El poeta argentino Carlos Aldazábal (1974) publicó recientemente, bajo el sello de Algaida Literaria, el poemario Mauritania es un país con nieve. Este libro fue distinguido con el Kutxa Ciudad de Irun. En una entrevista reciente, Aldazábal habló sobre esta serie: “Es un libro de poemas de amor, que de algún modo son también poemas políticos, porque como sabemos lo personal es político”.
“Qué oscuros son los recuerdos
cuando se mezclan con vino”, dijiste.
“Las coplas se vuelven penas
y el recordar puro olvido”, contesté,
y después brindamos porque habíamos logrado
capturar la luz.
No era difícil brindar
y luego
abrir las tinajas.
Las luciérnagas llegaban de todas partes,
atraídas por el vino
y por el resplandor.
Las tinajas tenían
la forma de tu cuerpo,
y verlas iluminadas
era como verte desnuda,
probándote un manantial.
Ya no recuerdo el sabor del vino,
pero sí el gusto de tu boca:
recuerdo las tinajas
preñadas por tu luz
hasta amanecer danzando,
bailarina de Tastil en Mauritania,
con la tinaja de mi corazón en tu cabeza.
Caimán barbudo
“El malecón se arremolina en las barbas de un caimán”,
leímos en el agua,
y luego repetimos varios nombres.
“Esta es la Patria de Martí y del Che”, escuchamos,
y sin embargo
no estábamos en Cuba,
ni tampoco en Granada
comiendo chirimoyas,
ni tus pasos eran los de Waldo,
Fina,
Reina,
ni los de Georgina Herrera,
tímida y lacónica.
La Revolución llegaba a Mauritania,
y era la marcha de la historia,
resumida
en unos pasos
que taconeaban
en un salón:
la historia
con nieve
y con tsunami,
con Caribe y arena,
con tango y con tus pies.
“El tiempo respira en su demencia”, intuimos,
y las maderas crujían.
Y el tiempo
aserraba la materia
como si fuera un parásito.
Y el tiempo
confundía
la respiración
del bandoneón,
y era triste comprender
las leyes de la historia,
las leyes del tiempo
en el salón,
con sus quejidos.
Pero la Revolución
en Mauritania
ardía
con tu risa,
y en su respiración
el tiempo se extinguía:
poemas en las barbas de un caimán,
mar que alimenta
el agua de tu boca
y en mi oído murmura
la ecuación
de lo que cambia,
de lo que permanece.
“Esta ciudad es Venecia”, me dijiste,
y yo pensé que Venecia
era una máscara,
como la nieve
en Mauritania,
como el Sahara
en las estepas rusas,
como tu cabellera
en la almohada
de este cuarto,
o la respiración
de las estatuas
a la hora
del amor.
Y de todo lo que pensé,
la única
verdad
era tu máscara.
Vale decir:
en la distancia
podría reconocer
tus ojos brillando en su disfraz,
el tiempo
hundiéndose
lentamente
en los canales,
lágrimas
de un cocodrilo,
homenaje
a la discreción del verde:
agua verde,
cielo verde,
ojos verdes,
todo tornasolado por un resplandor
perdido.
Sé que dirás
que tus ojos
no son verdes,
ni tu cabellera
roja,
ni tu nombre
el nombre de una diosa
naciendo de la espuma,
ni mi soledad
el canto
desquiciado
de una época.
Pero todo lo que digas
será
en vano,
porque Venecia,
igual que Mauritania,
será un monumento
a la alegría,
esta triste alegría
de la distancia cerca,
de los viajes sin mapa
ni reloj,
sin geografía ni rumbo.
“Esta ciudad es Venecia”, volverás a decirme,
y yo pensaré que Venecia
es todo lo que nace
de la espuma:
tiempo perdido
y recobrado,
ojos que miran
en el resplandor
del verde
el baile
indescifrable
de las máscaras.
Mauritania es un país con nieve
“Vengo de la nieve”, me dijiste
en las calles del Cuzco.
“Mauritania es un país con nieve”, pensé,
y poco importó
si Mauritania
era real,
si tenía nieve,
desiertos o praderas,
porque venías de la nieve,
y no estabas en el Cuzco,
ni Mauritania era tu país,
ni yo el que caminaba
a tu lado.
No sé por qué
tu nombre
se queda
en Mauritania.
Ni siquiera
es el fuego
que derrite la nieve,
ni la isla insegura
al borde del tsunami.
Puede que sea el mar
el que una todo.
Porque la nieve es agua
dispuesta
a desplazarse,
iceberg preocupado
por mantener su forma,
pero siempre mortal
para el naufragio.
“De la nieve venimos y a la nieve vamos”,
cantaban las sirenas
en mi oído.
“Nieve serás, mas nieve enamorada”, repetían.
Y Mauritania era un oasis
en el mar,
y tu cintura de sal,
nieve en mis manos,
y tu corazón,
hoguera alumbrando la noche.
“Vengo de la tarde”,
me dijiste en Colonia.
Y yo pensé que Mauritania
era un acantilado.
Poco importaba
el atardecer,
porque en Uruguay
no éramos nosotros
ni ese faro era el faro
que ardía por los sueños,
ni esa puesta de sol
la redención del agua.
Pero Mauritania es tu país.
Sé que venís de un lugar
donde la nieve cae.
Sé de tu luz
que guía en la tormenta.
Tarde por tus ojos
con que se alumbra el mundo
para volver a vos.
He llegado a tu orilla.
Estoy de nuevo en Ítaca,
en Mauritania.