Poesia colombiana: Hugo Oquendo-Torres

Leemos una selección de poemas de Hugo Oquendo-Torres (Chigorodó, Colombia, 1982), pertenecientes al poemario Días de fuego (Secretaría de Cultura de Pereira, 2019). Es teólogo, profesor catedrático Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los libros de poesía: Catarsis de la memoria y otros silencios (Medellín, 2011), Poesia do corpo nuo (Metanoia, Rio de Janeiro, 2014), Días de fuego (Mención de honor. Premio de Poesía. Secretaría de Cultura de Pereira, 2019); y de cuento titulado: Lo secreto (Klepsidra, Pereira, 2018). 

 

 

 

 

 

     —«Ha muerto

 

Se te ha enseñado la imagen de Dios

con el pedernal en la mano,

pero no has conocido el rostro

del dios vaciado de Dios.

 

Se te ha privado sentir la tierra en los pies,

en la incertidumbre atesorar la riqueza,

desandar las arenas cansadas del día,

para que no te descubras extranjero

en los caminos del país del viento,

donde los caballos son el polvo rezagado.

 

Ahora que regresas la mirada

la selva se torna en dominio,

en milagros extintos las aves

y el número en religión.

 

¡El hombre ha muerto!

 

Su vacío, el grito.

 

Sísifo

 

El recién contratado gerente,

con el nervio contenido en dicha,

se despide. Da la espalda al jefe,

cierra la puerta con sigilo.

—Cuatro de la mañana,

el reloj despierta—.

Sísifo aún tiene sueño,

pero el destino apura.

 

Salta de la cama,

del refrigerador toma zumo

de naranja. Lava sus dientes.

Moja su pecho

con el aroma cítrico del jazmín.

Viste un traje de lana

hecho a la medida.

 

Él empujará la roca,

pronto Minos

con el látigo

despertará la ciudad

 

En la avenida espera

con las manos puestas en el volante.

Tras su espalda el oro rebasa

las montañas del oriente.

Los destellos del gris automóvil

encandilan sus ojos.

 

Con las gafas negras

se protege de la ira del fuego.

El cabello peinado lo roza la brisa.

Al aguardar el cambio de luz,

piensa. —Por fin podré tener

un apartamento

en las colinas del norte.

—En el horizonte

la cima de una era acecha.

 

La avenida despejada

es una quimera. Arranca.

Antes de llegar a la oficina

otro semáforo lo detiene.

 

El edificio del consorcio

está erigido como un frío titán.

Al lado, una grúa demuele

una antigua construcción.

—El nacimiento del hombre,

—suspira.

 

A las tres de las tarde

tendrá la cita con el jefe.

Las musas le sonreirán

al tomar el oscuro café.

 

La señal enciende en amarillo,

Sísifo hunde el acelerador.

La bola de derribo lo aplasta.

Tirado en el pavimento

espera

que pronto sea mañana.

 

 

 

 

     De la copa de un roble

 

salta un gallinazo,

en la caída

despliega las alas.

Al levantarse sobre la ciudad

libera

el peso del mundo.

 

En las alturas,

planeando entre las nubes,

da círculos

en espiral descendente,

como si con los bordes

de sus plumas

acariciara la luz.

 

Al pie de una colina,

en un vertedero,

encuentra la bandada.

 

Al tocar suelo

abre el pico salvaje,

extiende sus negras garras,

con amenaza

quita una bolsa roja.

De inmediato se eleva.

 

En pleno vuelo

el plástico se rasga,

los despojos del hombre

quedan esparcidos

en la plaza central.

 

El gallinazo

no detiene su rumbo.

 

 

 

 

 

     Luciérnagas

 

El hombre de la tierra

y la mujer de la tierra miran al cielo,

al respirar la noche

no se preguntan por el infinito

ni por la inmortalidad del alma.

 

Ambos,

si bien del tiempo lo ignoran todo,

las luciérnagas les resultan eternas,

apenas

de las estrellas les basta el titilar

 

 

 

 

 

A las familias cultivadoras de

flores en Santa Elena.

 

    El sueño de Adriana

 

 

Habita al pie de la nublada montaña,

en cuya ladera descollan los yarumos.

Mientras duerme en su cabaña,

a través de la ventana

sobre su cama posa la luz,

con la misma delicadeza

con que la pijama la cubre.

Al costado izquierdo dormita una loba negra,

a la diestra una cierva joven;

el cobertor de lana cae al piso,

debajo reposan un zorro y un conejo.

 

Al anunciarse la lluvia

en las primeras gotas,

Adriana recoge los hombros

para abrigarse en el sueño.

Una ráfaga bate las cañas,

las espigas ondean;

frente a su rostro la tempestad arrecia,

envolviendo en su vientre la cima.

Lupa bosteza,

Cerinea una vuelta se da.

 

Al escurrir el tiempo sobre el tejado,

cae granizo fugaz.

Tras de sí la quietud.

Las nubes se despejan,

relucen de nuevo las colinas,

una garza surca el horizonte,

Adriana despierta y me pide café.

 

 

 

 

 

     Del silencio que nos nace

 

Tras el ocaso humano

se escuchará la lluvia.

 

Los truenos cantarán al silencio

que no tendrá nombre,

cuando ausente sea la palabra.

 

Cuando con el dulce golpe

el agua

bendiga otra vez la tierra.

 

 

 

 

Librería

También puedes leer