Poesía venezolana: Néstor Mendoza

Presentamos una muestra del poeta Néstor Mendoza (Mariara, Venezuela, 1985). Poeta. Licenciado en Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura (Universidad de Carabobo). Ha publicado, hasta ahora, cuatro poemarios: Andamios (2012), merecedor del IV Premio Nacional Universitario de Literatura 2011; Pasajero (2015); Ojiva (2019), libro que cuenta con una edición alemana: Sprengkopf (2019), con traducción de Michael Ebmeyer; y Dípticos (2020). Finalista del I Concurso Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas 2016. Su trabajo poético figura en algunas selecciones dentro y fuera de su país natal. Le anteceden a los poemas una nota introductoria del poeta colombiano Víctor Rivera.

 

 

 

 

Hasta la desesperación requiere de un cierto orden

 

Si algo sabe el migrante que se arriesga a cruzar a pie la frontera, por carreteras nocturnas cubiertas de una niebla que hace difusos los recuerdos, si algo tiene por cierto como única pertenencia, es la realidad de su cuerpo. Aquí y ahora, cada paso, cada señal de hambre y frío, de desgaste muscular, confirman la única posesión en tierra de nadie: los ritmos corporales. En el borde de la cordillera el cuerpo minúsculo, como una mancha lenta que recorre el páramo, confirma contra todo pronóstico la urgencia de lo vital. No hay otra opción, después de la larga marcha el caminante sabe y reconoce que ha adquirido una habilidad: la constancia del paso, cierto tipo de ritmo propio. Poco a poco la carretera se abre y el agua, la luz, un plato de comida, son conquistas de la incierta navegación. Sin nada que perder ya, cada porción de calor es un milagro, cada gesto de hermandad un hallazgo que da fe de vida. Es entonces cuando el cuerpo hace presencia en lo baldío y comienza a dejar huella, marcas indelebles de su paso por la nueva región.

En medio de la desesperación encontramos entonces un poco de orden, de mirada que ausculta el terreno y ejecuta el arte de la espera, replegado el pensamiento en un mundo de formas propias, a sabiendas de que el viaje de retorno encierra monstruos, que como diría Kavafis, serán vencidos en la medida en que el pensamiento sea alto y limpia la emoción del cuerpo y el espíritu. En una cuestión de forma, no de precisiones estructurales del lenguaje, sino de contención, el ojo del viajero cubre el terreno y aunque se entregue a las aguas, ve en cada partícula de sal la forma de su propia muerte. Ver los detalles es ser testigo del último resquicio de vida, otra forma de creer en su prolongación.

Para tener una prueba de la respiración del mundo, Néstor Mendoza elabora una poesía visual que recuerda a Watanabe, un lente meticuloso que sabe que nada evita el desgaste cotidiano de lo que se ama, y que por lo mismo urge dar constancia de la experiencia. Hechos que no evitan el hechizo quevediano, sino que a fuerza de ser examinados permiten el hallazgo de lo nunca visto:

Mi hogar es infinito y debe haber

alguien que haya inventado

el tamaño de las piedras

y el color de los animales.

 

Solo me limitaré a reconocer

un dios para cada cosa que vea.

A temerle a la noche.

A nombrar cada descubrimiento.

 

Versos descriptivos de mago que opta por la objetiva distancia e intuye el futuro: lo que se derrumba toma forma de pájaro sacrificado, de ofrenda vegetal antes del último hálito. Pero para esto, evita lanzarse al rescate de lo que cae o derribar el muro que no permite la completa proximidad, al contrario, el poeta prefiere guardar la lejanía que le permite ver el ciclo completo de la muerte y el nacimiento. Prefiere, a pesar de que todo clama por la cruda verdad, sostener un velo entre los cuerpos, un manto de interrogación que favorece el diálogo del gesto, del cuerpo imaginado:

Sostengo a diario el peso del cuerpo,

no permito que un hilo suelto invite a la

desnudez.

 

En otro lugar Mendoza escribe:

Qué hay de este lado de los gestos sin

sonido, pregunto, qué hay detrás. Y nadie

responde. Todo llega por retazos.

 

Mi certidumbre es saber

que no me hace falta el ruido

si conozco la textura de tus gestos.

 

También en este sentido escribe lo siguiente:

Este muro señala

un espacio neutral

donde cada quien puede

desnudarse:

para verte

no necesito echarlo abajo,

moverlo o imaginarlo en otro patio.

 

Como vemos, el viaje requiere la máxima tensión de un arco que se templa sólo para aguzar la mira. Sólo de esta manera es posible captar cada pliegue de los relieves, así como el envés de la superficie donde comienza la región imaginada. Ojos de vigía para comprobar la realidad hasta el deleite y la sospecha. Una y otra vez, Néstor Mendoza observa la diversa caravana de lo humano. Le cuesta creer que la vida sea este campo de nefastas maravillas que desaparecen en cadena por los huecos del instante:

Es difícil mirar el paisaje,

ver el sudor que se desliza;

por eso miro varias veces los objetos:

no confío en la flaqueza del instante.

 

Me guía el interés de atrapar lo observado,

convertirlo en un pliegue muscular,

de manera que pueda ejercitarlo con hierros

para que sea fuerte, un bíceps bien formado.

 

Bajo ese rasgo formal y visual, la poesía de Néstor Mendoza halla las variantes de la vida en medio de la precariedad. Su voz recorre los espacios de personajes anónimos que aguardan en la sombra la sencilla epifanía del instante, una taza de café, una mesa servida al abrigo de un cuarto de paso que representa la casa interior, la herencia de un lugar del cual se han extraviado las llaves pero que persiste como la única estancia plausible: la memoria. Junto con las escenas y personajes descritos en sus poemas, Néstor Mendoza encarna la premisa de Blanca Varela: “hay que saber perder con orden”. Hay que saber invertir el destino y poner a jugar a favor la adversidad: “hemos aprendido a perder conservando una postura sólida y creemos en la eficacia de una desesperación permanente”, “repetimos: desesperación, asunción del fracaso y fe.”

Fe de vida, obstinación que indaga en el gusano que consume desde adentro la fruta y que prepara el terreno para un nuevo brote. Fe de vida en ese lapso eterno de tiempo que representa la caída de un cuerpo por un precipicio transparente:

Su oficio es estar allí,

alta y confiada,

dejarse perforar por algún pico,

ablandarse antes de caer.

 

Aun así, antes del impacto, el ojo se dispone a contemplar la distancia y el prodigio del abismo. “Hasta la desesperación requiere de un cierto orden”. Sólo así el alumbramiento, la visión que persiste en medio de la precariedad, aquel que se permite un instante de asombro entre los vejámenes. Al borde de las horas consumidas hay un eco de lo sagrado y la caída inevitable. Sin embargo, aunque encontremos un ángel hecho pedazos sobre la mesa, aunque sea una sombra del suelo, sus alas rotas aún hablan de la altura, de aquella dualidad encerrada en todo puente que nos recuerda la escala de Jacob. Allí está, entre el animal y el ángel, el devenir humano de la eterna lucha. Basta con mirar, con entrar boca arriba al juego y abrir a ciegas la puerta. De nada sirve resistirse ni señalar al enemigo, que entren, que pasen todos a esta unión de lo aéreo y lo terrestre:

(La contradicción de ser aire

y tierra se expande otra vez)

 

Has heredado dos milagros

y aún permanece la indecisión.

 

Nunca sobrarán prodigios

para la inocencia.

 

De esta manera Néstor Mendoza entra en los acontecimientos, sin ruido, muy a fondo de la realidad pero permitiéndose el espacio de su mundo interior. Sutil y agudo, recorre las calles de la ciudad latinoamericana. Lo vemos en esos buses congestionados, indagando almas de pasajeros que llevan aún en sus manos, en sus ojos, la vela que no apaga ni la calle más peligrosa de Bogotá o Valencia. Más allá de la rudeza, el poeta encuentra la bondad de los simples actores de lo cotidiano, en un ejercicio que recuerda los versos de Neruda: “extraje el bien como un metal, cavando más allá de los ojos que mordían”:

Gente buena me mira, en el bus, y escarbo

su costado amable, muy adentro.

La mirada serena cuesta mucho.

Repito una oración incompleta,

que me sirva de ángel, que salve el trayecto.

 

Pero nada hay que temer si nada se espera en demasía. Con Blanca Varela, Mendoza yace boca arriba esperando el juicio fecundo del rayo, de la tempestad, aunque esto implique el incendio. Nada hay que temer si en la mesa se sirve el pan de la poesía:

Debes comer, no dejar sobras.

Imagina que el pez nadó hasta tu plato

olvidando su hogar debajo de las olas.

Imagina que se deshizo del sol,

de las algas,

que ya no va a desovar.

Alimenta tu carne con nueva carne.

 

Precariedad y gozo en dosis que se sirven bajo el solaz de un refugio. Allí la constancia de lo mínimo, del bocado que se mastica como una ración de sol a la intemperie. En el ángulo familiar de la cocina crece el acontecimiento poético: donde estuvo la hornilla y la taza de café, ahora reposan utensilios de piedra, la yesca y el fuego, las sombras jugando con el pigmento de los bisontes pintados en la pared. Fe de vida que se mueve desde el primer gesto de supervivencia hasta la muerte que se mira en el salón de espejos como la serpiente que muerde su propia cola en un acto circular que diluye la consabida tragedia. Estamos así ante las formas, ante los fenómenos y sus gestos como dentro de un inmenso y voluptuoso paisaje urbano. Todo es posible, aún a pesar del hastío. Aún la carroña, como en Baudelaire, hace amar al ser que aún palpita a nuestro lado:

El animal estaba dormido o muerto en el suelo:

acerqué la varilla y hurgué en la suavidad interna.

Quiero comprobar si aún la vida puede manifestarse

con espasmos y secreciones,

o sólo es quietud, inmovilidad y silencio.

Está en el piso, mitad cemento mitad arbusto,

y los insectos rodean su calma, pinchan la carne.

 

Víctor Rivera

 

 

 

 

 

 

PRIMITIVO

 

Habito una cueva que abre la boca

todos los días para albergar mi carne.

Afuera, existe un hogar más espacioso,

poblado de criaturas con dientes

y cuellos interminables,

escasos árboles y mucha sed.

Todos ellos me hacen sentir

un pedazo excesivo del paisaje.

 

En ocasiones, mis ideas van más allá

de la sobrevivencia y el instinto.

Más allá del acostumbrado acto

de cazar, degollar y deshuesar,

de recoger agua en esta vasija

que inventé hace cuatro soles.

 

Mi hogar es infinito y debe haber

alguien que haya inventado

el tamaño de las piedras

y el color de los animales.

 

Solo me limitaré a reconocer

un dios para cada cosa que vea.

A temerle a la noche.

A nombrar cada descubrimiento.

 

 

 

ANDAMIOS

 

Los andamios elevan y sujetan.

Tu vida depende de su eficacia,

de que conserven la solidez

del equilibrio de los cables.

 

Te entregas al oficio de sostener

el cuerpo de quien trabaja en la altura.

 

Advierto tu silueta que se muestra

en el andamio.

Y la mano que se ajusta a la vida

y depende solo de las tablas firmes

que impiden la caída.

 

Eres el equilibrista;

quien limpia las ventanas, quien pinta,

quien coloca los ladrillos.

Crees ser el dueño de la elevación

y de la brisa de las palomas.

 

Dios es pura altura, dices, y dejas de temerle.

 

 

 

FRAGILIDAD

  

En momentos de ocio

tocas tu espalda. Es tan débil

la columna, esa culebra vertical

que permanece quieta

siempre, anudando tu cabeza

a la pelvis.

 

A veces sueñas que alguien

te da un golpe allí,

un golpe seco y preciso,

y mueres

sin darte cuenta.

 

A veces una mujer la recorre

con sus dedos

y simula que camina

a través de ellos.

 

Revisas las uñas, te sorprende

la media luna que brota desde la raíz;

las venas que trasladan sangre

sin descanso.

 

Qué fácil se le hace al cuerpo

trabajar en silencio, sostener

todos los órganos.

 

El cuerpo está hecho

para no durar,

para tocar y ser tocado.

 

 

(de Andamios, 2012)

 

 

 

PASAJERO

 

El abrazo de los pasajeros

en este espacio limitado;

el abrazo accidental que nadie pide,

que llega como ofrenda.

 

Cuerpos extraños se acercan,

brazos que sujetan el acero,

hombres con sus viandas cruzadas en el pecho.

 

Hay un poco de inocencia

en estos perfiles:

algunos cierran los ojos

en un sueño momentáneo,

se dejan detallar, auscultar.

Sin que lo noten, prestan una mueca íntima,

un gesto breve.

Admiro a las personas que duermen

en el autobús, ofrendan el sueño y no lo saben.

 

El pasajero anciano y el pasajero joven

se encuentran en el mismo asiento,

comparten la misma ruta y no lo saben.

Se dejan llevar a otra avenida, para extraviarse,

mudar de una vez el trayecto establecido.

 

La mujer que anticipa su parada

se desplaza entre tantos,

rozan su cuerpo y nada dice.

 

El riesgo me ha hecho que mire a la cara,

ver qué hay en los ojos y así

anticipar la maldad dormida.

Gente buena me mira, en el bus, y escarbo

su costado amable, muy adentro.

La mirada serena cuesta mucho.

Repito una oración incompleta,

que me sirva de ángel, que salve el trayecto.

 

El semáforo es una buena excusa

para pensar en los trámites del día.

Es suficiente la transición

sin pausas del rojo al verde,

es mi casa la brevedad del amarillo,

los tres segundos

que unen ambos colores.

 

 

 

DÓCIL

 

Tus proporciones se mantienen fijas

y sobresalen,

como una manera de decir

que aún la belleza de las formas

merece las caricias del amante.

 

No deberías estar quieta en esa tabla.

Incluso debajo de la piel amoratada

se logra ver un cuerpo bello.

 

Una cantidad indeterminada

de puños se ensañó contigo.

Quebró la longitud blanca del hueso,

en partes que no pueden armarse de nuevo,

o que yo, particularmente, no sé armar.

 

Pero todo ya pasó; no temas,

tu presencia se ha vuelto dócil.

Lograron apaciguar tus quejas

con el batazo rotundo en la frente.

 

El primer golpe vino desde atrás.

 

No te diste cuenta de la succión

y del desorden de manos,

de lo que se alojaba adentro

(las caricias que nunca se pidieron

y aquella viscosidad repulsiva).

 

La mesa metálica, plancha fría,

para extender tu figura.

Todo debe permanecer ordenado:

las manos no desparramadas

o colgando su inmovilidad.

Hasta la desesperación requiere

de un cierto orden,

incluso tu cuerpo

que ya no sabe cómo respirar.

 

La horizontalidad toma espacio,

y ahora solo eres superficie.

Busco un culpable:

no hallo al criminal.

Hay cuerpo sin sombra movible,

pero no mano que golpea y extrae la vida.

 

Tu organismo debería estar de pie.

Se supone que el cuerpo horizontal

solo es digno en el amor.

 

 

 

PRISIONERO

 

Hay sólidos remaches y grilletes que me atan

a la cárcel de intemperie; candados que saltan

en todo mi organismo, cerrojos que rebotan

y nadie los detiene. ¿Los zamuros me rondan?

 

Estos pesados hierros de origen superior,

sujetos a mis pies que conocen del horror

y de las injusticias de aquel Dios sin valor,

¿Cuándo, Hermes, dejarán de socavarme el honor?

 

Arrojé fuego divino a los hombres de un día

y en sus cabezas emanó luz, sol y armonía.

No merezco los clavos ni la vil tiranía,

solo espero paciente la libertad tardía.

 

Olvidé posesiones: dejé atrás mi linaje,

mi escudo y mi blasón. La humildad del equipaje

es síntoma de entrega y no de ausencia o ultraje.

No le temo a la lluvia: ya se aclara el paisaje.

 

Aquel gran Dios desdeña a los hambrientos mortales.

Los maltrata y ofende con severos metales,

es un tirano altivo, rabioso y sin modales.

¿Quién será capaz de paralizar sus raudales?

 

Eres Dios enemigo de seres y criaturas

libres y soberanas; deseas y torturas

y no te importan sus vestidos y sus coronas.

Toda misericordia germina en ti a deshoras.

 

 

(de Pasajero, 2015)

 

 

XX

 

¿Y si todo era una maniobra o un ensayo,

incluso un error? ¿Y si la ojiva llegó

equivocadamente, una estación antes

de lo previsto, hasta nuestros huesos?

Allí viene el huevo, el ovoide, la ojiva.

Allí viene con su forma líquida o sólida.

Su punta no permite sospecha

entre los paseantes; por eso miran

compasivamente el descenso, casi

amorosamente, la caída y el quebranto.

La mujer ve la caída, en su silla, que

se dobla; está sentada y en su silla

despacha cigarros y ofrece llamadas,

comunicación, contacto de oreja con

oreja en ese aparato mil veces usado

y amarrado con hilo o nailon o cuerda

para que la voz no se vaya, sea robada.

La mujer sentada, preferiblemente joven

y morena, delgada; así debe ser, delgada,

cabello lacio, camisa pegada, ajustada

debe tenerla así, como su pantalón,

no propiamente jean sino tela flexible,

pegado, leggins que delinee piernas

y que enseñe la flacura, con estampados

o simplemente oscuro; y arriba, el pelo

o cabello, recogido, con peineta,

con moñera. Qué hermosa su pobreza.

 

 

 

XVII

 

Más cal para los muertos; una pala más de cal,

de su blancura que detiene el avance de los

olores, que disimula la peste con polvo blanco,

momentáneamente, pero no impide que surja

el coro de larvas y de las alas que transforman

lo que alguna vez fue un bello organismo.

Los cuerpos estaban quietos y en fila india,

en filas numeradas, con brazos marcados,

por orden de llegada o por orden del caos

o por quien sea capaz de decir quién va en

la punta o quién va en la cola, de último.

Casi daba lo mismo quedarse en casa, cómodos,

o en algún vagón o vagando y quizá calmando

el hambre, domándola, amaestrándola en la

búsqueda de la saciedad; ojalá llegue la ojiva

y calme, y acabe, a lo mejor, esta hambre.

El hambre también era una bola y rodaba.

El hombre también busca cómo irse

y solo encuentra una opción en la caída.

El hombre decide, no le queda otra opción,

que buscar consuelo desde un alto piso.

No quisiera que cayeras desde arriba, solo,

sin nuestras manos sujetas a las tuyas

para persuadirte de que tu caída irreparable

no debe ser como la de la ojiva; no caigas,

amigo mío, no caigas, que la vida también

puede vivirse luego de este daño heredado.

Tan casando estamos, tan aferrados a esta

quietud de cosa próxima a la despedida.

El cuello duele, alguna parte debe estar

dormida, medio muerta, desanimada, ansiosa,

sudorosa, confundida, con ganas de ver otras

maneras de sentir la aparición o la desaparición.

  

(de Ojiva, 2019)

 

 

FE DE VIDA

 

 a Víctor Manuel Pinto

 

I

Egeo

 

Más allá de mis pies en el acantilado,  en algún momento, quizás ahora mismo o dentro de dos meses, debería aparecer la vela blanca que anuncie el desembarco.

Soy viejo y mi única victoria será su retorno.

Voy cada noche al precipicio, dejo mis sandalias a un lado, lo suficientemente cerca para no extraviarlas, para no perder mis pasos en la oscuridad: no hay distinción entre mi espalda encorvada y la inmensidad marina.

No olvides, Teseo, el significado de las telas: el negro aniquilará mis esperanzas y el blanco ondeante será tu fe de vida.

 

 

II

Teseo

 

Recorrí los pasillos repetidos. Con una mano sostuve el hilo, y con la otra, los muros, antes de llegar a la espalda del Minotauro.

Por fin verás el orgullo en las manchas de mis manos. En los viajes y en los enemigos caídos. En las mujeres deseadas y olvidadas en indeterminados puertos.

Cumplí un itinerario para saldar una deuda. Ahora ya lo ves, padre, al fin soy un hombre: he amado y asesinado. Varias semanas de navegación me separan de tu abrazo.

El cielo, después de la huida del sol, tiene el mismo color que estas aguas, una gran mancha oscura que no se termina. Pero es perfecta en su uniformidad, no permite diferenciaciones.

¿Qué habrá detrás de cada capa negra, de su interminable monotonía de olas y pensamientos ambiguos en las cabezas de los tripulantes?

 

(de Dípticos, 2020)

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