladilla y con frecuencia anduve con mis carentes mechones paseándome por el colegio, aunado a mi extremada figura delgada. Por eso me decían “viruela loca”, un personaje de un programa infantil mexicano de los 80, el cual, por fortuna, ya nadie recuerda, aunque yo siempre me sentí Punky Brewster. Uno de los rituales vedas consiste en rapar a los niños y niñas alrededor de los tres años para que no arrastren vidas anteriores. Raparme en estos momentos, mostrará esa parte mía Humpty Dumpty que se ha ocultado… sé que estoy lista.

Me pregunto ¿cómo puede ser el cabello algo en la superficie y al mismo tiempo reflejar profundidades de existencia? En su libro Mi cabello y yo, Elizabeth Benedict compila una serie de historias donde mujeres de diferentes culturas relatan su relación con el cabello y cómo, al desprenderse de los estereotipos pilíferos, entran en un autoconocimiento. Fue a los catorce años cuando empecé a teñirme el cabello. Recuerdo esa fotografía de mis quince años con el cabello rubio, con permanente y un flequillo tubular a la Cyndi Lauper. Dejé el pop y pasé al punk, así que regresé al negro primordial pero mucho más intenso y azul cuando le daba el sol. Cabello corto, largo, de colores y una identidad configurándose en cada momento. La idea del yo se va sedimentando cuando creemos que los constructos son inamovibles. El cabello y sus múltiples estilos van creando una configuración identitaria. Esto fue más evidente cuando fui pelirroja, busqué el color más exacto al natural, en seis años de mi vida muchas personas creyeron que era pecosa y zanahoria natural, eso me gustó. Me esmeré en no dejar ni un centímetro de raíz, en decolorarme los vellos de los brazos y sentirme realizada cuando alguien me decía: “bueno, tú porque eres pelirroja”. De nuevo tuve un momento epifánico, gracias a mis inicios en el dharma, y me dije: yo no soy esto y corrí a la estética a teñirme de negro con mechones rosas. Sí, lo decidí, jamás un tono o color similar a los naturales, con esto empecé mi camino en las tonalidades de fantasía: rosa fucsia, rojo atómico, morado, verde, azul, rosa pastel y por la calle las frases: me encanta tu cabello, qué bonito, yo lo quiero igual, yo no me atrevería, a ti te queda genial, eres como una muñequita… Lo había logrado: tener un cabello bonito y, además, envidiable. Esto me funcionó muchos años y jamás me juzgaría, prefiero comprenderme fenomenológicamente porque esa Glafira ha sido un personaje importante en mi vida y la amo. Sólo que ahora mis necesidades son otras. Tal vez, al desprenderme del apego con el cabello, pueda ver en mí aspectos que aún no reconozco, eso es lo que quiero vivir, aunque me esperen horas en el Angst. Dejaré de ser la del cabello “multicolor” para ser la “rapada”, esto no me hace ni mejor ni peor, tan sólo con una búsqueda diferente, porque como diría Heidegger, es en el mundo, en la cotidianidad, donde hacemos nuestra vida, y si intentamos salir de ella haremos otra y otra. Es decir, que ahora estaré en el universo de los sin pelo, lo que significa que tendré que aprender a vivir ahí y creo, que en una de ésas, me podría sentir mejor… ¿o peor?  No lo sé.

 

II

 

Pienso en Rapunzel y en mi sobrina Amy. La primera, con su cabello dorado y larguísimo, lo pierde en señal de castigo, la segunda ha crecido con la idea de preferir un cabello lacio y abundante sobre sus rizos aún creciendo. ¿En qué momento nos condenamos o nos condenan por tener o no tener cabello? Ya desde los asirios un marido podía rapar a su mujer para castigarla, en la Edad Media se rapaba a las prostitutas y a las brujas. Se rapó a los hombres y mujeres en los campos de concentración. En la antigüedad se rapaba a los esclavos para distinguirse de quienes no lo eran. Durante la Segunda Guerra Mundial, a las francesas que se les consideraba “colaboracionistas” con los nazis, se las rapaba y se las exhibía por la calle semidesnudas. En algunas escuelas budistas, los monjes y monjas se rapan para mostrar su retiro del mundo y para que Mara no se muestre con sus tentaciones. En monasterios católicos como los franciscanos se tonsuran en señal de iniciación hacia una nueva vida. Esta tonsura o rapado incompleto, al parecer, viene desde los celtas donde se les afeitaba la parte frontal dejando con cabello la parte trasera o, quizás, del rito a Mitra (dios persa, hindú y romano del sol), mediante el cual los sacerdotes se tonsuraban a manera de aureola para imitar al astro. Esto implica que el cabello denota belleza y distinción y por ello el rapado es una afrenta, expiación, renuncia o la transición de pasar de una vida a otra. Mi decisión de raparme se acerca a esto último, aunque no del todo, por eso he preferido llamarle desidentificación de mi personaje para volverme a escribir, o re-significarme desde una mirada fenomenológica poniendo en tensión mis constructos, para sedimentarlos e incluso re-sedimentarlos. No sé si esto lo comprenderá mi hermosa Amy, pero lo que le quiero decir con este acto, es que tengo la libertad de separarme de las certezas que me han ofrecido y que yo había recibido sin cuestionar. 

La decisión ya está tomada, con seguridad sé que mi rosa melena desaparecerá y estaré rapada por nueve meses y después me sentaré a pensar si continúo o dejo crecer el cabello. Sin embargo, al no querer que fuera una idea al calor de una existencia sacudida, decidí esperar un mes para pasar la maquinilla por mi cabeza. Creo que esto ha sido lo más complicado. Es hoy cuando encarno esta reflexión de Kierkegaard en Tratado de la desesperación:

Si no nos arriesgamos, es probable que perdamos lo que suele permanecer aún en la más peligrosa de las aventuras… el propio yo. Si me lanzo a una aventura equivocada, la vida me castiga y con ello me ayuda. Pero si no lo hago en absoluto, ¿quién me ayudará? Más aún, si por el hecho de no arriesgarme en el más alto sentido (y arriesgarse en este sentido es precisamente adquirir la conciencia de uno mismo) gano todas las ventajas terrenales…y me pierdo a mí mismo, ¿qué pasa entonces?

Sostenerme en la incertidumbre es algo que estoy aprendiendo y, por lo tanto, me he descubierto imaginando posibilidades: y si me veo muy fea, seguramente me saldrá mi ser andrógino, es probable que crean que soy homosexual (ninguno de estos aspectos me incomoda). ¿Qué pensará un paciente que llega a terapia y ve a su terapeuta rapada? Ya no seré una hada para las niñas, ahora seré una extraterrestre, voy a descansar de cuidarme tanto el cabello, dejaré de gastar dinero en tintes, por fin me podré lavar el cabello todos los días, ahorraré mucho tiempo y energía, ya nadie me reconocerá, pareceré una loca… al escribir me da risa y nervios porque justamente una persona sin cabello puede ser sinónimo de demencia. Juana de Arco fue rapada y quemada en la hoguera al acusarla de usar ropas de varón. Rosa de Lima se rapó para evitar que se le acercaran pretendientes. “A la ocasión la pintan calva” dice el refrán para referirse a tomar espontáneamente la suerte que la vida nos envía y aparece una mujer con escasos cabellos en algunos grabados y relieves. Tal vez tendré que hacerle como La cantante calva de Ionesco, estar presente sin aparecer en escena. En fin, siento que la certeza es lo que menos me acompaña en estos momentos.

Raparse en esta época, podría no significar demasiado o toma otras tesituras, pues se puede practicar este acto por perder una apuesta en el fútbol, por cumplir un rol para el cine o el teatro, por una borrachera irreflexiva o por despecho, por un duelo, porque te dedicas a las pasarelas, porque tienes piojos, como resultado de la quimioterapia, por solidaridad con algún enfermo, como una manda o favor pedido a la divinidad, como sinónimo de rebeldía, como muestra de locura o de practicidad, por reivindicación política, hartazgo, subversión, una muestra de des-feminizarse desde una construcción tradicional. Grace Jones, supermodelo y actriz jamaicana, en los 70 y 80 aparece con su cabello a rapa para resaltar su apariencia andrógina y romper con los esquemas. A Sinéad O’Connor en los 90 le pidió su disquera ser más femenina y ella se rapó para mostrarles lo contrario, lo cual fue una de sus características más representativas. Cómo olvidar en 2007 a Britney Spears pasándose la máquina por la cabeza. Se adjudicó a un problema psicológico, pero tal vez era el cansancio de ser un objeto a la venta que ya no quería ser puesto en la vitrina. Rose McGowan, actriz de Hollywood, hace no muchos años se levantó en protesta ante abusos sexuales y decide raparse aunque con ello no sea contratada. Durante este recorrido me he enfocado más en las mujeres, no sólo porque es mi caso, sino porque no puedo pasar por alto que para un hombre este evento, aunque importante, puede ser aceptado con más facilidad y hasta es normativo en diversas comunidades como en la milicia. Hay diferencias marcadas entre ver a un hombre con alopecia o calvicie y a una mujer. Sin embargo, ahora los hombres también están preocupados por transplantes pelo por pelo o por cuidar su melena, porque simplemente el cabello es el marco con el que presentamos la pintura de nuestro rostro. Esto se trata de una decisión individualmente-colectiva que quebranta una idea de “yo” (la ilusión del yo, como lo refieren la filosofía budista y la existencial sartreana). Lo que pretendo es trastocar mis construcciones del mundo. Cada quien tiene las suyas, por ello, para otras mujeres el hecho de teñirme el cabello es ya muestra de este trastocamiento porque ellas no se atreverían, tiene que ver, entonces, con la percepción y mirada de cada persona a través de su propia experiencia, época, edad y prejuicios, tal como fue para mi padre dejarse el cabello hasta los hombros en la década de los 60. De lo que se trata, entonces, es de dudar, de sacudir, de cimbrar cualquier estructura a la que estemos ya demasiado posicionados, esto, más allá de transgresión o rebeldía, considero que tiene que ver con una reconstrucción. Es decir, escuchar la alerta de lo bellísimamente cómodo y aplaudido, donde nos podemos sentir instalados, pero que en realidad es señal de que ya es momento de movernos y explorar otros océanos, unos que también podrían regresarnos de otra manera a aquello que ya conocemos, pero por lo menos hicimos un viaje hacia nuevos mares para anclarnos en el mismo puerto que seguramente ya tendrá otros paisajes.  

Para mí, la clave está en cuestionarme, en preguntarme si esas construcciones del mundo son lo único a lo que tengo acceso. Me gusta retarme y darme permiso de habitarme de otra manera. Como a veces digo: soy la misma, pero diferente. Por eso es que hablo de una re-escritura existencial (con los mismos elementos y el mismo personaje aunque desde otra percepción) donde seguiré dentro del mundo inevitablemente, pero viéndolo con otra mirada, una que será con los mismos ojos y tal vez desde una misma ventana, sin embargo con una intencionalidad distinta, tomada de Husserl-Heidegger, que más que significarme un propósito o meta, consiste en saber desde dónde es que parto y hacia dónde, logrando una hermenéutica de la existencia (se trata del movimiento de la conciencia hacia aquello que emerge). Es decir, que si algo es que soy es eso: intencionalidad. Quitarme el cabello me dará un significado que tendré que interpretar y con ello comprenderme.

 

 

III

 

Hoy es 9 de junio del 2019, me levanté temprano, teñí mi cabello, lo lavé y me lo planché en señal de una honrosa despedida. Le digo a mi pelirrosa melena, utilizando la prosopopeya: “Gracias por todos estos años en los que me aguantaste, en los que te maltraté y te cuidé. Gracias por acompañarme este tiempo y darme momentos enriquecedores, ahora te dejo descansar”. Listo, la máquina podó mi cabeza, fueron minutos y más sencillo de lo que creía… me veo en el espejo y algo se desintegra. Ahora pienso en la mirada de los demás, mi marido me abraza, mi vecino abre los ojos, envío fotos, mi madre y hermanos coinciden en que me veo bien, mis amigas me dicen sexy, mis sobrinos dicen que me aman con o sin cabello. Voy a la plaza comercial, me encuentro a una compañera y se sorprende, creo que me siento mejor entre el anonimato de los que no saben quién soy. “El infierno son los otros” dice Sartre, y yo creo que el infierno soy yo misma, al imaginar una ficción que me observa, cuando en la realidad es el ojo de la aceptación (hasta ahora). Esto es el inicio de un desarrollo que se construye.

Es extraño escribir una reflexión que aún no tiene la determinante conclusión porque todavía los acontecimientos están por suceder. Me siento extraña por no respetar una estructura aristotélica donde el final es necesario, sin embargo, no puede haber un desenlace cuando la existencia es el movimiento en forma de espiral donde no se puede observar si el vaivén es ascendente o descendente, porque para mí, existir es convocar a la historia, al presente que es imposible apresar y al futuro a un mismo tiempo. En este instante todas esas mujeres rapadas me acompañan, toda la humanidad se reúne conmigo en el momento en que mañana o pasado me reflejaré en el espejo.

Este experimento existencial inicia con algo aparente y evidente, espero pasar a lo intangible e inefable aunque sea por momentos, donde no importa el color del cabello, ni su estructura, espesor, rapado, lacio, rizado, escaso o abundante, sólo habitarme y no perderme… estar.

 

También puedes leer