Saint-John Perse según Rosario Castellanos

A finales de los años sesenta, Rosario Castellanos tradujo y publicó algunas versiones de Saint John Perse (Isla Guadalupe, 1887 – Francia, 1975). Aquí proponemos la lectura de la traducción que hizo de “Marcas”. Saint John Perse recibió el Premio Nobel de Literatura en 1960. En 1911 publicó Elogios y, en 1924, Anábasis. Su último libro fue Pájaros (1963). Jean Michel Maulpoix explica que, “poeta de la celebración, pero poeta sin creencia, Perse se refugia, según él mismo lo confiesa, ‘en una reverencia ciega y vital’ de la poesía que no le importa sino por su lirismo, es decir, por ‘la liberación de la alegría o más exactamente del placer, en su esencia misma, la más misteriosa, la más inútil y por ello mismo la más sagrada”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MARCAS

 

 

I

Las altas ciudades se iluminan primero en su frente de mar y por las grandes construcciones pétreas se bañan en las sales de la extensión.
Los oficiales del puerto se sentaban como gente de frontera, conversaciones acerca del tránsito terrestre y el aguaje; labores de delimitación y reglamentos de éxodo.
Se esperaba a los plenipotenciarios de alta mar. ¡Ah, la alianza nos había sido, por fin, ofrecida! Y la multitud se dirigía a las avanzadas de los malecones en agua viva, abajo de las rampas ordinarias y hasta los puentes rocosos a ras de la mar y que son como la espada y el espolón de los grandes conceptos de piedra que se ven en los planos de un edificio.
¿Qué astro engañador de pico de cuervo había revuelto la cifra y cambiado los signos sobre la mesa de las aguas?
En las compuertas de los sacerdotes del comercio, como en las barcas averiadas del alquimista y del batanero, un cielo pálido diluía el olvido de los centenos de la tierra… Los pájaros blancos manchaban la arista de los grandes muros.

 

 

II

Arquitectura fronteriza. Trabajos mixtos de los puertos. Te suplicamos, Mar Mediadora, y a ti, Tierra de Abel.
Se llega a un acuerdo sobre las prestaciones, se intercambian las servidumbres. La tierra es una prestación personal, según el fallo de la piedra.
La mar laudable abría sus bloques de jaspe verde. Y el agua móvil lavaba las bases silenciosas.

Encuentra tu oro,poeta, para el anillo de esponsales y tus aleaciones para las campanas, en las avenidas del pilotaje.
Esta brisa de la mar a todos los puertos y la mar al final de todas las calles. Esta brisa y esta mar en nuestras máximas y en el nacimiento de nuestras leyes.
Regla dada acerca del más alto lujo: un cuerpo de mujer -¡nombre de oro!, y para la ciudad sin marfiles tu nombre de mujer, oh Patricia.

Porque nosotros tenemos todo en arrendamiento y es demasiado envolver la hora en las mallas amarillas de nuestras dársenas…
La mar, con sus espasmos de medusa, coduce, conduce a sus responsos de oro al través de grandes frases luminosas y grandes terrores de fuego verde.
Y el escudo está abierto aún a las dedicaciones del antepuerto mientras los hombres memoriosos juran por alguna bestia alada; pero el eslabón potente (en el aparejo de la punta de un dique, bajo el trofeo de pluma blanca) sueña, sueña entre la espuma, las más lejanas cacerías donde humean otros cuellos de potro.

 

 

III

Por otra parte la historia fue menos clara. Las ciudades bajas prosperaban en la ignorancia de la mar, sentadas entre sus cinco colinas y sus corzas de hierro. O se levantaban al paso del pastor, entre la hierba, con las mulas de litera y las yuntas del publicano, dejándose poblar -allá arriba- por todo un derramamiento de tierras fértiles sujetas al diezmo.
Pero otras, laxas, se adosaban a lo largo de las aguas con sus grandes muros de asilos y penitenciarias, color de anís y de hinojo, color de la hierba cana de los pobres.
Y otras, que sangraban como madres solteras, con los pies manchados de escamas y la frente maculada de liquen, descendían a los cenagales del puerto con su paso de limpiadoras de letrinas.
Puerto de varaduras puntales de escoria. Volquetes en los márgenes de las lagunas, sobre los entablamientos de maërl y de tinta negra.
Nosotros conocemos el final de los senderos, de las callejuelas; esas calzadas de herradura, esos fosos de servicio donde la escalera rota tuerce su alafbeto de piedra. Nosotros te hemos visto, rampa de hierro, y también hemos visto esta línea de sarro color de rosa, al estiaje de bajamar, allá donde las muchachas de los caminos, bajo los ojos de la infancia, despojan una noche de su lienzo mensual.
Aquí la alcoba popular y su litera de conchitas negras. La mar incorruptible lava sus manchas. Y es como una lengüetada de perra en las caries de la piedra. Viene con las líneas de sutura una ensoñación dulce de pequeñas algas violetas como la piel de la nutria…
Más arriba está la plaza sin brocal, pavonada de oro sombrío por la noche verde como una pava real de Cólquide -la gran rosa de piedra negra de las mañanas de algazara y la fuente con pico de cobre donde el hombre sangra como un gallo.

 

 

IV

Tú venías, risa de las aguas, hasta estos rincones del continente. A lo largo del aguacero traspasado de iris y de haces luminosos, se abría la misericordia de las llanuras; los jabalíes hurgaban la tierra de máscaras de oro; los viejos hollaban las huertas con su bastón y, abajo, los valles azules poblados de abetos; el corno breve del meseguero regocijando en la noche la caracola del pescador… Los hombres tenían un verderón amarillo en una jaula de hueso verde.
Ah, hubo un más grande movimiento de las cosas a la ribera, de todas las cosas a su ribera; y como por otras manos nos enajenó, al fin, la antigua maga; la tierra y sus bellotas salvajes, la pesada trenza de Circe y el rubor del atardecer caminando en nuestros ciruelos domésticos.
Una hora ávida se empurpuraba en las lavandas marítimas. Los astros despertaban en el color de menta del desierto. Y el sol del pastor, al declinar bajp el zumbido de las abejas, bello como un poseso en las ruinas de los templos, descendió a los canteros hacia las compuertas de las carenas.
Allá venían, entre los hombres de labor y los herreros de la mar, los extranjeros vencedores de los enigmas del camino. Allá se exhalaba, antes de la noche, el olor de vulva de las aguas bajas. Los fuegos hospitalarios enrojecían en sus cestos de hierro. El ciego descubría al cangrejo marino de las tumbas. Y la luna, en el barrio de las pitonisas negras, se embiriagaba de agrias flautas y de clamores de estaño: ¡tormento de los hombres, fuego del anochecer! Cien dioses mudos sobre sus tablillas de piedra. Y la mar para siempre detrás de vuestras mesas de familia, y todo ese perfume de alga de la mujer, menos insípido que el pan de los sacerdotes… Tu corazón, de hombre, oh pasajero, acampará esta noche con la gente del puerto, como una caldera de llamas rojas sobre la proa extranjera.
Advertencia para el señor de los astros y de la navegación.

 

 

V

Del señor de los astros y de la navegación:

Me han llamado el oscuro y mi propósito era la mar. El año del que yo hablo es el año más grande; la mar a la que interrogo es la más grande mar.
Homenaje a tu ribera, demencia, oh mar majestuosa del deseo.
La condición terrestre es miserable pero mi haber es inmenso sobre los mares y mi provecho incalculable en las mesas de ultramar.
Una noche sembrada de especies luminosas nos coloca al borde de las grandes aguas, como al borde de su antro la devoradora de malvas, aquella que los viejos pilotos vestidos de piel blanca y sus grandes hombres de fortuna, portadores de armas y de escritos, en las proximidades de la roca negra ilustrada de rotondas, tienen la costumbre de saludar con una oración piadosa.
¡Os seguiré, contadores! Y a vosotros, señores del número,
divinidades furtivas y equívocas más que ninguna otra antes del alba,
piraterías de la mar.
Los agiotistas marinos se comprometen felizmente en especulaciones remotas: los correos se abren, innumerables, al fuego de las líneas verticales…
Más que el año llamado solar abierto en sus mil millares de milenios, la mar total me rodea. El abismo infame me es deleitoso, y la inmersión, divina.
Y la estrella sin patria camina en las alturas del siglo verde
y mi prerrogativa sobre los mares es soñar para vosotros este sueño de realidad…
Me han llamado el oscuro y yo habitaba en el resplandor.
¡Secreto del mundo, ve delante! Y la hora viene donde la caña del timón nos es, al fin, arrebatada de las manos. Yo he visto deslizarse en el óleo santo los grandes óbolos resplandecientes de la mecánica divina;
grandes y agraciadas palmas me abren los caminos del sueño inagotables y yo no he temido a la visión, sino que me he asegurado con gusto en el pasmo
y tengo mi ojo abierto en el favor inmenso y en la adulación.
Umbral del conocimiento. Pórtico de la claridad… Humaredas de un vino que me ha visto nacer y que aquí no ha sido exprimido.
¡La mar, como una oración repentina!
Oh mar, conciliadora y única intercesión…
Un grito de pájaros sobre los arercifes; la brisa corriendo a su oficio y sobre los límites del sueño para la sombra de un velo…
Yo digo que un astro ha roto su cadena en los establos celestes.
Y la estrella sin patria camina en las alturas del siglo verde… Me han llamado el oscuro y mi propósito era la mar.

Reverencia a tu palabra, piloto. Esto no es para el ojo de la carne, ni para el ojo blanco con ceja enrojecida que se pinta en los bordes de las vajillas. Mi fortuna está en la adulación de la noche y en la embriaguez azul de Argos, donde corre el aliento profético, como la llama de fuego verde entre la flora de los arrecifes.
¡Dioses! No hay ninguna necesidad de aromas ni de esencias sobre las estufas de hierro, en el término de los promontorios,
para ver cruzar antes del día, y bajo sus velos desceñidos -al paso de su femineidad- la gran alba desceñida, caminando sobre las aguas…
-Todas las cosas dichas en la noche y en la adulación de la noche.
Y tú qué sabes, sueño increado, y yo, creado, que ignoro… ¿Qué otra cosa hacemos sobre estas orillas sino disponer juntos nuestras trampas para la noche?
Y aquellas que se bañan en la noche, en el término de las islas, de las rotondas, llevando sus grandes urnas sostenidas por su brazo desnudo, ¿qué hacen, oh piadosas, sino lo que nosotros hacemos?
Me han llamado el oscuro y yo habitaba en el resplandor.

 

 

VI

Las tragediantas han venido, descendiendo de las carretas. Levantan los brazos en honor de la mar: “¡Ah, nosotras habíamos augurado mejor el paso del hombre sobre la piedra! Incorruptible mar, juzgadora nuestra. ¡Ah, nosotras habíamos presumido demasiado del hombre bajo la máscara! Y nosotras, que imitamos al hombre entre la especie popular, ¿no seríamos capaces de guardar memoria del más alto lenguaje sobre las playas?
“Nuestros textos son hollados a las puertas de la ciudad -puerta del vino, puerta de los cereales-. Las muchachas conducen a los riachuelos nuestras grandes pelucas de crin negra, nuestras pesadas plumas deterioradas. Y los caballos enredan sus cascos en las grandes máscaras teatrales.
Oh espectros, medid vuestras frentes de monos y de iguanas con la ova inmensa de nuestros yelmos, como la bestia parásita en la madriguera de los caracoles…
Las viejas leonas del desierto abaten el brocal de piedra de la escena. Y la sandalia de oro de los grandes trágicos en las fosas urinarias de la arena,
con la estrella patricia y las llaves verdes del Poniente.

Pero nosotras levantamos aún nuestros brazos en honor del mar. ¡Y con la axila azafranada ofrecemos todas las especias y la sal de la tierra! Altorrelieve de la carne modelada como una ingle. Y además esta ofrenda de la orilla humana donde asoma el rostro incabado del dios.
En el hemiciclo de la ciudad, donde el mar de la escena, el arco tendido de la multitud nos mantiene aún sobre su cordel. Y tú, que danzas danza de multitud, alta palabra de nuestros padres, oh mar tribal sobre tus páramos, ¿nos serás mar sin respuesta y sueño más remoto que un sueño de Sármata?
La rueda del drama grita sobre la piedra de molino de las aguas, triturando la violeta negra y el eléboro en los silos ensangrentados de la tarde. Las olas levantaban hacia nosotras su máscara de acónito. Y nosotras, elevando nuestros brazos ilustres y volviéndonos todavía hacia la mar, alimentamos con nuestra axila los hocicos ensangrentados de la noche.
Entre la multitud nos movemos en tropel hacia la mar, con ese movimiento inmenso que copian a la marejada nuestras largas caderas rurales. ¡Ah, somos más terrestres que la plebe y que la espiga de los reyes!
Y nuestros tobillos están teñidos de azafrán y las palmas de nuestras manos pintadas de múrice, en honor de la mar.

Las tragediantas han venido, bajando las callejuelas. Se han mezclado con la gente del puerto sin despojarse de sus vestidos escénicos. Se han abierto camino hasta el borde de la mar. Y en la aglomeración aderezaban sus vastas caderas rurales.
¡He aquí nuestros brazos, he aquí nuestras manos! ¡Las palmas de nuestras manos pintadas como bocas y nuestras heridas simuladas para el drama!
Las tragediantas agregan a los acontecimientos del día sus vastas pupilas diluidas y sus párpados fabulosos en forma de naveta para el incienso. La horquilla de sus dedos traspasa la órbita vacía de la enorme máscara rodeada de sombras como la celda del criptógrafo. ¡Ah, nosotras habíamos presumido demasiado de la máscara y de la escritura!
Ellas y sus voces viriles descendían las escaleras sonoras del puerto. Conduciendo hasta el borde de la mar sus reflejos de los grandes muros y su blancura de albayalde. Y al hollar la piedra estrellada de astros de las rampas y de los muelles, he aquí que volvieron a encontrar ese paso de viejas leonas enjaezadas al salir de los cubiles: ¡Ah, nosotras habíamos augurado mejor el paso del hombre sobre la piedra! ¡Y ahora marchamos hacia ti, por fin, mar legendaria de nuestros padres! He aquí nuestros cuerpos; he aquí nuestras bocas; nuestras grandes frentes con su doble lóbulo de ternera; y nuestras rodillas modeladas en forma de medalla.
¿Añadirás tú, mar ejemplar, nuestros flancos marcados de cicatrices para las maduraciones del drama? He aquí nuestro cuello de Gorgona, nuestros corazones de lobas bajo el sayal y nuestros pechos negros para el estrujamiento, pues somos nodrizas de un pueblo de reyes niños. ¿O nos será necesario aún, alzando el paño teatral, mostrar el escudo sagrado del vientre y exhibir la máscara velluda del sexo,
como en el puño del héroe se alza la cabeza tronchada de la extranjera o de la maga, pendiente de la punta de la lanza por un mechón de crin negra?

Sí, fue una larga época de espera y de sequía, donde la muerte nos acechaba en todas las caídas de la escritura. ¡Y el hastío era tan grande entre nuestras telas pintadas; el asco era tan grande, detrás de nuestras máscaras, detrás de toda la obra celebrada!
Nuestros circos de piedra han visto disminuir el paso del hombre sobre la escena. Y ciertamente nuestras mesas de madera dorada se adornaron con todos los frutos del siglo, y nuestra bodega proscénica con todos los vinos del mecenazgo.

Pero el labio divino erraba sobre otras copas. Y la mar se retiraba, a grandes sorbos, de los sueños del poeta.
¿La mar de sal morada nos disputará a las hijas altivas de la gloria? ¿Dónde está nuestro texto? ¿Dónde nuestra norma? Y para ataviar aún los cargos de la escena, ¿en qué séquito de déspota nos será preciso buscar la fianza de nuestros grandes comensales?
Siempre hubo, detrás de la plebe ribereña, esa queja purísima de otro sueño; ese más grande sueño de otro arte; ese más grande sueño de otra obra y esta perpetua ascensión de la más grande máscara al horizonte de los hombres.
¡Oh mar viviente del más grande texto! Tú nos hablabas de otro vino de los hombres y sobre nuestros textos envilecidos surgía, de pronto, este disgusto de los labios que engendra toda saciedad.
Y nosotras sabemos ahora qué era lo que nos impedía vivir en medio de nuestras estrofas.

¡Nosotras te llamamos, reflujo! Nosotras acechamos, marejada extranjera, tu curso errante por el mundo. Y si nos es necesario hacernos más libres y renovarnos para el recibimiento, nos despojaremos, a la vista de la mar, de toda posesión y de toda memoria.
¡Oh, mar, nodriza del más grande arte! Nosotras te ofrecemos nuestros cuerpos, lavados en los vinos fuertes del drama y de la multitud. Nos despojamos, a la vista de la mar -como en las inmediaciones de los templos- de nuestros enjaezamientos escénicos y de nuestros disfraces de circo. Y como las hijas de los bataneros en las grandes fiestas trisanuales (aquellas que bracean con el bastón en las barcas y aquellas, desnudas, rojas hasta la ingle que exprimen las uvas en el lagar) que van mostrando en la vía pública sus utensilios de madera pobre, nosotras llevamos hasta el honor los instrumentos usados de nuestro oficio.
Nos despojamos de nuestras máscaras y de nuestros tirsos, de nuestras tiaras y cetros nos despojamos. Y de nuestras grandes flautas de madera negra como las férulas de las magas. Y también de nuestras armaduras y de nuestros encajes; de nuestras cotas de escamas; de nuestras túnicas y de nuestros vellones; de nuestras bellas cimeras cargadas de pluma; y de nuestros peinados bárbaros con doble cuerno de metal; de nuestros escudos macizos en la garganta de las diosas ¡nos despojamos, nos despojamos! Por ti, mar extranjera, nos despojamos de nuestros enormes peines de las solemnidades como de los instrumentos de las tejedoras. Y de nuestros espejos de plata, hechos como los crótalos de la iniciada; de nuestras grandes hombreras enjoyadas en forma de lucanas; de nuestros grandes broches calados y de nuestras fíbulas nupciales.
También nos despojamos de nuestros velos, de nuestras telas pintadas con la sangre de las víctimas; de nuestras sederías tintas del vino de las Cortes; y también de nuestros báculos de mendigo y nuestros báculos en cruz de suplicantes; y de la lámpara y la rueca de las viudas; y de la clepsidra de nuestros guardias y de la linterna de cuerno del acechador; del cráneo de ónix aparejado en el laúd y de nuestras grandes águilas labradas en oro y de otros trofeos del trono y de la alcoba. De la copa y la urna votiva; de la jarra y el lebrillo de cobre para la ablución del huésped y el refrescamiento del extranjero; de los jarros de metal y los frasquitos de veneno; de los cofrecillos pintados de la hechicera y de los regalos de la embajada; de los estuches de oro para el mensaje y de los diplomas del príncipe disfrazado. Y de la rama del náufrago y del velo negro del presagio y de las llamaradas del sacrificio; de la insignia real y los abanicos del triunfo y las trompetas de cuero rojo de nuestras anunciatrices. ¡Nos despojamos de todo el aparato caduco del drama y de la fábula! ¡Nos despojamos! ¡Nos despojamos!
¡Pero nosotras aguardamos, oh mar prometido! Con nuestros coturnos de madera dura, nuestros anillos de oro enrollados en nuestras mangas de amantes, para el escanciamiento de obras futuras, de grandes obras por venir, en su pulsación y en su incitación remota.

¡Desnudez! ¡Desnudez! Nosotras imploramos, que en nombre de la mar, nos sea hecha la promesa de obras nuevas; de obras vivas y muy hermosas, que no sean más que obra viva y no sean más que obra hermosa; grandes obras de sedición, grandes obras de licencia, abiertas a todas las predaciones del hombre y que vuelvan a crear para nosotras el gusto de vivir y sean la huella del más grande paso del hombre sobre la piedra.
Obras de tal manera grandes sobre la liza, que no sepa más a cuál especie, a cuál raza pertenecen… ¡Ah! Que un gran estilo nos maraville todavía, en nuestros años de usura. Que nos venga de la mar y de más lejos de la mar. ¡Ah, que un metro más generoso nos encadene al más grande relato de cosas por el mundo y que un más ancho aliento se levante en nosotras y que sea como la mar misma y su gran silbo de extranjera! Del más grande metro no se sabe nada en nuestras fronteras. Enséñanos, potencia, el verso mayor del más grande orden. ¡Dinos el tono del más grande arte, mar ejemplar del más grande texto! ¡Enséñanos el modo mayor y la medida, al fin, nos sea donada y que, sobre los mármoles rojos del drama, se abra la hora de la donación!
¿Quién renovará para nosotras, al movimiento de las aguas magníficas, la gran frase tomada al pueblo?
Nuestras caderas, que enseñan a la marejada ese movimiento lejano de multitud, ya se emocionan y se adornan. ¡Que se nos llame aún sobre la piedra, a nuestro paso de tragediantas! Que se nos oriente todavía hacia la mar, sobre el gran arco de piedra desnuda en el que la cuerda es la escena; y que se nos ponga entre las manos, para la grandeza del hombre sobre la escena, estos grandes textos que nosotras pronunciamos. Grandes textos sembrados de relámpagos y tempestades, quemados de ortigas marinas y de medusas irritantes y que corren, como el fuego a lo ancho de los grandes consentimientos del sueño y de las usurpaciones del alma.
Allá silba de placer el pulpo; allá brilla la centella misma de la desgracia como la sal violeta de la mar en las llamas verdes de la hoguera de los despojos. Dejadnos que os leamos, promesas sobre la tierra más libre. Y las grandes frases del trágico nos maravillarán todavía, más allá de la multitud, en el oro sagrado de la noche.
Como más allá del muro de piedra, sobre la alta página tendida del cielo y de la mar, esos largos conjuntos de naves que doblan repentinamente la punta de los cabos, mientras dura la evolución del drama sobre la escena…

¡Ah, nuestro grito fue de amantes! Pero a nosotras mismas, servidoras, ¿quién nos visitará en nuestras celdas de piedra, entre la lámpara mercenaria y el trípode de fierro de la depiladora? ¿Dónde está nuestro texto? ¿Dónde está nuestra norma? ¿Y qué señor nos redimirá de nuestra decadencia? ¿Dónde está aquel -¡ah, cómo tarda!- que sabe apoderarse de nosotras y, murmurantes todavía, nos levanta a las encrucijadas del drama como un poderoso ramaje sube a la boca de los santuarios?
Ah, que venga aquel -¿vendrá de la mar o de las islas?- que nos ha de tener bajo su férula. Que se apodere de nosotras, vivientes, y nosotros nos apoderaremos de él. Hombre nuevo en su sostén, indiferente a su poder y poco cuidadoso de su nacimiento; con los ojos todavía quemados de las moscas escarlata de su noche. Que reúna, bajo sus riendas, esa enorme corte esparcida de cosas errantes en el siglo.
Nosotras conoceremos la aproximación despótica por la crispación secreta de un águila en nuestros flancos. (Como el deslizamiento de un hálito sobre las aguas revela el disgusto secreto del genio resbalando a lo largo de la pista de sus dioses.)
Textual, la mar se abre, nueva, sobre sus grandes libros de piedra. ¡Y nosotras no presumimos demasiado la fortuna de la escritura! Escucha, hombre de los dioses, el paso del siglo en marcha hacia la liza.
¡Nosotras, altivas doncellas azafranadas en los consejos ensangrentados de la noche, teñidas de los fuegos nocturnos hasta en la fibra de nuestras uñas, levantaremos más alto nuestros brazos ilustres hacia la mar!
Nosotras requerimos nuevo favor para la renovación del drama y la grandeza del hombre sobre la piedra.

 

 

VII

Las patricias también están en las terrazas con los brazos cargados de cañas negras.
Nuestros libros leídos, nuestros sueños herméticos ¿no eran más que esto? Entonces ¿dónde está la ventura, dónde la salida? ¿Dónde está lo que nos falta y cuál es el suelo que nosotras no hemos hollado?
¡Nobleza, has mentido! ¡Nacimiento, traicionaste! ¡Oh risa, gerifalte de oro sobre nuestros jardines quemados! El viento arrastra a los parques de caza la pluma muerta de un gran nombre.
La rosa fue despojada de su aroma y la rueda está legible en las resquebrajaduras frescas de la piedra; y la tristeza abrió su boca en la boca de los mármoles.
¡Postrera música de nuestros enrejados de oro! El negro que sangra a nuestros leoncillos dará esta noche el vuelo a nuestras nidadas de Asia.
Pero la mar estaba allí y nadie nos la nombraba. Y las marejadas reposaban en los descansos de nuestras escalinatas de cedro. ¿Es posible, es posible (con toda la edad de la mar en nuestras miradas de mujeres; con todo el astro de la mar en nuestras sederías nocturnas; con todo el consentimiento de la mar en lo más íntimo de nuestro cuerpo), es posible, ¡oh prudencia!, que se nos haya tenido tan largo tiempo detrás de los árboles y las llamaradas de la corte, ante estas maderas esculpidas de cedro, entre esta hojarasca que se quema?
Una noche de extraño rumor, cuando el honor abandonaba las frentes más amadas, nosotras hemos dejado atrás los confines de fiesta y hemos salido, solas, a este lado de la noche, a las terrazas, donde se escucha crecer la mar en sus confines de piedra.
Caminando hacia este enorme barrio de olvido, al través de nuestros parques, hacia el abrevadero de piedra y las inmediaciones embaldosadas y llenas de charcos donde recibe su sueldo el dueño de las caballerizas, hemos llegado a encontrar los senderos y la salida.
Y henos aquí, de pronto, en este lado de la noche y de la tierra, donde se escucha crecer la mar en sus confines de mar.

Con nuestras piedras centelleantes y nuestras joyas nocturnas hemos avanzado, solas y semidesnudas en nuestras vestiduras de fiesta, hasta las cornisas blancas sobre la mar.
Y estamos aquí, terrestres, estirando la vid extrema de nuestros sueños hasta ese punto sensible de ruptura. Y nos hemos acodado en el mármol sombrío de la mar, como en esas mesas de lava negra, engastadas en cobre, donde se orientan los signos.
En el umbral de un gran orden, donde el ciego oficia, nosotras nos hemos velado el rostro del sueño de nuestros padres. Y como de un país futuro puede uno también acordarse, hemos recordado el lugar natal donde no nacimos y el lugar real donde nosotras no tenemos asiento. Y es desde entonces que entramos a las fiestas con la frente coronada de piñas de pino negras.

¡Hiende, oh padre de los presagios, hasta en nuestros linos de esponsales! ¡Mar immplacable bajo el velo, oh mar, imitado por las mujeres en el trabajo y sobre sus altos lechos de amantes o de esposas!
La enemistad que regula nuestras relaciones no nos impedirá amar. ¡Que el rebaño engendre monstruos a la vista de tu máscara! Nosotras somos de otra casta, de aquellas que conversan con la piedra alzada del drama; nosotras podemos contemplar el horror y la violencia sin impregnar de fealdad a nuestras hijas.
Inquietas, nosotras te amamos porque eres ese campo de los reyes donde corren, peinadas de oro, las perras blancas de la desdicha. Ávidas, deseamos ese campo de baldosas negras donde ancla el relámpago. Y nos conmovemos por ti con una pasión sin afrenta y de tus obras concebimos en sueños.
He aquí que tú ya no eres para nosotras figuración mural ni encajería del templo. Pero en la multitud de tu hojarasca, como en la multitud de tu pueblo -enorme rosa de alianza y enorme árbol jerárquico- eres como un gran árbol expiatorio en la encrucijada de las rutas de invasión.
(Donde el niño muerto se mece con las calabazas de oro y los trozos de espadas y cetros, entre las efigies de arcilla y las cabelleras trenzadas de paja y las grandes horquillas de coral rojo, donde se mezcla la ofrenda tributaria con el despojo abundante.)
Otros han visto tu rostro de mediodía donde brilla, repentinamente, la majestad tremenda del ancestro. Y el guerrero que va a morir se cubre en sueños con tus armas y llena su boca de uvas negras. Y tu resplandor de mar está en la espiga de la espada y en la ceguera del día; y tu sabor de mar está en el pan santo y en el cuerpo de las mujeres que lo consagran.
Tú me abrirás tus mesas dinásticas, dice el héroe en busca de la legitimidad. Y el afligido que se hace a la mar: “Yo tomo mis cartas de naturalización”.
Laudable es también tu rostro de extranjera, en la primera leche del día -alba empañada de nácares verdes- cuando sobre los caminos encornisados que sigue la migración de los reyes, alguien hace histórico nuestro libro, entre dos cabos, en esa confrontación muda de las aguas libres.
¡Ruptura! Ruptura, por fin, del ojo terrestre y de la palabra pronunciada. Entre dos cabos; sobre la retribución de las perlas y sobre nuestros embarcamientos trágicos, con nuestros vestidos laminados de plata…
Los navíos cruzan a medio cielo. Y son toda una flor de grandes mármoles. Allá van, con el ala en alto y su séquito de bronce negro. Pasan su cargamento de vajillas de oro y el punzón de nuestros padres y su cosecha de especias vendibles bajo el signo del atún.

Así cedemos nosotras, cómplices, terrestres, ribereñas… Y si nos es necesario llevar más lejos la ofensa de haber nacido, que entre la multitud hasta el puerto, se abra para nosotras el acceso de las rutas inmensas.
Nosotras frecuentamos esta noche la sal antigua del drama, la mar que cambia de dialecto a la puerta de todos los imperios. ¡Y también esta mar que vela en otras puertas, la que vela en nosotras y nos mantiene en el asombro!
¡Honor y mar! Cisma de los grandes, desgarramiento radioso al través del siglo: ¿está todavía tu queja a nuestros flancos? ¡Nosotras te hemos leído, cifra de los dioses! ¡Nosotras te seguiremos, pista de los reyes! ¡Oh, triple rango de espuma en flor! Y esta humareda de ave rapaz sobre las aguas,
como en el terraplén real, sobre las calzadas peninsulares pintadas a grandes trazos blancos con signos de magia, el triple rango de los áloes en flor y la explosión de las astas seculares en las solmenidades del atardecer!

 

 

VIII

El lenguaje fue también de la poetisa:
¡Favor, oh amargura! ¿Dónde se quema aún el aroma? Huyó el graznido del pavorreal y nosotras nos volvemos, por fin, hacia ti, mar insomne de los vivientes. Y tú nos eres cosa insomne y grave como el incesto bejo el velo. Y decimos que la mar es para las mujeres más hermosa que el infortunio. Y no conocemos nada tan grande ni tan laudable como tú.
¡Oh mar que te engruesas en nuestros sueños como un menosprecio sin fin y como una villanía sagrada… Oh tú, que pesas en nuestros grandes muros de la infancia y en nuestras terrazas como un tumor obsceno y como un mal divino!
La úlcera está en nuestros flancos como un sello de exención y el amor en los labios de la llaga como la sangre de los dioses. ¡Amor! Amor del dios, semejante a la invectiva. Las enormes garras recorriendo nuestra carne de mujer. Y los enjambres fugaces del espíritu sobre la continuidad de las aguas…
Tú roerás, dulzura,
hasta esa reticencia del alma, que nace en las inflexiones del cuello y sobre el arco invertido de la boca;
tú roerás, dulzura,
este mal que se apodera del corazón de las mujeres como un fuego de áloes y como la saciedad del rico entre el mármol y la púrpura.
Una hora que no habíamos previsto se levantó en nosotras.
Es excesivo esperar sobre nuestros lechos el derrumbamiento de las antorchas domésticas. Hemos nacido esta noche y es de esta noche nuestra fe. Un olor de cedro y de olíbano mantiene todavía nuestro rango en el favor de las ciudades. Pero el sabor del mar está sobre nuestros labios.
Y la fragancia del mar en nuestros lienzos y en nuestros lechos y hasta en lo más íntimo de la noche, es como la vergüenza y la sospecha llevadas a todas las encrucijadas de la tierra.
¡Buen camino para vosotras, divinidades del umbral y de la alcoba! Vestidoras y peinadoras, invisibles guardianas, oh vosotras que tomáis rango detrás de nosotras en las ceremonias públicas alzando a los fuegos del mar vuestros grandes espejos llenos del espectro de la ciudad.
¿Dónde estáis esta noche, cuando hemos roto nuestras ligaduras con el establo de la felicidad?
¡Pero vosotros estáis aquí, huéspedes divinos del techo y de las terrazas, señores! ¡Señores! Dueños del látigo, oh maestros de danza, del paso de los hombres entre los Grandes, y dueños en todo del asombro, oh vosotros que mantenéis alto el grito de las mujeres en la noche, junto al grito de los hombres,
haced que de noche recordemos todo lo orgulloso y verdadero que se ha consumido y que nos era de la mar y que nos era de más allá de la mar. Entre todas las cosas ilícitas y aquellas que sobrepasan el entendimiento.

 

 

IX

Y esta doncella entre los sacerdotes:
¡Profecías! ¡Profecías! Labios errantes sobre la mar
y todo aquello que encadena bajo la espuma
la frase naciente que dejan inconclusa…
Las doncellas, atadas a la base de los cabos, reciben el mensaje. ¡Que se las amordace entre nosotros! Ellas hablarán mejor que el dios al que sustituyen.
Doncellas ligadas al término de los cabos como al timón de los carros.
Y la importancia está sobre las aguas, la impaciencia de la palabra que se demora en nuestras bocas.
Y la mar lava sobre la piedra nuestros ojos quemados de sal. Y sobre la piedra asexuada se dilatan los ojos de la extranjera.

Ah, ¿no es suficiente esta eclosión de burbujas felices que cantan la hora ávida y cantan la hora ciega? ¿Y este mar es todavía aquel mar que cava en nosotras sus grandes profundidades de arena y que nos habla de otras arenas?
¡Más que cómplices sobre las aguas, más que cómplices bajo las aguas que los que frecuentan en sueños al poeta! ¡Soledad, oh, abundancia! ¿Quién rescatará entonces para nosotras a nuestras invisibles hermanas, cautivas bajo la espuma? Rivalidad de los panales y los umbelas; adujar de alas rebeldes y cien fragmentos de alas coléricas.
Ah, tantas doncellas ante los hierros. Ah, tantas doncellas bajo el freno. Y tantas doncellas en el lagar, grandes doncellas sediciosas, grandes doncellas ásperas, ebrias de un vino de caña verde.

Recordarán vuestros hijos, recordarán las hijas y los hijos de vuestros hijos, que una casta nueva sobre las arenas repetía a lo lejos nuestro paso de vírgenes infalibles.
¡Profecías! ¡Profecías! El águila encapuchada del siglo se agudiza en el esmeril de los cabos. Negras alforjas pasan a ras del cielo salvaje. Y la lluvia sobre las islas iluminadas de oro pálido derrama de pronto la avena blanca del mensaje.
¿Por qué teméis vosotros el mensaje? ¿Temor de un silbo sobre las aguas y de este dedo de azufre pálido y de esta siembra pura de pequeños pájaros negros que se nos avienta sobre la cara como los ingredietes del sueño y de la sal negra del presagio?
(Tempestuosas es el nombre; la especie pelágica y el vuelo errante como el de las mariposas nocturnas.)

Hay cosas que decir a favor de nuestra edad. Hay en la resquebrajadura de las cosas un caústico singular, como en la vaina de la espada hay ese sabor de arcilla seca y de olla de fierro que tentará siempre el labio del mejor nacido.
“Tengo hambre, tengo hambre por vosotros de cosas extrañas”, grita el pájaro marino a su más alta pareja. Y las cosas ya no tienen finalidad sobre la tierra forastera…
Para nosotras el continente amargo, nunca la tierra nupcial y su perfume de alholva; para nosotras el libre sitio de la mar, no esa vertiente del hombre común cegado de astros domésticos.
¡Y alabadas sean aquellas que con nosotras -sobre las tumbas manchadas de algas como pocilgas abandonadas y en el hedor sagrado que sube de las aguas vastas cuando el color de las arenas vira hacia el rojo del jacinto y la mar se reviste de color de holocausto- sepan izar en los más altos palos mayores!

Telas vivas, desplegadas, se iluminan en el fondo del horizonte que cambia de velo. Y el rumor se tranquiliza en nostras, bajo el férreo peine. La mar se eleva en nosotras como en las cámaras desiertas de los grandes cangrejos de piedra…
¡Oh mar, por la que los ojos de las muejres son más grises! Dulzura y hálito más que mar; dulzura y sueño más que hálito y favor conducido desde tan lejos a nuestros tiempos que está en la continuidad de las cosas por venir como una saliva santa y una savia eterna. Y la dulzura está en el canto, no en la elocución; está en la consunción del hálito, no en la dicción. Y la felicidad del ser responde a la felicidad de las aguas.

La lluvia, sobre el océano severo, siembra sus inquietudes de agua; tantas veces se cierra el párpado del dios.
La lluvia sobre el océano se aclara. Tanto cielo crece en la pila de los arrozales.
Grandes muchachas atadas vivas, bajan la cabeza bajo el nublado gris anaranjado de oro.
Y a veces la mar en calma, color de la más grande edad, parece como mezclada de aurora, como aquella mar que se mira en el ojo de los recién nacidos; y como aquella mar, dorada, que se interroga en el vino.
Y cuando se viste de polen gris y se empolva de los polvos de septiembre,
es la mar casta que va desnuda entre las cenizas del espíritu.
¿Y quién, entonces, nos habla aún al oído del lugar verdadero?

Nosotras escuchamos, desde muy lejos, como un reclamo hecho en voz baja, la cosa tan próxima y tan remota, como el silbo purísimo del viento mediterráneo en el más alto corno de un aparejo naútico. Y la dulzura está en escuchar, no en el silbo ni en el canto. Y estas son las cosas inenarrables que nosotras solo percibimos a medias.
Más valía callar, refrescando nuestra boca con pequeñas conchas. Oh viajeros sobre las aguas negras en busca de santuarios, id a crecer más que a construir.La tierra de piedras desatadas viene por sí misma a deshacerse asomándose a estas aguas. Y vosotras, servidoras manumisas, avanzamos con los pies incultos entre las arenas demasiado movibles.
Nivelaciones sedosas de la arcilla blanca. ¡Dulzura! Pastosidad nudosa del estiércol blanco, suavidad hipócrita que anticipa a la tierra nuestro paso de mujeres soñolientas.
Y desde la planta del pie, desnudo sobre estas maceraciones nocturnas como una mano de ciego entre la noche de signos anublados, nosotras hemos seguido hasta aquí este puro lenguaje modelado: un puro relieve de marcas meníngeas, de protuberancias santas en los lóbulos de la infancia embrionaria.

Y las lluvias han pasado sin ser interrogadas por ninguno. Su largo séquito de presagios se ha ido detrás de las dunas a desuncir sus yuntas.
Los hombres anochecidos abandonan los surcos. Las pesadas bestias enyugadas se orientan solas hacia la mar.
¡Que se nos castigue, oh mar, si nosotras no hemos vuelto también la cabeza!
La lluvia salada nos viene aún de altamar y es una claridad de agua verde sobre la tierra como la que se ve cuatro veces al año.
Niños que os peináis con las más anchas hojas acuáticas, vosotros nos tomaréis de la mano en esta medianoche de agua verde; las profetisas absueltas se van, con las lluvias, a trasplantar los arrozales.
(Y bien. ¿Qué era lo que queríamos decir y no hemos sabido decir?)

 

 

X

Una noche, promovida por mano divina a la dulzura de un alba entre las islas, eso es lo que son nuestras doncellas llamando desde lejos a las doncellas de otras riberas:
Nuestras fogatas nocturnas. ¡NUestras fogatas nocturnas sobre todas las playas! ¡Y nuestra alianza…! ¡Última noche!

 

 

XI

Nuestras madres, con su regazo de Parcas, sentadas en sus sillas de cedro, temen los cascos del drama en sus jardines plantados de ruecas.
Porque amaron con demasiado amor, hasta en sus límites de avispas amarillas, al Estío, que pierde memoria en los cañaverales blancos.
Nosotras, más estrechas de cadera y de frentes más agudas, nadadoras pronto asidas al lomo de la ola, ofrecemos a la ola futura el hombro más propicio.
Ni el áspid, ni el estilete de las viudas duermen en nuestros cestos ligeros. ¡Para nosotras es el silbo secular en marcha y su brillo espléndido
y su gran grito marítimo aún no escuchado!
La tempestad de ojos de genciana no ha envilecido nuestros sueños. Y el mismo despliegue del drama sobre nuestros pasos no será más de lo que es el burbujeo de la espuma y la lengua del rústico sobre nuestros tobillos desnudos.
¡Curiosas, acechamos el primer chasquido del látigo! La espada que danza sobre las aguas igual que una doncella amonestada del príncipe ante los atrios del pueblo,
no tiene para nosotras más que una centelleante y viva dialéctica,
como la que hay en el centro viviente de las grandes esmeraldas familiares.

Al que danza con doble base durante los siete días de los Alciones, le sobreviene el descorazonamiento una noche, en el tiempo débil de la danza y el disgusto se apodera repentinamente de él
y entra, no semejante al coro macizo,
sino a la mar que martillea el terrón de su ola, ola de ídolos cambiantes al paso de las máscaras cornígeras.
Mañana arrojaremos los coturnos del drama, y, despojadas de nuestras joyas, haremos frente a las grandes euforbias del camino; pero esta noche, con los pies desnudos en las sandalias infantiles,
descendemos hasta el último valle de la
infancia, hacia la mar
por los senderos de zarzas donde asoman, trémulos, los viejos copos de espuma amarillenta, como la pluma y el plumón de antiguas incubaciones.
¡Amistad! ¡Amistad a todas aquellas que hemos sido: con la espuma y el ala y el desencadenamiento del ala sobre las aguas; con el chisporroteo de la sal y esta gran risa de los inmortales sobre la contienda de las aguas,
y nosotras, nadadoras entre la inmesa túnica
de pluma blanca…! Y toda la inmensa randa verde y toda la inmensa cestería dorada que fatiga, bajo las aguas, una edad de ámbar y de oro.

Una noche, color de cebolla y de escabiosa, en que hasta la tórtola verde de los acantilados enseña a nuestras fronteras su gemido dichoso de flauta acuática, la cineraria marítima y el pájaro de alta mar se nos desnudaron de su grito.
Una noche más tibia para la frente que nuestras cinturas desceñidas, hasta que el ladrido remoto de las Parcas se durmió en el vientre de las colinas;
el tordo de los jardines había cesado de
ser su cantor y la mar continuaba siendo lo que fue desde su nacimiento.
Nosotras hemos pronunciado la hora más hermosa, aquella más hermosa que en la que fueron concebidas de nuestras madres las doncellas más hermosas. La carne será esta noche perfecta. Y la ablución del cielo nos lava de un fardo de párpados. ¡Amor, eres tú, no haya inadvertencia!
El que no haya amado de día, amará esta noche. Y el que nazca esta noche será cómplice nuestro para siempre. Las mujeres llaman en la noche. Las puertas se abren sobre el mar. Y los grandes salones solitarios se inflaman con las antorchas del poniente.
¡Abrid, abrid al viento de la mar vuestras tinajas de hierbas olorosas!
Las plantas lanudas se colocan sobre los cabos y en los escombros de pequeñas conchas. Los monos azules bajan de las rocas bermejas, cebados de higos espinosos. Y el hombre, que tallaba una taza de ofrenda en el cuarzo, cede a la mar llameante su ofrenda.
Allá arriba, desde donde se nos solicita, se oyen las voces claras de las mujeres a nuestras puertas -¡última noche!-. Y nuestras vestiduras de gasa están sobre los lechos que visita la brisa. Allá arriba van las siervas, oreando nuestras lencerías y nuestras lencerías de mujeres para la noche.
Y la fescura del lino está sobre las mesas; la platería de la última noche es sacada de las arcas de viaje… Nuestras cámaras se abren sobre la mar. Y la noche pasa hundiendo un abrazo de ídolo. En los templos sin ritos el sol de los muertos ordena sus fogatas de oro mientras las mulas polvorientas se detienen en las arquerías de los patios.

¡Esta es la hora, oh vivientes!, en la que el céfiro de la mar cede su sitio al último soplo de la tierra. El árbol, anillado como un esclavo, abre su fronda susurrante. Nuestros huéspedes se extravían sobre las pendientes en busca de pistas hacia la mar; las mujeres buscan lavandas y nosotras mismas estamos bañadas de la ablución nocturna… No hay ninguna amenaza en la frente de la noche, solo ese gran cielo marítimo con blancura de alfanje. Luna de menta en el Oriente. Una estrella verde en el cielo bajo, como un garañón que ha probado la sal. Y el hombre de mar está en nuestros sueños.
¡Tú, el mejor de los hombres, ven y saquea!

 

 

XII

Las mujeres vuelven a tomar el relato:
Mar de Baal, mar de Mammon -mar de toda edad y de todo nombre,
Oh mar sin edad ni razón; oh mar, sin
prisa ni época.
Mar de Baal y Dagón, rostro primero de nuestros sueños,
oh mar, promesa eterna y la que sobrepasa toda promesa;
mar anterior a nuestro canto, mar ignorancia del futuro,
oh mar, memoria del más largo día y como dotado de insensatez,
¡altísima mirada que se desparrama sobre
la extensión de las cosas y sobre el curso
del ser, su medida!

¡Nosotras te invocamos, Sabiduría! Y te implicamos en nuestros juramentos.
Oh grande en el desvío y en la desemejanza; oh grande de gran casta y alto de alto rango.
A ti tu raza, tu región y tu ley; a ti tu pueblo, la flor de la aristocracia y el anonimato de la multitud.
Mar sin regencia ni tutela. Mar sin árbritro ni consejero y sin querella de investiduras:
investido desde tu nacimiento, imbuido de tu prerrogativa; establecido en tus títulos y tus derechos de regalía
y asegurándote en tus investiduras imperiales para discurrir, desde lejos, acerca de la grandeza y dispensar remotamente
tus grandes maneras de ser, como favores de imperio y gracias patrimoniales.

¿Es que dormíamos, y tú también, presencia, cuando fue soñada para nosotras tal sinrazón?
Nos aproximamos a ti, Mesa de los Grandes, con el corazón afligido de una angustia humana.
¿Es preciso gritar? ¿Es preciso crear? ¿Quién entonces nos crea en este instante? ¿Y qué resta contra la muerte sino la creación?
Nosotras te elegimos, perspectiva de los grandes, ¡oh paraje singular!
Circo de honor y de acrecentamiento y campo de las aclamaciones.
Te suplicamos, si es que todavía existe esta alianza sin retorno y esta audiencia sin apelación.
Es preferible quemar, en tus alrededores marítimos, cien reyes leprosos coronados de oro:
macizo de honor y de indigencia y orgullo de hombres sin renombre.

¡Libre carrera a tu gloria, potencia! ¡Oh primero y soberano! El distrito es inmenso y la jurisdicción plenaria; y ya es demasiado para nosotros, en tu energía, mendigar el servicio y la exención.
¡Oh, mar sin guardias ni clausura, oh mar sin viñas ni cultivos, donde se extiende la sombra carmesí de los Grandes!
Sentados en tus confines de piedra, como perros con cabeza de monos, dioses semitejidos de arcilla y de tristeza,
sobre todas las pendientes que se desbarrancan; sobre todos los declives calcinados con el calor de las heces, nosotras te soñamos, última sesión; y tenemos para ti este sueño de una más alta instancia:
la asamblea de largos pliegues, desde las más altas cimas de la tierra, como una anfictionía sagrada de los más grandes Sabios instituidos -toda la tierra en silencio, vestida con sus túnicas doctorales, toma sitio y asiento en el hemiciclo de piedra blanca.

Con estos que, al marcharse, dejan en las arenas sus sandalias; y con aquellos que guardan silencio, se abren los caminos del sueño sin retorno.
Nosotras, nosotras, nos hemos transportado un día hacia ti, vestidas de fiesta, mar, inocencia del solsticio, mar, indiferencia del acogimiento, y ya no sabemos dónde se detendrán nuestros pasos…
¿O bien eres tú, humareda del umbral, que subes de ti mismo hasta nosotros como el espíritu sagrado del vino en las vajillas de madera morada en el momento de los astros rojizos?
¡Nosotros te asediamos, esplendor! Y parasitaremos en ti, colmena de los dioses, ¡oh mil y mil cámaras de espuma donde llega a su consumación el delito! ¡Sé con nosotros, risa de Cumas y último grito del Efesio!
Así dice el conquistador, bajo su pluma de guerra, en las últimas puertas del santuario: “Yo habitaré las cámaras prohibidas y me pasearé…”
¡Betún de los puertos, tú no eres el abono de estos lugares!
¡Y tú, tú nos asistirás contra la noche de los hombres, lava espléndida a nuestro umbral, oh mar, abierta al triple drama: mar de la zozobra y del delito; mar de la fiesta y del resplandor; y mar también de la acción!

Mar de zozobra y del delito, he aquí que nosotras franquearemos, por fin, el verde majestuoso del quicio; y, haciendo más que soñarte, nosotras te pisoteamos, fábula divina. En las claridades submarinas se esparce el astro sin cara; el alma, más que el espíritu, se mueve con celeridad. Y tú nos eres gracia de otra parte. En ti, movible, nos movemos, apuramos la ofensa y el delito, ¡oh mar del inefable acogimiento y mar total de la delicia!
Nosotras no hemos mordido el acitrón verde de África ni hemos frecuentado el ámbar fósil engastado de alas de efímeras. Pero vivimos, nos despojamos de nuestras ropas, allá donde la carne misma ya no es carne y donde el fuego mismo cesa de ser llama y aun la savia radiosa y la simiente preciosísima; en todo ese limbo de alba verde, como una sola y vasta hoja, traspasada de amanecer, luminosa.
¡Unidad vuelta a encontrar, presencia recobrada! Oh mar, instancia de luz y carne de enorme lunación. Eres la claridad hecha sustancia para nosotras, y lo más claro del ser expuesto al día, como cuando la espada se desliza fuera de su vaina de seda verde: el ser sorprendido en su esencia y el dios mismo consumido bajo sus especies más santas, al fondo de palmares sagrados… ¡Visitación del príncipe en las cacerías de su gloria! ¡Que el huésped, en fin, se ponga a la mesa con sus comensales!
Y la alianza se consuma, la colusión perfecta. Y henos aquí, entre el pueblo de tu gloria como la espina en el corazón de la visión.
¿Es preciso gritar? ¿Es preciso alabar? ¿Quién entonces nos pierde en este instante -o quién nos gana? Ciegos, alabamos. Y te suplicamos, muerte visitada de las gracias inmortales. Velando nuestras frases en el canto con el movimiento de los labios agraciados ¡quién pudiera significar más, oh dioses!, más de lo que es lícito al sueño imitar.
Hay en el lugar de las espumas y de las aguas verdes, como en las ardientes claridades de la matemática, verdades más sombrías a nuestra aproximación que el cubil de las bestias fabulosas. Y repentinamente allí, perdemos pie. ¿Eres tú, memoria y mar, todavía a tu imagen de mar?
Te vas aún y te nombras y, todavía mar, te nombramos porque no tenemos más que palabras. Y nosotros podríamos aún soñar en ti y, por muy poco tiempo más, nombrarte…

Mar de la fiesta y del resplandor, he aquí que Dios, el indiviso, gobierna sus provincias. Y la mar entra en liza a los campos de brasa del amor. Devoradora de malvas y de maravillas, ¡oh mar, devoradora de adormideras de oro en las praderas iluminadas de un oriente eterno! ¡Lavadora de oros en las arenas diligentes y Sibila diluida en las arcillas blancas de la bahía! ¡Eres tú, tú y tus honores los que van, oh limpiadora de tumbas en todos los puntos de la tierra, oh suscitadora de llamas en todas las puertas de la arena!
Los viejos masticadores de cenizas y de cortezas se ponen de pie, con los dientes negros, para saludarte antes del día. Y nosotras que estamos aquí hemos visto, entre las palmas, la aurora enriquecida por las obras de tu noche. Y tú misma, al amanecer, toda laqueada de negro como la virgen prohibida en quien crece el dios.
Pero a mediodía, corroída de oros, como la montura con caparazón del dios, que ninguno monta ni engancha; la pesada bestia bajo sus gualdrapas regias, engastadas de pedrerías y realzadas de plata, que mece a los fuegos del día su altorrelieve de imágenes sorprendentes y sus grandes placas labradas de orfebrería sacra.
O bien la ruda bestia arqueada, edificada de torres avizoras y bajo sus grandes amuletos de guerra abrochados de oro que transporta -entre sus broqueles de honor y sus garfios de enganchamiento- el rico cargamento de mallas, de eslabones y de anzuelos de bronce; la cota de la armadura y los hermosos hierros bélicos ensebados de usura entre las sisas infladas de sus grandes mandiles de cuero; como un montón de entrañas y de algas.
O mejor aún, y entre nosotras, la dulce bestia desnuda en su color de asfalto y teñida con grandes trazos de arcilla fresca y de ocre, portadora únicamente del cetro de la joya roja. Votiva, maciza y pesada, que danza sola entre la marea de la multitud, y pasa para su dios entre la multitud no turbada.

Y mar también de la acción, he aquí que nosotros buscamos nuestras lanzas, nuestras milicias y esta punzadora del corazón que incita al arrojo… ¡Mar infatigable del aflujo, mar infalible del reflujo! ¡Oh mar violencia del bárbaro y mar tumulto de un orden, mar incesante bajo la armadura, oh, más activa y fuerte que el sobresalto del amor, oh libre y orgullosa en tus ímpetus! Que nuestro grito responda a tu exultación, mar agresiva de nuestras escalinatas, y tú serás para nosotras, mar atlética de la Liza.
Porque tu placer está en tu masa y en tu propensión divina; pero tu delicia está en la punta del arrecife, en la frecuentación del resplandor y en la frecuentación de la espada; y se te ha visto, mar de violencia y mar ebria, entre tus grandes escurrimientos de naftas luminosas y entre tus grandes rosas de betún, rodar hasta las bocas de tu noche como las santas ruedas de molino marcadas del hexagrama impuro; las pesadas piedras lavadas de oro y tus tortugas gigantes.
Y tú misma, movible en tus coberturas de escamas y tus vastas esclavaduras, mar incesante bajo la armadura y mar potencia agilísima, oh maciza, total, luciente y curva sobre tu volumen y como hinchada de orgullo y batida de la alta resaca de tu fauna guerrera; tú, mar de pesada fundación y mar elevada al más grande orden. Oh triunfo, oh cúmulo, conducido por el mismo flujo, que te hinchas y te alzas hasta el colmo de tu oro, como la ancila tutelar sobre su baldosa de bronce…
¡Las ciudadelas desmanteladas al son de flautas de guerra no colman un sitio tan vasto para la resurrección de los muertos! A las claridades del yodo y de la sal negra del sueño mediador, el anillo terrible del que sueñas encierra el instante en un espanto inmortal: el inmenso patio adoquinado de hierro de los lugares prohibidos y el rostro repentino del mundo revelado que ya no leeremos por el anverso…
¿Y qué nos vendrá del poeta, del poeta mismo en esta búsqueda temible, en esta contienda luminosa? Ten las armas en la mano y se te dirá esta noche.

Innumerable la imagen y pródigo el metro. Pero también llega la hora de conducir el coro al circuito de la estrofa.
Gratitud del coro al paso de la oda soberana. Y la recitación vuelve a tomarse en honor de la mar.
El recitante se enfrenta aún a la extensión de las aguas. Mira inmensamente la mar de mil pliegues,
como la túnica infinitamente plegada del dios en las manos de las doncellas de los santuarios,
o sobre los declives de hierba pobre, la amplia red de la mar comunitaria, en las manos de las hijas y las viudas de los pescadores.
Y de malla a malla se repite la inmensa urdimbre prosódica: la mar misma sobre su página como un recitativo sagrado:
Mar de Baal, mar de Mammon, mar de toda edad y de todo nombre; oh mar de otra parte y de siempre: oh mar, promesa del más largo día y la que sobre pasa toda promesa porque es promesa de extranjera. ¡Mar innumerable del relato, oh mar, prolijidad sin nombre!
¡En ti, movible, nos movemos y te decimos inmutable: mudable y móvil en tus mutaciones, inmutable e igual en su masa; diversidad en el rpincipio y par en el ser; veracidad en la mentira y traición en el mensaje; presencia total y total ausencia; paciencia y negación totales; ausencia, presencia, orden y demencia, licencia!
¡Oh mar, fulguración durable, rostros golpeado de un singular resplandor, espejo ofrecido al más allá del sueño y mar abierta a ultramar, como el címbolo único, remotamente apareado. Herida abierta en el flanco terrestre para la intrusión sagrada; desencadenamiento de nuestra noche y claridad en la otra noche; piedra de umbral lavada de amor y sitio terrible de la execración!
(Inminencia, ¡oh peligro! Y el beso traído desde lejos como a los desiertos insumisos; y la pasión traída desde lejos como a las esposas solicitadas de otros tálamos… Región de los grandes, hora de los grandes -la penúltima y después la última, y esta misma que mostramos aquí, infinitamente durable bajo el relámpago.)
¡Oh múltiple y contraria! ¡Oh mar plenaria de la alianza y del acuerdo a media; tú, la
medida y la desmesura; tú la violencia y la
mansedumbre; la pureza en la impureza y en la obscenidad; anárquico y legal, lícito y cómplice, demencia! ¿Y qué y qué más todavía, imprevisible?
Lo incorpóreo es sumamente real, imprescindible; lo irrecusable y lo innegable y lo imposible de apropiarse; inhabitable, frecuentable inmemorial y memorable -¿y qué más todavía, incalificable?
lo inembargable y lo que no debe cederse; lo irreprochable y lo que no puede censurarse; y esta que mostramos aquí: mar inocente del solsticio, ¡oh mar como el vino de los reyes!
Ah, aquella eterna que estaba aquí y que para siempre estará allá, honrada de la ribera y de su reverencia: conciliada y mediadora, fundadora de nuestras leyes -mar de mecenas y del mendigo, del emisario y del mercador. Y aquella, aún, de la que se sabe que asiste a nuestros tribunales, sentada entre nuestros sacerdotes y nuestros jueces que pronuncian su sentencia en dísticos. Y aquella aún a la que interrogan los que establecen las ligas marítimas, los grandes confederadores de pueblos pacíficos y los conductores de jóvenes hacia sus esposas de otras playas.
La misma a la que ven entre sueños los presos por deudas en las fronteras; y los escultores de insignias en los límites imperiales; los depositarios de mercancía a las puertas del desierto y los proveedores de numerario en moneda de concha; el regicida fugitivo en las arenas y el solicitado de extradición al que se conduce sobre los caminos de nieve; y los guardianes de esclavos en las minas, apoyados en sus dogos; y los guardadores de cabras envueltos en sus andrajos de cuero; y el boyero que transporta sal sobre sus bestias guiadas; y aquellos que se van a los sembradíos de bellotas entre las encinas proféticas; y los que viven en los bosques para trabajos de maderería; y los buscadores de madera acodillada para las construcciones de estraves; los grandes ciegos en nuestros puertos cuando llega la época de las hojas muertas; y los alfareros en los corredores que peinan las olas en bucles negros sobre la arcilla de los vasos; los ensambladores de velos para los templos y los sastres de telas marítimas bajo las murallas de las ciudades; y también vosotros, detrás de vuestras puertas de bronce, comentadores nocturnos de los más antiguos textos de este mundo; y el analista bajo su lámpara prestando oído a rumores lejanos de pueblos y de sus lenguas inmortales, como el ladrador de muertos al borde de las fosas funerarias, los viajeros en país alto afianzados en cartas oficiales; aquellos que caminan en hilera entre la multitud de los espigadores; y los que van por los bosques embaldosados de piedra por el rey demente; y los que llevan la perla roja en la noche, errantes, con octubre sobre los grandes caminos que retumban de la historia de las armas; los capitanes cautivos entre la multitud del triunfo; los magistrados electos durante las noches de motín en la frontera; y los tribunos alzados sobre las grandes plazas meridianas; la amante en el torso del amante como en el altar de los náufragos; y el héroe al que encadena desde lejos el lecho de la Maga; y el extranjero entre nuestras rosas al que adormece un ruido de mar en el jardín de abejas de la hospedera y, a mediodía, brisa liviana, cuando el filósofo dormita junto a su vasija de greda y el juez ante su cornisa de piedra con figura de proa y los pontífices sobre su asiento en forma de nave.

¡Oh promesa indecible! ¡Hacia ti la fiebre y el tormento!
Los pueblos sacuden su cadena a tu solo nombre de mar; las bestias tiran de la soga a tu solo sabor de hierbas y plantas amargas; y el hombre, tocado por la muerte, todavía indaga desde su lecho acerca del crecimiento de la marejada; el caballero perdido en la campiña se vuelve sobre su montura inquiriendo por tu albergue y en el cielo también se congregan a tu paso las nubes, hijas y tu tálamo.
Id y romped los sellos de la piedra cerrada de los manantiales; allá donde las fuentes meditan la elección de su camino hacia la mar. ¡Qué se rompa la ligadura, el asiento y el eje! Demasiadas rocas se detienen; demasiados árboles enormes se traban, ebrios de gravitación, inmóviles todavía, hacia tu oriente de mar, como bestias a las que se arrastra.
¡O que la llama misma, descendiendo en una explosión creciente de frutos de madera, de conchas y de cortezas, conduzca con su látigo de llama la manada loca de los vivientes! Hasta tu lugar de asilo, oh mar, a tus altares de bronce sin escalón ni balaustrada; encerrando en el mismo círculo al dueño y a la servidora; al rico y al indigente, al príncipe y a todos sus convidados, con las hijas del intendente y con toda la fauna familiar o sagrada: la cabeza cercenada del jabalí, el pelaje, el cuerno y el casco del garañón salvaje, y la corza de ramazón de oro.
(Y que nadie intente cargar el penate ni los lares; ni al abuelo ciego, fundador del linaje. Detrás de nosotros no está la esposa de sal, sino delante de nosotros el exceso y la lujuria. Y el hombre perseguido, de piedra en piedra, hasta el último aguijón del esquisto o del basalto, se asoma sobre la mar antigua y ve, en un resplandor de siglos pizarrosos, la inmensa vulva convulsiva de mil crestas brillantes como la entraña divina un instante puesta al desnudo.)

Hacia ti, esposa universal, en el seno de la congregación de las aguas; hacia ti, esposa licenciosa en la abundancia de sus fuentes y el alto flujo de su madurez. Toda la tierra, resplandeciente, desciende por las gargantas del amor; toda la tierra antigua, tu respuesta infinitamente dada y modulada desde tan lejos y tan lentamente. Y nosotros mismos con ella, el gran refuerzo del pueblo y la holladura de la multitud, vestidos de fiesta y túnicas ligeras, como la recitación final de la estrofa y el épodo. Y con este mismo paso de danza, oh multitud, la mar potente y grande, la mar ebria, conduce a la tierra dócil, a la tierra ebria.
¡Favor, oh afluencia! Y el navegante bajo las velas, que sufre a las entrada de los estrechos y se aproxima una vez y otra a uno y a otro litoral, ve sobre las riberas alternadas a los hombres y a las mujeres de dos estirpes, con sus bestias salpicadas, semejantes a rehenes en el límite de la tierra -o bien los pastores que avanzan a grandes pasos, sobre los declives, a manera de actores antiguos, agitando sus báculos. Y sobre la mar próxima se ven los grandes aserraderos de labor que sirven para el trasegamiento de las aguas; pero más allá se abre la mar extranjera a la salida de los estrechos, que ya no es la mar del que trabaja a destajo, sino umbral mayor del más grande orbe y umbral insigne de las más grande edad, donde se dice adiós al piloto. Y es como la obertura de un mundo en entredicho, sobre la otra cara de nuestros sueños. ¡Ah, es como el paso desmedido del sueño y el sueño mismo al que ninguno se atreve!

Y es aquella a la que decimos nuestra edad de hombres. Y es aquella a quien va nuestra alabanza.
Es como la piedra de la consagración fuera de sus envolturas; es del color de la espada que reposa sobre su macizo de sedería blanca.
En su pureza lustral reinan las líneas fuertes de su gracia; toma reflejos del cielo movible que se orienta a imagen suya.
Es mar federal y mar de alianza, en la confluencia de todas las mares y de todos los nacimientos.
Es mar de mar, ebria de mar y de la más grande risa; y viene a los labios del más ebrio, sobre sus grandes libros abiertos como la piedra de los templos.
Mar innumerable en su números y el múltiplo de sus números; mar infatigable en sus nombres y en el cómputo de sus imperios.
Crece sin cifras ni figuras y viene a los labios del más ebrio, como esa enumeración oral que se menciona en las ceremonias secretas.
Mar magnánima del desvío y mar del más grande lapso donde se festejan los reinos despoblados y las provincias sin censo.
Errante sin retorno y mar de ciega migración, conduciendo sobre sus grandes caminos desiertos y sobre sus pistas temporarias, entre sus grandes decoraciones de hierbas pintadas,
conduciendo la multitud de su pueblo y las hordas que le rinden tributo, hacia la fusión remota de una sola y misma raza.
¿Estás presente ante mí -grita el grito del más ebrio- o en la supervivencia del presagio? Esres tú, presencia, y quien nos sueña.
¡Nosotros te citamos: sé allá! Pero tú, tú nos has hecho este otro signo al que no se elude; nos has gritado todas estas cosas sin medida.
Y nuestro corazón está contigo, entre la espuma profética y la numeración lejana y el espíritu se prohíbe el lugar de tus ímpetus.
Nosotros te decimos esposa semiterrestre, periódica como la mujer y, según las emociones, como la gloria.
Pero tú te vas y nos ignoras; te vas rodando tu espesor de idioma sobre la tristeza de nuestras glorias y la celebridad de los parajes sumergidos.
¿Es preciso gritar? ¿Es preciso rezar? Tú te vas, tú te vas, inmensa y vana, y te pavoneas en el umbral de otra inmensidad.

Y ahora nosotros hemos dicho tus actos; y ahora te espiaremos y nos prevaldremos de ti en nuestros asuntos humanos.
Escucha y nos oirás; escucha y nos asistirás.
Oh tú, que pecas infinitamente contra la muerte y la declaración de las cosas;
oh tú, que cantas infinitamente la arrogancia de las puertas, gritando tú misma a otras puertas,
y tú que merodeas entre los grandes como un fragor sin fin del alma sin guarida.
Tú, en las profundidades abismáticas de la desdicha, tan pronto a semejarte a los grandes hierros del amor;
tú, en el ensayo de tus grandes máscaras de alegría,
tan pronto a cubrirte de ulceraciones profundas.
Sé con nosotros en la debilidad y en la fuerza y en la extrañeza de vivir, más alta que el gozo.
Sé con nosotros, tú, el de la última noche. Porque nos avergonzamos de nuestras obras y tú nos dispensarás también de la vergüenza.
Vigila. ¡Y a la hora del descorazonamiento y bajo nuestros velos desfallecientes,
asístenos aún con tu gran calma y tu fuerza y tu hálito, oh mar natal del más grande orden!
¡Y la sobreabundancia viene a nosotros en sueños a tu solo nombre de mar!

Nosotros te invocamos, por fin, a ti misma, fuera de la estrofa del poeta.
Que no haya para nosotros, entre la multitud
y tú, el resplandor insostenible del lenguaje:
Ah, teníamos palabras para ti y no teníamos
palabras suficientes;
y he aquí que el amor nos confunde con el
objeto mismo de estas palabras;
y las palabras ya no son más, a nuestros ojos,
ni signos ni apariencias, sino la cosa misma que
figura y la cosa misma que aparentan.
O mejor, al recitarte a ti misma el relato, he aquí que nosotros
nos convertimos en ti misma;
el relato y tú misma somos nosotros, tú que nos eras la inconciliable: el texto mismo y su sustancia y su movieinto de mar
y la gran túnica prosódica de la que nos revestimos.
En ti, movible, nos movemos; en ti, viviente, callamos, y te vivimos, al fin, mar de la Alianza.
Oh mar instancia luminosa y mar sustancia gloriosísima, te aclamamos, por fin, en tu resplandor de mar y en tu esencia propia:
sobre todas las bahías golpeadas de ramas centelleantes, sobre todas las riberas azotadas por las cadenas del Bárbaro,
ah, sobre todas las radas desgarradas del águila meridional y sobre todas las plazas de piedras redondas abiertas delante de ti como delante de la ciudadela en armas,
nosotras te aclamamos, relato. Y la multitud está en pie con el recitante y la mar a todas las puertas, resplandeciente y coronada del oro de la noche.
Y he aquí que un gran viento descendió durante la noche para encontrar la noche marina. Y la multitud está en marcha fuera de la arena y revolotean todas las hojas amarillas de la tierra,
y toda la ciudad se ha puesto en marcha hacia la mar, llevando de la mano a las bestias, enjaezadas de orfebrería de cobre; los figurantes con sus cuernos envainados en oro y todas las mujeres enfebrecidas. Y la estrella que se enciende, junto con los primeros fuegos de la ciudad en las calles. Y todas las cosas marchando y la noche de altamar y las humaredas de alianza sobre las aguas,
en la promiscuidad divina y la depravación del hombre entre los dioses…

Sobre la ciudad desierta, más allá de las dunas, una hoja errante en el oro de la noche, busca todavía la frente del hombre. El dios extranjero está en la ciudad, y el poeta, que regresa solo con las hijas morosas de la gloria:
¡Mar de Baal, mar de Mammom; mar de toda edad y de todo nombre!
¡Mar uterina en nuestros sueños y mar
frecuentada del sueño verdadero!
Herida abierta a nuestro flanco y coro antiguo a nuestras puertas.
¡Oh tú la ofensa y tú el resplandor! Toda la demencia y toda la facilidad.
Y tú el amor y tú el odio, la inexorable y la exorable,
oh tú, que sabes y que ignoras; oh tú, que dices y que callas;
tú, instruida en todas las cosas y guardadora del secreto en todas las cosas;
y en todas las cosas todavía levantándote contra el sabor punzante de las lágrimas;
nodriza y madre -no madrastra-, amante y madre de la segundona;
oh consanguínea y remota; oh, tú, el incesto y la hermana mayor, y tú, la inmensa compasión de todas las cosas perecederas,
mar nunca repudiable, oh mar, en fin, inseparable, astil de la
balanza del honor; ¡molusco amoroso! ¡Oh mar plenaria, conciliada!
¿Eres tú, nómada, quien ha de transportarnos esta noche hasta las riberas de la realidad?

 

 

 

 

 

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