¿Quién es ese señor llamado David Lynch?

El narrador mexicano David G. Marín escribe un ensayo con destellos de autonarración para pensar la obra del cineasta norteamericano David Lynch. Marín fue elegido por la Fundación para las Letras Mexicanas para participar el el curso de creación literaria que se realiza en Xalapa, Veracruz. David G. Marín  estudia actualmente la Maestría en Literatura Mexicana.

 

 

 

 

 

 

Volví a soñar que Laura Palmer me sacaba a bailar o ¿Quién ese ese señor llamado David Lynch?

 

Dedicado a La Agente Scully (Coli), miembro fundador de El CineClub

 

1

A lo largo de mi existencia siempre había encontrado los espacios necesarios para encerrarme en alguna habitación, prender la televisión, prender el DVD (en su momento también prendí el BETA, aunque gocé una relación más íntima con el VHS), ver una película y pasar un buen rato. Un buen rato el cual busco que vaya un poco más allá del gran placer que en la década de los 90 me brindó el cine de acción hollywoodense: toda aquella escuela pródiga en testosterona y chistes todavía bañados con la paranoia de la Guerra Fría de los Jean-Claude Van Damme, Sylvester Stallone, Bruce Willis, Steven Seagal, Arnold Schwarzenegger, Chuck Norris y quizá, como una suerte de extensión colonial, las piruetas histéricas de Jet Lee. Es decir, cine de acción. Cine de acción no inclusivo sino hiperbólicamente patriotero. Esa clase de cine que me invita a imaginar una escena donde el Tío Sam súbitamente salta de su butaca, saluda orgulloso a la bandera y agachando un poco la cabeza vemos cómo se enjuga las lágrimas que brillan en el borde de sus párpados…

Un cine que marcó por supuesto mi infancia. Un cine que está inscrito en mi inconsciente. Un cine que en ocasiones siento que me brinda un gran material bibliográfico para soltar “buenos” chistes. Esa clase de chistes que el nuevo trasplante de estómago ned-flanderista del Tío Facebook no asimila. De igual modo, esa bella conjunción de Rambo corriendo en la selva húmeda de Vietnam con un cuchillo entre los dientes y John Connor maltratando los acueductos de Los Ángeles con su moto, me brindó un abanico temático que me ha permitido estrechar lazos con varias personas, así como me ha permitido establecer distancia con otros. Algo que los psicólogos de twitter podrían tildar como filtro: la necesidad cuasi histérica de estar ininterrumpidamente en proceso de desintoxicación social.

Pero también es un cine que paulatinamente se difuminó y pasó a segundo término cuando ingresé al templo maloliente de la pubertad. Mi psique, otrora lampiña, pronto se llenó de nuevos y ensortijados pelos negros donde una predecible voz llena de gallos comenzó a exigir su dosis de “cine de autor”. Es decir: cine intelectual; cine europeo; cine “depresivo”; cine en blanco y negro; cine donde las mujeres guapas lloran pero al mismo tiempo son capaces de disparar e incendiar casas; cine obsesionado con la pobreza; cine de bajo presupuesto; cine de bajo presupuesto deliberado; cine obsesionado con el onanismo freudiano; cine obsesionado con cualquier teoría psicoanalítica; cine onírico; cine escatológico; cine weirdo; cine documental, cine japonés, cine iraní, cine noeuropeo, cine inclasificable, así como otra clase de bellas acepciones que hicieron que la pupila de mis ojos se dilatara y enrojeciera de la emoción.

Por eso cuando inició la pandemia me dije que era una gran oportunidad para que me brindara a mí mismo un “buen rato trascendental”. Un buen rato cinematográfico que fuese más allá de la mítica patada gimnástica de Van Damme. (Es necesario abrir aquí un paréntesis: cuando hablo aquí tanto del señor Van Damm como del Señor Stallone no lo hago de esa manera en que un Doctor en Filosofía mira con repudio a un todavía no licenciado cuando le dice “profe” en vez de un venerable DOCTOR al mismo Doctor en Filosofía, sino que cuando hablo de los VanDamme/Stallone, lo hago de ese modo en que un perro mira un trompo de carne, o lo hago de ese modo en que un niño de doce años mira la ropa interior de su vecina). Es decir: me dije seriamente frente a un espejo imaginario, que debía aprovechar la nueva temporalidad rivotrilezca que la sopa de Wuhan había esparcido por la atmósfera mundial, para acostarme en la cama e inyectarme una buena dosis de cine “de autor”.   

Antes de que El Coronavirus se convirtiera en una sigla arcana o en una contraseña geek de una página porno: COVID- 19 (hablo queridos lectores de mediados de abril), yo, o eso que David Foster Wallace llama: “el escribidor de carne y hueso” (la cita por supuesto está alterada con fines todavía no establecidos) se recostó en su cama (la misma que se mencionó previamente), miró con atención la pintura descascarada del techo y bosquejó la siguiente lista: ver todo Tarkovsky-Bergman-Kurosawa-Ozu-Tarr-Angelopoulos,Fellini, Lynch, Herzog, Kitano, Mike, Ki-Duk, Kubrick, Welles, Reygadas, Haneke, así como cualquier otro autor denso que algún buen samaritano gustase en recomendarme. Es decir: una lista seria/choncha. Esa clase de listas que te hacen ver como un tipo interesante en cualquier fiesta, o más bien, esa clase de listas que desesperadamente crees que te hacen ver como un tipo interesante en cierto tipo de fiestas. O mejor aún: esa clase de autores que citan los acólitos del nuevo bar de Moe Szylak cuando la mítica taberna se convierte en uno de esos bares alternativos/progre/hípster/petfriendly/gluten-free, donde Homie y sus amigos por supuesto no pueden entrar porque no están vestidos como la versión masculina de Yoko Ono.

Por supuesto al final (aquí la noción de final que manejo no es en realidad una “licencia literaria”, sino que hablo de “final” en el sentido de que una parte de la cuarentena-pandemia terminó en México cuando El Doc Gatell levantó la reja (adiós Susanadistancia) y casi todos: hablo tanto de gallos, gallinas y comadrejas, salieron disparados a la calle a tomarse una selfie más que necesaria) no terminé viendo casi nada. No terminé recostándome cual momia y mucho menos me pellizqué filosóficamente la barbilla tratando de soltar la mejor interpretación de la cuadra.

 A modo de defensa puedo argüir que vi en la “lap” la última película de Roman Polanski: J’accuse. Para mí la mejor que ha hecho en varias décadas. Un punzante drama histórico sobre un tema bastante manido y manoseado. La fotografía cetrina, aunque también medio azulada en los bordes, pero en especial el movimiento de cámara entre documental e íntimo, me robó rápidamente el corazón.

Aquello me pareció una buena señal. Todavía no terminaba marzo y ya había visto una buena película. Ya había calentado el músculo retiniano con una gran peli de autor (autor de vida personal “conflictiva”, por lo cual incluso ya había cosechado un álgido tema de conversación, tema que al mismo tiempo me permitiría hablar de Nabokov y por lo tanto dejaría entrever que además de ser un sesudo espectador también soy un sesudo catador del lenguaje), de ahí que frente al mismo espejo imaginario me dije que el 2020 lo podría recordar –además de otras cosirijillas– como el año en que había descargado en mi cerebro un terabyte de cine. Una cantidad inmensa de fotogramas que seguramente mi cerebro se convertiría en una selecta/arbitraria/inmamable colección. Un digno archivo orgánico que podría posteriormente conservarse en criogenia y ser consultado siglos después por la nueva generación de jóvenes anarquistas cansados de la última y mejorada actualización de Skynet.

Como es fácilmente previsible, nada, o casi nada de eso pasó…

 

2

Como nativo profundo de la década de los 90 pasé largas horas sentado frente a la televisión. Una Sony negra Trinitron con el cristal de la pantalla semi curvo. Un digno espejo negro de obsidiana que reflejaba mi cuerpo todavía ataviado con playeras de dinosaurios, shorts de tele ahulada (o lo que los deportistas también gustaban decir “rompevientos”) y unos new balance que me hacían sentir uno de los chicos más cool de la Unidad Habitacional de Infonavit. Me recuerdo sentado como si estuviera meditando. Sentado de esa forma en que sólo un creyente puede estar posicionado frente a un símbolo trascendental. Un momento de paradójica intimidad que al menos para mí ha sido inmortalizado en dos grandes escenas. Por un lado ese momento en que la niña de El aro se escurre/escapa por la pantalla y el otro, el cual por supuesto es mi favorito, el momento en que en Videodrome una mano ectoplásmica puja súbitamente la pantalla (una pantalla que parece hecha de piel deshollada) demostrando que dentro de esa caja no sólo hay cables y foquitos, sino que en realidad la tele es un portal maldito el cual te puede conducir a un infierno snuff.

Pero a los quince años sufrí una revelación. Año 2005. Una época donde el internet no sólo comenzaba a expandirse, sino que ya algunos (“uníos incomprendidos profetas de la paranoia”) comenzaban a sospechar su presencia como el nuevo paradigma político/social. Una distopía que ni siquiera la hora del té más metanfetamínica de nuestro amigo Orwell hubiese sospechado. Una época donde ya no pasaba tanto tiempo sentado frente a la televisión, sino sentado frente a una computadora dentro de un Café Internet: espacio húmedo y lleno de olores nauseabundos derivado principalmente por el sudor de las personas que bajaban desesperados porno de Ares. Cierro los ojos y recuerdo nítidamente la sensación grasosa del teclado. Casi como como acariciar una ninfa hecha a base de chicharrón. A los 15 chateaba por Messenger. A los 15 jugaba a ser Joanna en LatinChat. A los 15 veía videos extraños. Extrañeza mucho más próxima al “anarquismo” de la Deep Web que la superficie plana, homogénea y asequible de Facebook. A los 15 también tenía una cuenta de Myspace y LastFM. A los 15 conocí la música industrial inglesa: Throbbing Gristle y sus cientos de derivados; especialmente Coil, especialmente la voz arcana de John Balance describiendo un espacio más allá del orden racional. Pero ahí, volcado de lleno en ese maremágnum de teorías conspirativas y pornografía todavía no categorizable, apareció el nombre de David Lynch.

Trato de hacer memoria. Me presiono las sienes. Respiro profundamente… pero nada. No recuerdo exactamente quién me habló primero de David Lynch. Mi padre todo el tiempo me recomendaba el cine de Kurosawa, Fellini y Bergman. Mi padre me llevaba al videocentro Macondo, el cual recuerdo –o así quiero recordar– era atendido por una mujer elegante, delgada, demasiado pálida, recién salida de Cumbres Borrascosas. Pero en ese pequeño espacio lleno de películas de arte no recuerdo haber visto la mirada de Lynch, o más bien, no recuerdo haber visto ese “tupé” extrovertido el cual mi peluquero de cabecera niega igualmente con la cabeza cuando le enseño una foto.

He hecho un gran esfuerzo de memoria pero sigo sin recordar dónde y cómo conocí al autor de Twin Peaks. Un esfuerzo de memoria que me condujo a sacar mi petate y recostarme sobre de él e inducirme una zambullida mesmérica/hipnótica/freudiana/junguiana/no lacaniana a ese enorme estanque lleno de líquido amniótico y formaldehido el cual yo llamo memoria, y donde según yo conservo en gigantescos frascos de cristal mis mejores y más traumáticos recuerdos. Pero una vez más: nada. En el enorme frasco de cristal lleno de formaldehido con la etiqueta blanca que dice D. Lynch, no hay ningún feto esquizoide con la mirada perdida. No hay ninguna cabeza de Kyle Maclachlan o Laura Dern conservadas estilo Futurama las cuales puedan ser consultadas como un oráculo. Prima el vacío. Prima una estela de nubosidad…

Ante semejante vacío mnemotécnico, he tenido que recurrir a una chanza literaria. Es decir: un jueguito metatextual. Una pantomima diseñada por el “trastorno límite de la personalidad”. Una tabla rítmica aspergeriana. Una matatena postmoderna donde el autor muestra deliberadamente los hilos desatados y desabridos de su historia.

Por lo tanto me tomo una pastilla. Una tableta porosa. Un antipsicótico de cuadrigentésima generación. Cinco minutos después aparece el efecto: me convierto en un parásito/entidad anímica. Soy capaz de ejercer un control cuasi total sobre mi alma y desprenderme de la cárcel platónica llamada cuerpo. No poseo ningún conocimiento antediluviano. Mis ojos no son capaces de atisbar la música geométrica de las esferas. Sólo soy capaz de flotar en el espacio. Sólo soy capaz de penetrar en el cuerpo de otros y controlarlos durante un par de horas. Luego se termina el efecto de la tableta. Luego sobreviene el síndrome de abstinencia.

Por lo tanto me tomo la molestia de habitar momentáneamente el cuerpo televisivo de Chabelo. Me transmuto. Arreglo cuidadosamente mi camisa de Dragon Ball Z autografiada por Akira Toriyama. Subo ágilmente al scooter motorizado. Miro con indiferencia la pirámide de motos Ricochet con las cuales el productor y los patrocinadores me obligan a jugar todos los jueves por la tarde en que se graba el programa. Por último, sintiendo un pequeño calambre en el estómago, me dirijo al fondo del set mientras la mítica voz en off del Señor Aguilera le describe a los “amigos de provincia” la tomadura de pelo que estoy a punto de hacer. Es decir: estoy a punto de perturbar el palacio de mi memoria por medio del dispositivo de represión lúdica llamado catafixia, casi asfixia.

Es decir queridos lectores, estoy a punto de mostrarles tres recuerdos. Tres escenas igual de importantes donde creo que en una de ellas habita la piedra angular que refractará y proyectará sobre el cielo el verdadero momento en que conocí la obra del señor Lynch. Son tres opciones. Una triada palpitante. Tres dimensiones donde creo que existen grandes posibilidades de que haya sucedido el encuentro, aunque eso no significa que sean reales. El hecho de que mi memoria esté fragmentada me imposibilita a hablar dogmáticamente sobre la verdad.

Me bajo del scooter motorizado. Veo con los ojos entrecerrados la masa informe de público bien aleccionado. Me duelen las rodillas. Me duelen las articulaciones. El doctor dice que llevo demasiado años al aire. El doctor dice que los enormes focos de iluminación han dañado y resecado mi piel. El doctor dice que al trabajar tantos años bajo el foco de Televisa me ha provocado una osteoporosis temprana. Tengo un poco de ansiedad. Necesito un cigarrillo. El doctor me dice que debería tomarme unas vacaciones. “Vete a Acapulco. Aprovecha que Luis Miguel es tu gran admirador”, me dice con una sonrisa media socarrona el doctor. Pero yo sé que el jefe Azcárraga piensa todo lo contrario: “Todavía no es tu momento Javier. Los niños de México necesitan a Chabelo”, me dice el buen Emilio con una sonrisa también medio socarrona. Bajo un poco la mirada. Veo las piernas torneadas de las asistentes. ¿Hace cuánto tiempo dejaron de gustarme? ¿Hace cuánto tiempo dejé de invitarlas a mi camerino? Suspiro hacia mis adentros. Bajo por un instante la cabeza y vuelvo a sonreír. Giro el cuello y le guiño el ojo al Señor Aguilera. Me siento en la silla giratoria, tomo con fuerza el micrófono y presento una vez más la catafixia.

        

Mentira a):

Quizá lo conocí en una de mis tardes “inolvidables” en la Cinemateca Luis Buñuel. Hace 15 años sólo existían cuatro funciones: de jueves a domingo, en horario de 5:00- 7:00 PM ó 7:00-9:00 PM, con la excepción de los domingos que sólo había función vespertina. Entre semana iba a la función nocturna pero los domingos tenía que conformarme con el de la tarde. En realidad, ir al cine el domingo en aquella pequeña sala era una experiencia bastante graciosa. En aquellos domingos todavía no tan calurosos pero sí tamizados con esa pesada capa de somnolencia que recubre inmemorialmente el día favorito de El Señor, sólo éramos muy pocas personas las que se daban cita. Calculo que éramos aproximadamente diez. Seis ancianos ruidosos que todo el tiempo preguntaban casi a los gritos por qué los personajes se comportaban de esa manera inverosímil. Dos enfermeras flemáticas que seguramente habían perdido ese día la apuesta en el asilo para ver quién llevaba a la pandilla octogenaria al cine; un vagabundo/barrendero/albañil bastante melancólico y en medio de la sala, pegado al corredor, rascándose los codos y echando de vez en cuando una mirada hacia atrás para cerciorarse de que ningún cabrón estuviera a punto de clavarle en el cuello una daga china recién envenenada, una versión “dosmilera” de mí mismo.

En esa coqueta sala de cine he visto bastantes películas. En esa pequeña sala de cine vi por enésima vez Ichi The Killer. Recuerdo que había un ciclo especial de cine japonés. Antes de que iniciara la función el “coordinador” soltó una advertencia sobre el contenido explícito de la película; dijo textualmente que las personas de “estómago sensible” no la podrían aguantar. Una exageración, o quizá un comentario acorde con la época. Un espacio/tiempo antes del reinado gore de Felipillo.

En esa sala de cine recuerdo haber visto Lost highway e Inland Empire. La segunda la vi con una persona que tomó demasiado café y me obligó a salir de la sala pues sentía que no podía respirar. Tengo un recuerdo vago de haber visto El hombre elefante y Mullholland Drive. El hombre elefante nunca me ha hecho llorar. Una vez alguien me dijo que vio El hombre elefante en un camión de ADO. Alguien me dijo que tenía como vecino al hombre elefante: un sujeto melancólico que recorría las calles de madrugada para cazar ratas y recoger basura. Hace muchos años en un Mixup de Cancún le pedí casi de rodillas a una de mis tías que por favor me comprara Mullhollad Drive. Estoy enamorado de Naomi Watts. En Mullhollad Drive sale un heterónimo proto hípster de David Lynch interpretado por Justin Thoeroux. Justin vino de vacaciones a mi ciudad. Le pedí también casi de rodillas a una amiga que me ayudara a localizarlo. Le dije que quedaría “de pelos” para mi inexistente colección de curiosidades de Hollywood un autógrafo de un actor de una película de Lynch. Me miró fijamente: unos ojos donde se dio cabida al mismo tiempo la repulsión, la abominación y una mota insignificante de preocupación.

Sin embargo, en esa pequeña y coqueta sala de cine no recuerdo haber tenido la revelación. Ese momento en que el alcaloide lynchiano fue escanciado por vez primera sobre mi cerebro y mi psique comenzó a establecer vínculos más allá del blandengue “sentido común”.

 

Mentira b):

Lo vi en televisión. Sí, he dicho: televisión. Ya saben: “la caja idiota”, la “taravisión”. Esa caja no pleonámiscamente cuadrada que te hace cuadrado pero tú te sientes como un triángulo. Pero aquí hablo ya no de una televisión dominada por el espíritu de la década de los 90, sino perfumada con ese tufillo dizque apocalíptico de los 2000. Esa época en que en la frente de Jean-Claude Van Damme ya se nota claramente su pico extraño.

Mis padres no son de Puebla pero yo nací en Puebla. Ya saben: una parte más de esa gigantesca zona cero conocida como provincia. Tema manido. Tema aburrido. Herencia Colonial. Edipo Colonial. Freud Post-Colonial. Chiste barato. Complejo atemporal. El laberinto de la soledad. Pueblo bicicletero no fixie. La india María. El mil usos. Oda al tráfico. ¿La quesadilla lleva queso? “Romita”. Ad nauseam.

Según yo, no estoy seguro, a partir del 2004 ó 2005 el cerco ideológico de la televisión provinciana fue violado por el anti-cerco o no-cerco o des-cerco de la televisión defeña. Una tarde debí haber prendido la televisión y en lugar de ver la cabeza cana de Richard Gere contratando los servicios carnales de Julia Roberts, choqué de golpe con un documental sobre los jardines más memorables de Francia narrado por una voz en off flemática/moribunda. Esa clase de voz que tiene Hal 9000 cuando el astronauta David Bowman ya le ha quitado las suficientes celdas de energía, y en lugar de seguir preguntándole angustiado “¿Deiv qué chingada madre estás haciendo?”, comienza a cantar esa triste canción sobre su ex Daisy pero con una voz semi-muerta, una voz que suena más a eco y vacío. Es decir: mi yo de catorce/quince años vio un documental soporífero/rivotrilezco/lobotímico sobre jardines que debió anticipar mi relación con el cine de Charlie Reygadas. Es decir: no estaba viendo una película del Canal 7 un sábado hiperbólicamente soleado a la tres de la tarde, sino que estaba viendo un documental parisino en un sábado nublado en TV UNAM/Canal 22/Canal 11.

¿Qué clase de documentales? ¿Qué clase de mesas de análisis? ¿Qué clase de películas no he visto en esos canales? Un poco de todo y un poco de nada. Gracias a esos canales se apuntaló inexorablemente mi fascinación por la Guerra de Vietnam. Gracias a esos canales escuché por vez primera el nombre de Vladimir Nabokov. Sobra decir que digo su nombre y me pongo de pie y me quito el sombrero. Gracias a esos canales se apuntaló inexorablemente la urticaria, mareo, náusea y demás síntomas no políticamente correctos que tiendo a sufrir cuando siquiera escucho el nombre de Godard a lo lejos. Gracias a esos canales también comprendí que no existe nada más aburrido que una persona deliberadamente sensible hablando sobre fútbol.

Lo que sí recuerdo es que en uno de esos canales –conjeturo que TV UNAM– vi por vez primera Eraserhead. No me atrevería a decir que es la mejor película de Lynch –aunque sí es mi favorita. Junto a las peripecias cafeinómanas/tibetanas del Agente Cooper en Twin Peaks, es lo que más me hace reír– pero me atrevo a decir que a partir de esa película se instaura un modo particular de hacer y “comprender” el cine. Un modo distinto de estar frente a la televisión. No una metamorfosis maniquea de la “pasividad” a la “actividad”, sino una modalidad espectador/televisión donde la caja idiota se vuelve mucho más idiota al grado que no le brinda ninguna clase de respuesta clara a la persona sentada en el sillón, sino que la pantalla trastornada a partir de los alcaloides lynchianos, comienza a emitir una serie de imágenes, colores y sonidos mucho más cercano a una pesadilla “jocosa” que un relato lineal.

Hablar para mí de Eraserhead es hablar del momento en que una especie de rayo psicodélico penetró mi cerebro y derribó esa barrera decimonónica del inconsciente/consciente. No hablo por supuesto de una epifanía heideggeriana/derridiana/deleuziana (autores por los cuales siento r(e)s-peto), sino un momento mucho más “místico”. Una noción mística que concibo a partir de la comparación que establece Gershom Scholem sobre la experiencia religiosa. Scholem establece una distinción entre la experiencia del profeta y la del místico. En un plano general la primera es una experiencia traducible a términos lingüísticos y por ende sociales, la cual goza por supuesto de una dimensión política; mientras que la segunda por el contrario es una experiencia “indeterminada e inarticulada”. Una experiencia personal. Una meditación profunda que anula la rigidez del “yo”. Es decir: una experiencia intraducible. Una manifestación que no puede convertirse en un discurso, un credo, un dogma o un partido político. Un grado de opacidad constitutivo que según Scholem “convierte en fuerza propulsora para la comprensión de su mundo”.

Una reflexión que me tranquiliza. Llevo casi 15 años tratando de explicarle a los demás lo que significa el cine de Lynch para mí. Momentos en donde tiendo a sentirme bastante estúpido y pedante dependiendo las muecas que el interlocutor en turno realiza. No es que no pueda describirlo, pero cuando lo hago noto en el lenguaje un grado de imprecisión mayor. Cierta porosidad. Una vez más la rigidez. Una imprecisión que tiempo después comprendí que era precisamente el mejor modo de describir algo que sencillamente no se puede aprehender de forma unívoca. De ahí que cada vez que a Lynch le preguntan “pero ¿qué significa esto?” “¿por qué aparece eso ahí?”, realiza una pequeña mueca, una sutil torcedura en la boca.

Mentira c:

Estudié la preparatoria en el Centro Histórico. Estudié en una prepa de la universidad. Una prepa supuestamente llena de gente ñoña, aburrida y teta. Chiste local. Divertimento provinciano. En esa época vivía en el recto de la ciudad. Una lejanía geográfica tan profunda que ni siquiera el resultado de la mezcla de los dedos de Rachmaninov y las falanges más juguetonas del proctólogo más arriesgado, podrían siquiera tocar. Es decir, para ir a estudiar llevaba a cabo ese peregrinaje que tanto les fascina a los estudiantes de ciencias sociales: periferia-centro. Una oportunidad de estar no sólo lejos de casa, sino conocer a fondo la única parte de la ciudad que todavía me gusta: el Centro Histórico.

Hablo por supuesto del centro “descentrado”. Esa clase de centro donde tu chica no te pide que le tomes una foto para que la suba a Instagram. Esa clase de centro lleno de letreros oxidados del INAH. Esa clase de centro lleno de papelerías/marisquerías/farmacias/fondas/piratería/caldos de gallina/caldos de ajolote/cemitas de carnitas que parecen sacadas de la década de los 70. Comercios ruidosos atendidos por personas aún más ruidosas. Una zona del centro donde el catolicismo anquilosado se mezcla con las hierbas y los ungüentos espesos de La Santa Muerte.  Parques públicos llenos de cajas de cartón donde pernoctan los vagabundos. Esquinas pisoteadas por el tacón gastado de la prostitución. Ferreterías gigantescas. Un pelotón indiscernible de obreros y albañiles con los ojos inyectados en sangre. Miles de bares. Miles de cantinas. Miles de tugurios. Miles de congales. Miles de pasillos húmedos adornados al final con una cortina de plástico.

Sobra decir que flota en el aire una atmósfera densa, sucia, “pringosa”. Olor a frito. Olor a grasa. Olor a inmundicia. Olor a tripas de pescado. Olor a enfermedades venéreas. Olor a ratas royendo desesperadas un pañal tirado.

Un lugar de mala muerte. Sampleando a Cristina Pacheco: “Aquí nos tocó morir”.

El primer año de preparatoria tuve algunos problemas escolares. No entendía la clase de matemáticas. Los números y mi cerebro siempre se han detestado. Puedo llegar a ser una persona bastante estúpida. También me saltaba varias clases. No asistía principalmente a la clase de Química los viernes de 6:00 a 8:00 PM. Una hora horrible para estudiar. Todos se están durmiendo y ya se quieren largar. Más allá de que me la “saltaba” era una clase graciosa. El profe hablaba como el topo de Winnie Pooh. Chiflaba todas las “eses”. Tenía un ligero acento español. Cuando alguien pasaba al pizarrón y no resolvía el problema correctamente tendía a amonestarte de dos maneras. Por un lado exclamaba festivamente: ¡Denle pamba gallega”, o por el contrario sentenciaba socráticamente: “Este chavo no estudió el fin de semana. Se la pasó viendo el partido del América”. Era un poco regordete. Tenía una papada churchilliana. Su cabeza calva brillaba aceitosamente con la caída de la tarde. Le gustaban las camisas moradas. Le encantaba darle vueltas a un apuntador láser entre sus dedos. Una tarde, para demostrar un efecto óptico, preguntó a toda la clase quién fumaba. Se hizo un silencio. Un instante después todos giraron el cuello y me vieron sarcásticamente. Se me dio permiso de prender un cigarrillo en clase. Inhalé y exhalé el humo al tiempo que “Alex” desenfundó rápidamente su láser y apuntó en dirección al humo, de tal suerte que pudimos ver una parte de la trayectoria del láser gracias a mi temprana adicción al tabaquismo.

Una escena que por supuesto recuerdo con cariño. Me tuvo que haber reprobado pero me pasó. Un acto donde se mezcló posiblemente la condescendencia y la camaradería del pueblo de Galicia.

¿Si no asistías a la clase de Alex entonces dónde carajos estabas?

Recuerdo que nunca me preguntó mi mamaíta porque simplemente nunca se lo dije. A veces no iba a la clase de Química porque iba a ver películas a varios bares y cafés del centro. Eran aproximadamente cinco. Todos por supuesto ya desaparecieron. Recuerdo en especial el Café Macondo. Los viernes había un ciclo de cine de arte. Creo que se pagaba la entrada con el consumo mínimo. Siempre pedía lo mismo: café americano, lo más barato. Por supuesto me lo tomaba a sorbos diminutos. Lo suficientemente diminutos como para ver tranquilamente una película de dos horas sin que el mesero me exigiera con su mirada insoportable tener que pedir algo más. ¿Qué películas vi en ese café? Bastantes. Ahí conocí a Jodorowsky, Cronenberg, Takashi Mike, Takeshi Kitano, Woody Allen, Peter Greenaway, John Waters (quizá uno de los momentos más felices de mi vida fue cuando vi por vez primera Pink Flamingos, ¡Larga vida a Waters!), Stanley Kubrick (otra de mis grandes obsesiones) y por supuesto David Lynch.

¿Qué película de Lynch vi en ese café? Ninguna. Vi sus cortometrajes. Los primeros trabajos audiovisuales que hizo. Trabajos que más allá de que están hechos por un joven estudiante de cine, desde ahí ya se puede apreciar claramente los elementos que posteriormente se volverá su iconografía particular: una atmósfera obscura/tensa/onírica. Hombres trastornados. Mujeres hermosas trastornadas. Un soundtrack particular. Quizá demasiado surrealista. Quizá todavía un poco anclado en Un perro andaluz. No es que Lynch no sea surrealista, pero semejante categoría siempre me ha parecido insuficiente para tratar de aprehender una poética tan particular.

También en ese café compré mis primeras películas de arte. Otro lugar donde también comencé a comprar películas fue en el puesto de El satánico. Un mote que no recuerdo si se lo puse yo o un viejo amigo. Un puesto de películas piratas ya ubicado en el centro “descentrado”. Es decir, gracias a mis periplos peripatéticos –si me quisiera ver un poco más insoportable también podría decir mi devenir Flâneur, mi experiencia psicogeográfica, o por el contrario mi experimentación situacionista del espacio– por las calles no gentrificadas de la antigua Colonia, pude conocer ese puesto de películas piratas. Ahorraba toda la semana para comprarme libros en el bazar de El gordo y comprar películas en bolsitas de plástico con El Satánico. Llegué a ser un cliente tan fiel y obsesivo, que incluso en una ocasión el satánico mismo me dio acceso a su archivo de Excel donde aparecía una larga lista de todas las películas de arte que manejaba.

Me brillaron los ojos. Eran cientos…

Comienzo a sudar. Tengo taquicardia. Tengo el brazo izquierdo acalambrado. Me duele el cuello. Me duele la quijada. El ojo derecho me tiembla. Tengo náuseas. Tengo arcadas. Me suda copiosamente el cuero cabelludo. Dolor torácico. No puedo mantener la boca quieta. Vomito. Una enorme plasta verdosa cae a mis pies. Por un instante atisbo la silueta del espíritu de Chabelo ascendiendo y fundiéndose con el smog del aire. He regresado. Se ha acabado el efecto…

En otras palabras:

Lo siento, no recuerdo exactamente dónde conocí a David Lynch. Mi memoria, en un acto misericordioso, opta por el divertimiento literario. Opta por la palmadita trascendental del engaño. Me regala retazos de imágenes donde se mezclan los tres escenarios previamente mencionados. Se mezclan y se forma una masa marrón que posteriormente escupe un viejo sillón lleno de manchas sospechosas, pero el cual es bastante cómodo. De la nada aparezco sentado. Esa clase de apariciones súbitas que sólo una abducción puede proporcionar. En la mano tengo un control remoto. Presiono play y se enciende una televisión. La pantalla crepita, susurra, grita. Todo inicia de nuevo…

3

 

A los 19 años me deschaveté. Es decir: a los 19 años mi cerebro comenzó a establecer un reinado autónomo en relación a mi cuerpo. Es decir: mi sistema nervioso central se fue al caño, se hizo mierda. Desde esa época sólo se ha intensificado el distanciamiento entre ambas entidades. Una relación tóxica. Un hecho bastante curioso ya que el humano no está formado a partir de un binomio: cuerpo-mente; sino que el cuerpo/mente/alma/ser/consciencia es –al menos para mí – una unidad total constitutivamente entreverada. Sin embargo, a los 19 comencé a sufrir “enfermedades del espíritu”. Esa clase de enfermedades que sólo F. M Dostoievsky y David Foster Wallace pueden describir sin producir pena ajena. 

A lo largo de más de 10 años algunos doctores y conocedores –es decir, twitteros empedernidos– me han clasificado y diagnosticado de miles de formas. No les hago caso. Los peores son los hippies: un discurso que va desde el onanismo foucaultiano hasta el onanismo zen. He probado diferentes tratamientos homeopáticos. Alguien extremadamente cercano de mi familia asevera que una mujer me embrujó. (Lo peor es que lo he pensado detenidamente. Tengo dos sospechosas). Mi madre dice que mi abuela era igual. Me han dado masajes relajantes. Me han analizado y acomodado los chakras. He tomado miles de tés. Me han hecho limpias. Me han escupido alcohol detrás de la oreja. Me han colocado una corona de alambres en la cabeza. Un tipo me pasó un tubito de aluminio en la cabeza y en su cajita metálica apareció un número rojo de tres dígitos cuando lo normal es que sólo tuviera dos dígitos. Complejo de Edipo. Complejo Mesiánico. Complejo de Complejos.  Terapia. Psicólogo. Psicóloga. Psicóloga sexy. Silla. Silla de marisquería. Sillón. Tumbona. Otomana. Diván. Nada. Ninguno de esos trucos funcionó.

Regresé al loquero.

Desde la incómoda sala de espera ya se puede ver un poco las torretas de vigilancia de La Casa de La Risa. Ya saben: uno levanta la mirada y de súbito aparece un terrible trueno recortándose tras el espeluznante panóptico. Estuve sentado dos horas en la sala de espera. Si alguien de verdad quiere conocer buenas historias debe asistir un día a una sesión de Alcohólicos Anónimos (además cenas gratis), o por el contrario sentarse en la sala de espera de un consultorio público de psiquiatría. He tenido grandes conversaciones ahí. He escuchado las mejores definiciones y descripciones sobre la depresión y la ansiedad. Definiciones graciosas. Un señor me contó que su esposa trataba de asesinarlo casi todas las noches; me dijo que la amaba. Conocí a un médico reputado que decidió abandonar todos sus lujos y trabajar como mesero en la fonda de su hija. Conocí a una ninfómana. Conocí a un cincuentón obeso que es idéntico al protagonista de La conjura de los necios –Ignatius J. Reilly– con la diferencia de que éste no llevaba una espada estilo Tarás Bulba, sino una enorme cangurera llena de cartuchos de GameBoy. Conocí a una mujer que todo el tiempo se echaba spray antibacterial en la cara; una cara por supuesto recubierta no sólo por los lentes de sol más grandes de la década de los 70, sino tantos trapos encima que de lejos parecía El hombre invisible. También conocí a personas genuinamente detestables.

Entré al consultorio. ¿Cuántas veces he entrado a cuántos consultorios?

El Doc B. todo el tiempo está sonriendo. No me sorprendería descubrir que es un fumeta. El Doc B. me dijo que pensaba demasiado. El Doc B. me dijo que debía relejarme. El Doc B. me dijo que había adelgazado. El Doc B. me dijo que había engordado. El Doc B. me preguntó dónde me cortaba el cabello. ¿Qué dice la novia? ¿Cuándo les dices la verdad? ¿Cuándo les sueltas la bomba? Jajajaja… El Doc B. siempre me habla de su esposa. En la consulta parece que se invierten los papeles: el que habla y se queja todo el tiempo de su familia es El Doc B. mientras yo no hago otra cosa más que asentir y mirar el modo en que siempre echa el cuerpo hacia atrás, mira el techo, se acomoda la corbata y da una media vuelta juguetona con su silla giratoria esbozando una enorme sonrisa. El Doc B. dice que le caigo bien. El Doc B. siempre me pide que le recomiende libros y películas. Al Doc B. también le gusta Bergman. Hablamos de Nabokov, Faulkner y Houellebecq. El Doc B. dice que le encanta Las partículas elementales. El Doc B. dice que mi sarcasmo, humor negro y pedantería es un simple mecanismo de defensa. Pero al decirlo El Doc B. se ríe. El Doc B. me cuenta que tiene miles de pacientes insoportables. Me cuenta que no soporta cuando hablan de Dios. El Doc B. me confiesa que le gusta bastante hablar conmigo. El Doc B. me confiesa que no entiende por qué se casó por segunda vez. El Doc B. me dice que le gusta mantener conversaciones sesudas conmigo. El Doc B. me dice que si sigo haciendo lo que se me antoja no tiene sentido que lo escuche. Pero el Doc B. vuelve a reír. El Doc B. me recomienda que me consiga una novia que no sea de Ciencias Sociales. Cierro y abro los ojos. Tengo mucho calor. Me pregunto por qué los demás no tienen calor. Sonrío. Me duele la boca. Me duele la quijada. Me duelen los oídos. Siento una punzada en el cuello. Sonrío de ese modo en que he practicado cientos de horas frente al espejo. Sonrisa normal. El Doc B. me hace una receta. Nos vemos en un mes. Su letra por supuesto no se entiende.

¿Cuáles son los efectos secundarios de los efectos secundarios?

Cuando empezó la pandemia pensé en visitar a El Doc B. Pensé en preguntarle si era necesario que me rodeara de cierto fortín farmacológico. No lo hice. Desde hace varios años estoy a dieta serotonínica.

Con el tiempo he aprendido a controlar un poco los ataques. Sin embargo, los ataques siempre encuentran el modo de perfeccionarse y manifestarse en una situación la cual creía era espacio neutro. Un espacio donde los ataques me dejarían respirar libremente. El resultado de un armisticio. No es así. Ese espacio no existe. En realidad, en cualquier momento puede levantar su manita húmeda y darme una palmadita en la espalda. No le he puesto nombre. Pienso que eso sería un “retroceso”. Pero a veces, cuando me siento chistocete, lo imagino como una versión medio ojete, medio culei, medio lacra de El Gran Gazú. Ya saben, ese extraterrestre verdecito demasiado positivo que sólo veía Pedro Picapiedra y Pablo Mármol.

De tal modo que imaginé que la cuarentena podría llegar a ser un gran momento de estrés. Me imaginé que El Gran Gazú se posaría cual perico pirata en mi hombro y no dejaría de susurrarme todo tipo de invitaciones wertherianas.

Por supuesto, como casi todos, fui a encerrarme a mi casa. Si cuando podía salir de forma normal tendía al “deschavetamiento”, supuse entonces que la cuarentena sería para mí un calvario. Supuse que sería el gran momento de El Gran Gazú. El momento en que se abriría desvergonzadamente la gabardina y me mostraría todas sus armas. No lo fue. El hombrecillo verde se quedó dormido. En otras palabras: lo siento. Siento decepcionarlos. No habrá lágrimas. Al contrario, en un claro de luz digno de coaching life, El Gran Gazú conectó la pila de su batería a mis parietales y volví a leer de forma enloquecida y omnívora. Ese ritmo enloquecido que a los 15 años me jodió las dioptrías de los ojos.

Es verdad, no me dio ningún ataque significativo, pero el hijo de perra de El Gran Gazú no se fue a dormir no sin antes dejarme un recuerdito. Me imagino fácilmente al maldito posándose sobre mi hombro izquierdo –el lado que más me duele, el lado que cuando giro la cabeza pienso que me va a dar otra tortícolis- escanciando sobre mi oído un preparado especial de cicuta. Vertió sobre mis oídos la cantidad suficiente de veneno para embrutecer selectivamente mis ojos. No puedo ver cine. Como me dijo dionisiacamente una vieja amiga: nomás no me entra. Desde marzo a septiembre no he visto más de cuatro films. Algo francamente lastimero cuando a los 17 años veía por lo menos una peli cada dos días.

¿Es culpa de los ataques sintetizados en la figurilla de El Gran Gazú el que ya no pueda ver cine? ¿Tengo acaso una nueva enfermedad mental? ¿Un ridículo trastorno donde grito como colegiala cada que alguien me acerca siquiera 50 metros a una sala de cine? Ya que he logrado establecer cierto “control” sobre mis enfermedades del espíritu, ¿El Gran Gazú busca deschavetarme de nuevas formas? ¿El Gran Gazú quiere que me convierta en un Werther provinciano quitándome el cine de mi dieta diaria? ¿Es eso? ¿Ese es tu plan?

Sin embargo, en medio de esa oquedad cinematográfica, comprendí que era una oportunidad inmejorable para ver por segunda ocasión la tercera temporada de Twin Peaks. En los umbrales de la cuarenta, Lynch llamó particularmente la atención con sus divertidas cápsulas sobre el reporte del tiempo. Cápsulas donde prima a nivel atmosférico un “día soleado”, un “hermoso cielo azul”, así como un Have a great day! a modo de despedida. Ahí podemos apreciar un pequeño espacio de su casa: un escritorio pesado, un teléfono dentro de una cabina – la misma cabina que usan los managers en el baseball para llamar al nuevo pitcher; o también la pequeña cabina que resguarda el teléfono del Oficial Matute en el callejón de Don Gato– pero también ya se puede ver un rostro ajado. Un Lynch entrado en años.

Quizá por ello, quizá por esa conjunción entre el tupé mítico y las arrugas profundas en ese rostro que ha inmortalizado y destruido y derretido y fragmentado y licuado docenas de rostros, El Gran Gazú se posó sobre mi hombro derecho –el que cuando giro el cuello no me duele – y me dijo de forma amable: “Deiv, Deiv, Deiv… ¿Qué vamos a hacer contigo muchacho? ¿No quieres salir a pasear? ¿No quieres un cigarrillo? Vamos por una chela. Te invito un trago. Te presento unas amigas. ¿Tu mamá no te da permiso? ¿No? ¿No es eso? ¿Entonces qué hacemos? ¡Oh ya sé! Levanta ese trasero inmundo y prende la tele. Vamos a ver otra vez Twin Peaks”.

Como digno esclavo, obedecí sus órdenes.

Posiblemente Twin Peaks sea la serie sobre la cual se ha escrito y analizado más. Una abundante producción la cual puede colindar con el infinito ya que en realidad se puede decir casi cualquier cosa. En términos generales, la poética de Lynch no se basa en el esclarecimiento de la trama, sino en la generación de opacidad, indeterminación, obscurecimiento. Esa clase de atmósferas opresivas/enigmáticas que hace que a los estructuralistas se les caiga el cabello. Desde que conocí a los 15 a Mr. Lynch no he leído ninguna interpretación teórica/académica. Líbrame de ese mal. He leído cientos de artículos, pero me agradan porque se mantienen en el mismo grado de indeterminación. Espectadores que reconocen que el oráculo lynchiano no proporciona respuestas, sólo un escalón más en el árbol de la confusión.

Vi la última temporada de Twin Peaks hace tres años en su lanzamiento. Esa fecha que coincidía con la predicción esotérica hecha por Laura Palmer dirigiéndose a “nosotros”. Pero no la pude disfrutar. En esa época El Gran Gazú me susurraba todo el tiempo al oído. En esa época yo parecía un personaje de la adaptación mexicana de La broma infinita.

¿Qué significa para mí Twin Peaks? No lo sé. Un grato puñetazo en el estómago. Una reivindicación espiritual. Un momento equiparable a cuando leí por vez primera a Dostoievsky, Kafka, Gombrowicz, Bernhard, Beckett y Foster Wallace. Esa extraña sensación de que lo que estás viendo está dirigido para ti. Un momento de verdadera abducción. Un momento donde El Gran Gazú se siente emocionado, conectado. Un momento donde El Gran Gazú y yo nos tomamos la mano como boyscouts y hacemos ese tipo de cosas histéricamente felices que hacen los boyscouts. Es decir: un claro de luz en el bosque. Un tanque de oxígeno en medio de tanta corrección, represión y racionalidad contemporánea.

Gracias al interés cinematográfico de El Gran Gazú, durante la pandemia disfruté y aprecié mucho más la última temporada de Twin Peaks. Una temporada por supuesto “anarrativa”. Una temporada donde Lynch se sintetiza y encripta a la máxima potencia. Esa clase de encriptamiento que puede notarse también en la novela Ada o El ardor de Nabokov: el autor ruso lleva a tal grado su dominio sobre el lenguaje que termina creando su obra más densa, morosa, proustiana, casi inleíble. De igual modo Twin Peaks 3T (tercera temporada) puede ser inleíble si no se ha adiestrado el ojo con algún trabajo previo del autor, y resulta francamente infumable si no se ha visto las dos temporadas previas. Sin embargo, la 3T no es una continuación líneal/ narrativa/cronólogica/diacrónica/netflixiana, sino que es más bien una especie de monstruo que se alimenta del alma de los personajes e historias pasadas, y las convierte en una experiencia audiovisual per-tur-ba-do-ra.

En otras palabras: Twin Peaks 3T va más allá del monocorde Spoiler. Una historia que no puede contarse sino sólo verse.

Twin Peaks está llena de grandes personajes. Un amplio espectro. Un pueblo lleno de gente común que no es tan común. Un pueblo donde el psiquiatra usa camisas hawaianas. Un pueblo donde casi todos tienen una relación mística con el bosque: el sitio donde se alberga el portal, la puerta donde los espectros y los asesinos entran y salen. Un pueblo donde todos aman el café y el pay de cerezas. Una serie donde todo el tiempo quieres estar comiendo una dona.

Así como Edgar Allan Poe inaugura el relato policiaco con Los crímenes de la calle morgue (1841), se puede conjeturar que Lynch le da la vuelta al relato policial con Twin Peaks (1990), especialmente con la creación de uno de los personajes más memorables del cine y la televisión:  El agente especial Dale Cooper. Un detective del FBI no sólo adicto al café y el cherrypie, sino formado en una veta religiosa tibetana que funge como su principal fuente de interpretación y análisis detectivesco. El agente especial Dale Cooper no sólo se ensucia las manos, sino que igualmente es capaz de viajar a través de diferentes dimensiones –en Twin Peaks el “otro lado maligno” se llama Black Lodge- y resolver el misterio de la muerte de Laura Palmer a través de una conversación “esotérica” con ¿fantasmas? ¿espectros? ¿corporalidades más allá del plano material?

Semejante conversación en el “más allá” es tan importante dentro de la historia de la televisión y el cine, que Los Simpsons (por supuesto los primeros Simpsons, no esas reproducciones digitales que pululan ahora) recrearon la misma escena. Un momento memorable donde El agente Cooper es interpretado por la pericia policial de El Jefe Górgory.

En cierto modo Twin Peaks es en la historia del cine y las series lo mismo que es la obra de Philip K. Dick en la historia de Hollywood. Una sucesión casi interminable de tributos, reconocimientos, plagios y copias baratas. Twin Peaks fue el primer programa de televisión donde se dio cabida una mirada telespectadora compleja, enigmática; fue el primer momento en que la “caja idiota” no sólo se puso al mismo nivel que la pantalla gigante del cine, sino que la subvirtió y fue incluso más allá.

Lynch sólo regresó a la “televisión” 25 años después. Aunque específicamente regresó a Netflix. Esa especie de televisión “democrática”. Una nueva televisión conectada a internet (Los Altos Estudios de la Paranoia IV podrían pontificar nabokovianamente: “la primera palpitación de Skynet”) que irónicamente cada vez se parece más a la vieja televisión. A modo de paliativo, a modo de regalo personal, me imagino que la estancia de Twin Peaks 3T en Netflix pronto se convertirá en un virus, en una especie de gusano que infectará toda la plataforma…

En la Cuarentena/Ochentena/Never Ending Tour no vi más de cinco películas. No vi ninguna serie nueva. El Gran Gazú sólo me dejó ver Twin Peaks 3T. Sólo volví a ver algo que no se parece absolutamente a nada. Sólo volví a entrar en ese templo lleno de obscuridad, cortinado rojo y enano enloquecido/bailarín. Sólo volví a escuchar la música de Angelo Bandalamenti. Sólo volví a proyectar en mi conciencia el mosaico perpendicular rojo/blanco de Black Lodge. Sólo volví a ver la barbilla pronunciada de El Agente Cooper. Sólo volví a escuchar la voz chillona de El Agente Gordon. Sólo volví a ver las mejores escenas oníricas del cine. Sólo volví a desear tener algún día la puñetera oportunidad de tomar un café y comer un pay de cerezas en la cafetería RR. Sólo volví a ver bailar/enloquecer/gritar en el vestíbulo de mi mente la figura mítica Laura Palmer. Una Diosa contemporánea. Una ninfa cocainómana.

Luego un estallido. Luego un grito de horror. La tele se apaga…

 

 

Libros citados:

Scholem, Gershom. (2018). La cábala y su simbolismo. Siglo XXI Editores.

 

 

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