Cuento mexicano: Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza

Leemos cuento mexicano. Leemos a Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza (Zacatecas, México, 1988). Narrador, guionista de radio y cine, traductor, columnista en La Jornada Zacatecas y G_lfa. Cuenta con la Licenciatura en Letras (Benemérita Universidad Autónoma de Zacatecas), Maestría en Humanidades: Estudios Literarios (Universidad Autónoma del Estado de México). Estudia el Doctorado en Literatura Hispanoamericana (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla). Fue finalista en el III Edición del Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (La Habana, Cuba), convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Sanctis Spíritus; obtuvo una mención honorífica en el V Premio Universitario de Narrativa “Elena Poniatowska”, (Aguascalientes, México), convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su obra se ha publicado en La soldadera, el ya desaparecido suplemento cultural del periódico El Sol de Zacatecas, en el suplemento La Gualdra; también, ha participado en varias antologías de AlTaller, taller-seminario de Creación Literaria, convocado por la Universidad Autónoma de Guanajuato y auspiciado por el sello editorial Letras Versales.

 

 

 

 

El curioso sistema de Karin des Merveilles

 

 

Son iguales el ciego y el vidente? ¿Son iguales las tinieblas y la luz?

El Corán, 13 Sura del trueno: 16

La inspiración no se compara con el talento, es un concepto inventado por los intelectuales de corbata, viejos envidiosos, para evitar la profanación del arte. Desde Andy Warhol, los intelectuales quedaron mal parados. Mi mejor arma es el talento y la inventiva mi escudo. Soy arte y, como tal, hago praxis artística. Suena un poco narcisista, pero sería mentira e incluso falso si presumo una modestia que no tengo. Soy joven, mi ojo es bueno y cada día quemo mis células fotosensibles para encontrar las imágenes perfectas. Claro, mi cámara fotográfica es parte del proceso creativo. Soy fotógrafo y la inspiración —sí, lo sé, parece que me contradigo— es mi talento.

¿Qué me satisface más? Abofetear. Dejé la marca de mi trabajo en el rostro de los envidiosos y talentosos fotógrafos. Admito que me divierte jactarme frente a ellos, hacerles ver, con una sonrisa burlona, su incompetencia, su fracaso o ambos. Algunos críticos me ven como: «una estrella áurea en ascensión al cielo de las artes». Siempre me niego a los aplausos no por modestia, sino, como dijo aquel escritor: «cuando alguien me dice ‘oye, Javier, me agradó tu libro’ y le digo ‘¿De veras?’ ‘Sí, me encantó la trama, los personajes, todo es perfecto’, no lo hago para recibir un aplauso, sino para recibir dos aplausos». Sí, soy tan soberbio como mi arte.

¿Dónde puedo comenzar mi historia? ¿Qué fue lo que me orilló a presentársela? Dirá: «usted, simplemente, es un arrogante y quiere atraer mi atención». En parte, es verdad, pero el motivo principal es contar mi curioso sistema para fotografiar. Claro, soy mal literato y me disculpo por adelantado. Soy fotógrafo. Amo con las imágenes y no con las palabras. Ensayo con las primeras, espero ser disculpado por mis erratas.

Mi madre me decía que tuviera otra profesión, medicina o, al menos, peritaje para aprovechar mi ojo y mi memoria fotográfica. ¡Pobre de ella! ¡Cuánta ingenuidad e ignorancia! No quise desperdiciar mi talento en órganos, medicamentos, balas, asesinatos y tripas. Admito que me tentó fotografiar cadáveres abiertos como vacas, mostrando los pequeños frutos del manzano humano. Hasta la fecha, mis obras se han presentado en diferentes galerías del mundo.

Ahora, estoy frente a un público sentado, todos bien vestidos. Las mujeres con sus abanicos mal cogidos, los caballeros fumando y los ancianos decoran sus rostros con una sonrisa de aprobación. Hablo sobre cómo nació mi nuevo trabajo, seguido de una pequeña ronda laudatoria hecha por el público. ¡Qué tedio! Me siento sobre las almohadas del pensamiento y espero que terminen. Lo más horrible de mi trabajo o, en otras palabras, lo decepcionante es mostrarse hipócrita, sonreír con agrado cuando realmente siento lo contrario. Nunca me ha gustado escuchar los comentarios de los críticos, los ignorantes y tampoco de los amateurs, sin importar que sean positivos o negativos. Lo más detestable son las preguntas bobas de los periodistas culturales, quienes creen saber sobre la materia. El lector me dirá que sea sincero con ellos, pero debo ser hipócrita y tolerante, mostrarme educado, por una sencilla razón: soy una figura pública. Si muestro una actitud miserable y apática, mi obra no se vendería. También, el arte es un juego de apariencias, de mostrar y ocultar, como el avestruz.

—Disculpe…

—Karin, por favor.

¡Dios! Ahora hablará la primera periodista cultural o, mejor dicho, de sociales. Ella es la clásica mujer de piernas torneadas, senos y nalgas levantadas y cutis perfecto. ¡Qué hermosa!

—Disculpe, Karin ¿cómo nace o qué le inspiró hacer este trabajo tan… cotidiano?

Mein Gott! ¡Cómo odio esta palabra! —Pienso, siempre es la misma pregunta. Inspiración, ni siquiera los filósofos han llegado a una respuesta contundente sobre ello, claro dieron ciertos apuntes. Tampoco podría explicarles qué es porque yo no creo en ella, pura patraña. Pero ¿cómo decírselo a alguien tan simple cuyo mundo se reduce a las revistas del corazón? Le miento. —. Me inspiré en la vida cotidiana, en los hombres de carne y hueso, quienes cada día salen a las calles para sobrevivir en el medio capitalista —. El discurso sociocrítico siempre me salva el pellejo—. En la cotidianeidad, se muestra la realidad del hombre, la construida por los negocios y las apariencias.

La mujer vuelve a su asiento.

Sólo las quise hacer, por mero placer. Mi inspiración no es lo cotidiano, es el trabajo duro y el talento hecho con los años. ¡Cuánto odio mentir! La mentira está tan fuera de lugar como el diablo en el cielo. También, es buena. Quien miente es más inteligente, sabe la verdad y la oculta. Mentiré un poco: quise hacer La vida cotidiana porque deseé retratar la sensualidad y la fineza existentes en las personas, desde el simple vendedor de frutas hasta el oficial de tránsito.

Camino solo por las calles. En frente y alrededor están las construcciones coloniales, erguidas como gigantes protectores de cantera. Al fondo, como siempre, veo a la gente andar a paso rápido. Me cuestiono cada vez que salgo a las calles: ¿El Tiempo los viene arriando como mulas de carga? Sí. A pesar del tiempo, Cronos continúa devorando a sus hijos. Los hombres siempre huyendo, pero pronto se agotarán y, en ese momento, van a ser alcanzados por las fauces del endemoniado.

Primera imagen urbana. Hay un par de niños, con la mano extendida, viendo los globos del vendedor que está parado cerca de una plaza. Él es moreno y bajo, tiene estirada su mano para coger el dinero de los pequeños: un billete con la imagen de un insurgente de la Independencia. Cerca de estos tres, hay una jardinera donde están unos adolescentes que conversan entre ellos. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos. Segunda imagen: se ven las espaldas de los niños, quienes se alejan con sus globos recién comprados. Todos sonríen, todos ganan. Ellos por sus efímeros objetos y él por la venta realizada. Tercera imagen: los adolescentes riéndose de los chistes y los cotilleos. Son cuatro: el primero tiene los ojos cerrados, con los labios abiertos en una sonrisa sencilla, la cabeza la tiene echada hacia atrás y su cabello cae dentro de la jardinera; el segundo con lágrimas en los ojos por tanto reír; el rostro del tercero se ha transformado en colinas, parece un mono africano; el cuarto, más mono aún, golpea sus piernas con las palmas, arrojando una estruendosa carcajada; y el último está en el suelo, cogiéndose el estómago y con el rostro cubierto de lágrimas.

Detrás del vendedor, hay una escalinata que lleva hacia la plancha de la plaza, donde, en la parte izquierda y debajo de unos arcos, está una fuente iluminada por los focos incrustados en las paredes. La plaza parece un anfiteatro, similar al de los aztecas, en donde mostraban el corazón palpitante de los sacrificados. Bajo la escalinata y encuentro, regado por doquier, pepitas, envolturas, papel y corcholatas que —quinta imagen— una empleada de limpia barre. Su uniforme, bastante colorido, me recuerda a las fiestas infantiles. Su sonrisa queda plasmada en la imagen, tan perfecta y natural, única. El sol de la tarde cae sobre ella bañándola y la hace parecer una estatua de plata. El sudor de su cara cae al suelo, gota a gota. Sigo mi camino, me detengo al llegar donde termina la plaza y veo una calle, que se extiende horizontalmente: el lado derecho lleva hacia una fuente que desemboca en otras tres calles; la izquierda va a la catedral. Tomo la segunda opción. En el camino, veo los rostros de los conductores en sus vehículos, están agobiados por el tráfico. Estar detenidos por minutos, tiempo muerto que pudo ser empleado en otras actividades.

Llego a la fachada oriental de la catedral. En la pequeña plaza, que sirve también de pasillo en donde transitan las personas, hay una escultura enorme. Es una cabeza de moro, recargándose sobre su enorme mejilla y en los bucles de su cabello y de su barba. ¿Cuál es el fin de esta enorme figura? ¿Quizá sea para mostrar el poderío cultural del gobierno? No, nada de eso, sólo «fomentar la imaginación de los ciudadanos». Sí, claro, como aquellos púberos que se besuquean dentro de él, como parásitos cerebrales.

Décima octava imagen urbana. Una joven fotografía a un muchacho plantándole un beso en los labios de la escultura. La transgresión a la obra plástica, la broma de por medio o, mejor dicho, la burla hacia el arte patrocinado por el gobierno. Puras divagaciones mías. Sólo quieren divertirse y hacer tonterías, mientras se consume su juventud. Veo que el muchacho levanta un poco la pantorrilla, como las películas hollywoodenses, pretendiendo retratar el sentimiento del primer beso. Miro hacia la puerta de la catedral, hay un anciano oscurecido por la suciedad, su ropa hecha girones y con una gorra que apenas le cubre su cabello graso. Su mirada me atrae, los ojos grisáceos cubiertos por un manto brilloso, ¿lágrimas debido a la atrocidad de la vida? Es delgado, alto moreno y con una barba sin cortar. Me acerco disimuladamente, apesta a miseria. Siento un vuelco, bajo la mirada. El anciano es mi vigésima cuarta imagen urbana de mi colección y también la apertura de una nueva.

— ¿Qué importancia tiene el anciano de la Vigésima cuarta, como usted llama a la imagen? —pregunta la mujer de cuerpo exuberante.

— ¿Qué importancia tiene su champú para su cabello? —le respondo. Todos ríen. La mujer se sonroja, baja la mirada y ya no vuelve a preguntar, se ofendió —. Sólo es importante y ya, porque muestra el cabello oculto de la ciudad.

         Hay silencio, no entienden de lo que hablo, siempre es lo mismo. Pareciera que hablo con una bola de monos sin un dedo de frente. Un anciano se levanta y aplaude, luego siguen otros más hasta que la sala se llena con aplausos. No me queda más que agradecer la cortesía de su asistencia. Después, el mismo anciano se acerca, me dice al oído sus impresiones. El único que comprendió. Me pregunta acerca de mis futuros trabajos.

         —He hablado de galerías e imágenes —respondo—. Es tiempo de hablar de mi sistema. Es fácil de comprender, es algo tan diminuto como una lágrima, un pequeño tejido impregnado de perfume y rosas. De amor. Viaja dentro, absorbe mi interior. Un receptáculo, una creación. Es mi inventiva combinada con mi talento.

El anciano ríe, dice cuán gracioso soy, me da un cheque firmado y se lleva la Vigésima cuarta. Dice que le recuerda a alguien conocido. Se siente atraído, como las abejas. Algo en su interior, le había impulsado a comprarla.

—Es como mi reflejo —dice—. Tienes futuro, te deseo lo mejor para tu próximo trabajo que, imagino, será sobre la miseria de la ciudad, los olvidados.

¿Cómo acercarme a la vida miserable? No quiero hacer el clásico trabajo de fotoreportaje que muestra la pobreza y la marginalidad de manera superficiales. Quiero, pues, mostrarlo como tal, con sus bemoles. Quitar el manto a la gente para que vea los ojos colorados de la ciudad.

—Talento, bendito seas, ahora sírveme de algo —murmuro. El anciano me escucha y siento que su mirada penetra mi alma, como si la leyera. Dice algo sobre los escritores naturalistas franceses, sobre introducirme al hábitat.

—Vestirte como vagabundo te ayudará a conocerlos — es lo último que dice.

Así lo hice. Vestirme como un miserable o, en otras palabras, dejé de bañarme e hice girones mis prendas. Deambulo por la ciudad, tratando de encontrar a los miserables, a aquellos quidam bajo la sepultura de la pobreza y la no elegancia. Camino sin encontrar a nadie, dónde se habrán metido. Dejo de recorrer las calles, vuelvo a la catedral, me recuesto cerca de la fachada principal. Es de noche. Siento el universo moverse con lentitud, cada segundo es una tilde en la vocal de Cronos. Ahora entiendo porqué las sociedades antiguas sintieron una necesidad por responderse muchas preguntas a través de las estrellas. Son tan distantes, tan brillantemente oscuras como misteriosas. ¿Qué se sentirá ser una estrella verdadera?: fantástico, ver todo desde arriba, anotar en sus cabellos los destinos de las personas. Pero, además, son las protectoras de los desahuciados. Porque yo, como desahuciado, me siento su protegido. Es hermoso verlas a través de las faldas de la catedral, como un enorme poliedro que completa el cuadro barroco. Me siento para ver a la gente pasar, siempre con prisa. Extiendo la mano por inercia. Veo sus miradas, sus pasos y sus destellos, me desprecian con su mirar, soy un extraño o un bicho raro, un escarabajo.

La temperatura disminuye poco a poco, el frío cala en mis huesos, jamás lo había sentido tan crudo, real y violento. Me lacera la piel, tiemblo. Soplo mis manos para calentarlas. Muevo las extremidades para desentumecerme. Voy hacia la fachada oriental. Entonces, veo al mismo viejo acurrucado entre periódicos, bolsas de plástico y demás porquerías para mantener el calor. Es tan triste. Me acerco, quiero verlo de cerca, duerme. Giro y veo a un grupo de muchachos ebrios, me rodean. Trato de escapar, pero ellos lo evitan, se ríen y depositan todas sus frustraciones. Primero, comienzan a empujarme entre ellos, acercándose con su aliento y tirando de mi ropa. El más gordo me baña con su cerveza. El frío comienza a calar más, el alcohol se entremezcla con los aromas de mi cuerpo. Sus almas sonrientes reflejan su debilidad. Recuerdo la última carta de Edmond Dantès. Escucho un ruido fuerte, violento. Aparece un ser enorme, negro, con el cabello graso cayéndole sobre la frente, cubriéndole sus ojos. Lleva una botella rota en la mano derecha. Se muestra amenazador con los muchachos. Da golpes al aire para ahuyentarlos. Uno se cae, se resbala con su propia inmundicia, con su sombra que hiede a falsa hidalguía. Se levanta con dificultad y grita que le esperen.

—Perros que ladran no muerden —le digo —. Finalmente, son falderos.

No contesta. Baja un poco la mirada y saca de su bolsillo una franela para limpiarme el rostro. Le agradezco. Vuelvo los pasos hacia atrás, hace un momento estuve atrapado por gañanes, ahora frente a este extraño, que me recuerda a mi infancia perdida en la vuelta de la esquina. Le entrego la franela. Camina y le sigo. Subimos por la calle que está detrás de catedral y atravesamos la primera entrada del lado derecho. Nos detenemos frente a una casa, que se cae a pedazos Miro hacia atrás, siento que un fuego se enciende en mí. Extraña calidez bajo un cielo oscuro y artificial. Entramos y encuentro en ella un ambiente precoz e inhabitual. Hombres y mujeres, de todas las edades, duermen en el suelo. Apesta a excremento, a orines y a humedad. Veo detrás de mí a dos hombres abrazados, semidesnudos, cubriéndose del frío. Cerca de ellos, una joven comparte su calor corporal con su bebé. La miseria de la ciudad se envuelve con una capa de hollín y ternura. Hiede a suciedad, pero hiela más la humanidad. La vigésima quinta imagen lo dice todo: una joven flaca, con el pecho desnudo, amamantando a su hijo esquelético. Dos cadáveres unidos por un pedazo de carne maloliente. Imagino que alguna vez esos pechos fueron tan suaves como el tejido de mi curioso aparato fotográfico. Sonrío con burla, aquellas imágenes son las heridas de la Estambul de cantera negándose a sanar.

Las penas se matan ahogándolas con alcohol. Bebo para calentarlas, como a mis huesos. El hombre corpulento comparte lo poco que posee: una pequeña botella, con un líquido amarillento que huele a mansedumbre y quietud. Lo tomo. El líquido quema mi garganta, fuego encendido que calcina mis entrañas. Un mareo me tira al suelo, veo marchar fantasmas y alegorías, errantes cual judío. Una enorme mancha comienza a devorar la escaza luz, cierro los ojos y desaparece. En su lugar, deja un halo colorido, que se une a una copa donde se entremezclan otros colores, cada uno formando una tonalidad distinta. Rosa, negro, verde, azul, hirviendo en la copa hasta producir un miasma. A lo lejos aparece, entre las sombras, un hombre. Me provoca miedo y también sorpresa. El recién llegado vuela hacia la copa, sumergiéndose y, después, aparece empapado de colores, con una larga cabellera pintoresca. Veo, a través de su piel, cómo los colores van introduciéndose en su sistema circulatorio. Bajo la mirada y descubro su sexo deformado por la oscuridad.

Un hombre es perseguido por un perro emplumado, con sus fauces encendidas, mostrando sus colmillos. Me mira y sonríe. Recuerdo a mi madre, quien decía: «si sueñas con un perro o una pantera negra, es que perdiste el camino». ¿He perdido el camino de la razón? No respondo. Cierro los ojos. Miro a la mujer con su hijo. Me produce asco una imagen: un pedazo de carne macilento enrojeciéndose, sangra luces de todos los orificios, mientras la madre lo empuja fuera del lugar donde está acostada. Vomito flores que se deshacen en un nido de perfumes visibles. Busco la salida entre la bruma, la encuentro. Escapo, tropiezo y caigo en un agujero. Trato de seguir el camino del hombre corpulento, recordarlo todo, pero el recuerdo se cubre con neblina. Veo sombras a mi alrededor, detrás, dondequiera. Giro y corro, subo, bajo, olvido, vomito margaritas, consumo sombras y lloro hasta llegar a la catedral. Todo se vuelve conocido. Miro al horizonte ennegrecido, percibo la miseria humana. Nadie se preocupa por ella. «‘El que da al pobre no pasará necesidad, el que se desentiende se llenará de maldiciones’».

Ahora que revelo las imágenes, descubro que el suceso de ayer fue capturado por mi curioso sistema. Veo las alucinaciones plasmadas, tangibles, recordadas. Son treinta, Die dreiβzig. Cada una se superpone o evoluciona en complejidad. La primera, todavía se observan los rostros de los individuos; la décima novena, las sombras comienzan a nublar; vigésima ya es un baile alucinante; vigésima octava, todo es un caos, como la etapa anterior al Big-Bang y la trigésima es una cosa irreconocible, algo formado con luz y sangre. Una masa sin forma, ilusoria. Trato de conservar la calma. Todo parece concordar, la casualidad hizo crear una nueva galería: Die dreiβzig. Vaya, nunca creí que la estupidez humana pudiera hacer grandes obras de arte.

—Señor Karin, disculpe mi ignorancia ¿qué significa Die dreiβzig?

—Disculpe, ¿qué edad tienes?    

—Treinta —responde, titubeando, el periodista.

—Su edad —. Estar rodeados de ignorantes me enferma. Casi debo poner una nota al pie para explicarles el significado de mi obra. ¿Es mala idea colocar el título en alemán? Antes dije que no sabía que la estupidez humana pudiera hacer grandes obras artísticas, quizá sea el hecho de que me haya encontrado en un état de folie involontaire,causada por los estupefacientes bebidos aquel día. No sé qué haya pasado con ellos. Desde hace días, he venido ideando un nuevo concepto de arte: Der Bergschmerz. Seré el único que lo podrá hacer, gracias a mi sistema fotográfico. Soy fotógrafo, pero también me emociona actuar lo que no soy. Lo he planeado desde aquel suceso con los vagabundos. —Su edad es el secreto —. Todos ríen. Respiro, me despido y vuelvo la mirada hacia el pódium. Cierro los ojos y pido que no duela. Bajo de la tarima, corro hacia la mesa donde están los bocadillos, tomo dos banderillas de metal, están calientes, y regreso a mi lugar —. Gracias por asistir y disfruten la cena

Los relojes se detienen Me miran. El tiempo se consume en una lentitud que trasciende a la soledad. Trago saliva y me despido de la apariencia. Respiro, que no duela tanto. Inclino la punta de las banderillas hacia mi ojo izquierdo, veo cómo se acerca, un ser atrofiante, cilíndrico, sin vida y con olor a queso. Vuelvo la mirada hacia mi interior. Siento la aguja entrando en mi ojo. Arde. Como si las hormigas entraran, lo introduzco cada vez más hasta sentir un líquido brotar de él. Es pegajoso. Veo una oscuridad pintada con rojo, verde y líneas azules tintineantes. Tomo la otra banderilla y hago exactamente lo mismo en el ojo derecho.

Duele. Es maravilloso.

Siento que subo por una montaña, veo un hermoso paisaje, árboles decorados con sangre, cuerpos inertes tirados en el campo, elevándose en miles de pétalos blancos. El cielo es compartido por el sol y la luna, cada uno se lo divide por la mitad. Hay en el campo flores amarillas mirando hacia el sol y blancas a la luna. Escucho música, viene detrás de un árbol. Voy hacia él. Encuentro a un trovador sin rostro y con el cabello revuelto. Si pudiera inventar un sistema para fotografiar el sonido, su voz sería una excelente imagen. Los tonos serían borrosos, entremezclados en una copa infinita de sin sentido. Voy hacia él, deja de cantar y pronuncia: Der Bergschmerz; el eco acompaña merz, merz, merz hasta desaparecer. Escucho que algo truena y caigo en una profunda oscuridad.

—Al fin despertó, doctor —dice alguien entre la oscuridad. Toco mis ojos, están cubiertos por una venda. Vuelvo a caer en la oscuridad.

—Enfermera, ayúdeme a levantarlo —. Unas manos fuertes, muy masculinas para ser de una mujer, me levanta por la espalda, mientras que otra me quita las vendas.

         — ¿Encontraron mis puppy lentes? —le pregunto. Ella responde que han quedado destrozados por el ataque. El doctor dice que le sorprende que haya sobrevivido, me explica, en términos médicos, lo difícil que fue mantenerme vivo. Hemorragias, músculos y nervios perforados, con restos de comida—. ¿Encontraron mis lentes? —. El médico me explica que, si no fueran por ellos, habría muerto; vuelvo a preguntar y quiere saber porqué son tan importantes —. Sólo démelos.

—Veintisiete años, como los libros del “Nuevo Testamento”, a esa edad y ya pensando en suicidarte.

Alguien coge mi mano y deja una pequeña caja sobre ella.

         — ¿Qué es esto? —digo.

         —Tus lentes.

         Mi sistema.

 

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