Cuento mexicano actual: Jonathan Espíritu

Presentamos un cuento de Jonathan Espíritu (Puebla, 1993) estudió la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP. Escribe narrativa y ensayo. Ha publicado en medios electrónicos como Punto en línea UNAM, La Rabia del Axolotl, digopalabra.txt, Bitácora de vuelos, entre otros. En medios impresos como Rojo Siena, Guía Oca y Verbena. Obtuvo el premio Filosofía y Letras de la BUAP y una mención en el concurso 47 de la revista Punto de Partida, ambos en la categoría de cuento. Fue becario Interfaz-ISSSTE en 2018 y PECDA en 2019.

Esta colaboración fue seleccionada en la Convocatoria 2020.

 

 

Fuerte como la muerte

 

Nadie puede comprar el amor
Sería vergonzoso hacerlo

 

El amor debe ser difícil, ¿no? Debe tener obstáculos, así sabes que todo ha valido la pena. Como en Romeo y Julieta, la obra de teatro que leyó en clase de Español. El final es algo triste pero su amor queda para siempre. A pesar de todo: de las enemistades, de los sucesos trágicos, de los malentendidos, a pesar del odio. El amor triunfa, aunque sólo haya durado un instante y luego venga la muerte. Eso es lo que piensa Raúl mientras se acuesta en su cama y mira el techo. Lo suyo ¿es amor? Definitivamente es algo, sabe que es intenso y que es la primera vez que lo siente. Es puro, al menos para él, y sabe también que, al igual que con Romeo y Julieta, si sus padres supieran se opondrían al instante.

También sabe que es completamente diferente a todo lo que ha sentido antes. Recuerda la primera vez que tomó la mano de la niña que le gustaba: Marina, cómo le sorprendió su frialdad y la delgadez de sus dedos. Era una especie de adrenalina en todo su cuerpo, estaba tan emocionado que le costaba respirar. Duró algunos días así hasta que ella le dijo que se cambiaba de escuela. Su papá era soldado y lo habían mandado a otra zona, ella estaba algo triste pero ya se había acostumbrado a cosas así. Raúl sintió como un golpe seco en el estómago y como si le jalaran los huesos de las costillas desde adentro. El cambio de estado repentino fue tan impactante que se le nubló la vista. No le dijo nada a Marina, sólo se sentó y no le dirigió la palabra. Estuvo así con ella hasta el día en que su butaca estaba vacía.

Raúl estaba convencido de que ya nunca iba a sentirse igual, de que ya se le había fugado el amor entre los dedos de Marina. Se preguntaba a menudo si eso era posible: sentir tanto que cuando se acaba te vuelves un robot al que nada lo mueve. Se convencía de que así era porque estaba en un estado de aletargamiento. Estuvo así varias semanas hasta que pasó lo que pasó, hasta que su vida dio un giro completo. Por eso sabe que lo de ahora es amor; es algo más profundo y serio. No tiene esa adrenalina del enamoramiento pueril, sabe que este es un sentimiento de adultos. Comparado con lo de antes, ahora siente una inmensa calma, como si el amor le dijera que confiara en él. Y Raúl confía.

La pasión es implacable como el infierno
Sus saetas son flechas de fuego, llamaradas de Dios

Ese día le tocaba ser monaguillo. Él lo detestaba pero sus padres estaban muy contentos de verlo con la ropa blanca y cargando el Santísimo para dárselo al cura. Sólo lo hacía para que se sintieran orgullosos, para que no lo molestaran por ser algo diferente. De aquí al seminario, le decía su papá y le palmeaba la espalda; su mamá lo abrazaba fuerte y lo persignaba con ojos alegres. Lo que más detestaba era tener que soportar al padre Damián, ese anciano que se estaba quedando sordo y que se enojaba si no le pasaba las cosas al instante. Odiaba tener que limpiar el vino del cáliz, donde el viejo dejaba sus babas amarillas, deseaba que algo le pasara; que se muriera y él se liberara de ese trabajo horrible.

Dios, está seguro de que fue él ¿quién más hubiera dispuesto así las cosas? lo escuchó. El padre Damián estaba en plena misa, alzando las manos para el padrenuestro, cuando un dolor en el pecho lo hizo encorvarse y caer al suelo. Raúl se quedó con el incensario en la mano y sin saber qué hacer.  Días después supo que el padre Damián había sufrido un infarto y ya no podría oficiar, sólo se dedicaría a descansar en la casa cural.

Durante muchos días se sintió lleno de culpa, creía que por su culpa ese anciano casi se muere. Pensándolo bien, el padre Damián no era tan malo y no se merecía lo que le había pasado; lo que él le había hecho. Cuando intentaba dormir, venían a su mente imágenes del padre Damián crucificado, gritando por ayuda. Le daba pánico la sangre en las heridas de las manos y los pies, donde iban los clavos. Una imagen no se comparaba con verlo en carne viva: lo oxidado del hierro, cómo supuraba sangre y pus y cómo la cara del cura, viendo hacia arriba, rogaba clemencia pero nadie le respondía. Raúl despertaba sudoroso y agitado, sin poder conciliar el sueño en varias horas.

Incluso le dijo a su padre que por su culpa el padre Damián casi se muere, sin decirle que odiaba ser monaguillo. Le respondió que no se preocupara, que era normal que se sintiera culpable por no hacer nada. Pero de eso a que él fuera responsable, había mucha diferencia. También le dijo que si se seguía sintiendo culpable, podría ir a confesarse en cuanto llegara el nuevo sacerdote. Ya no debe tardar, dijo su padre con una sonrisa confiada y volvió a su taza de café.

Los torrentes no pueden apagar el amor
Los ríos son incapaces de anegarlo

En eso tenía razón, no pasaron más de dos días cuando llegó el padre Miguel. Era más joven y amigable, olía a colonia y tenía el pelo alborotado. Sus misas eran más entretenidas, no sólo hablaba de la Biblia; también decía cosas sobre la vida normal, la vida de la gente que trabaja, de los jóvenes, de sus padres y cómo ser mejores personas. Raúl sentía que le hablaba a él, que hablaba sobre él. Todo mundo adoraba al padre Miguel; se quedaba a hablar con las ancianas que lo buscaban al final de la misa, saludaba a todos de mano, el confesionario rompió récord de asistencia. Lo que más le gustaba a Raúl era que era muy amable con los monaguillos, les ayudaba con los deberes y a todos les preguntaba por su familia y miraba con cariño.

A Raúl le temblaban las piernas cuando se sentó en el confesionario. No sabía por qué la presencia del nuevo cura lo ponía tan nervioso. Cuando le confesó al padre Miguel que había deseado que algo le pasara a su antecesor, casi se vomita por la ansiedad. Pero del otro lado del confesionario no se oyó ninguna reprimenda, ningún reclamo. Le dijo que era normal sentir culpa, que desear el mal no era algo que Dios vea con buenos ojos. Pero también le dijo que lo que le pasó al padre Damián era algo natural y de todos modos hubiera pasado. También le dijo que Dios tiene un plan para todos y su camino apenas estaba empezando, que no se cerrara a lo que el Señor ponía en su camino.

Fue por todo esto y más que Raúl lo buscaba, que se tardaba más limpiando los cálices, barriendo el altar. Quería estar más cerca de él, que el padre Miguel lo notara y supiera lo valioso e inteligente que es. Ahora la posibilidad de volverse cura lo emocionaba, sonreía cuando sus padres le preguntaban qué tal lo de ser monaguillo. Fue por todo esto que cuando el padre Miguel lo invitó a su oficina, después de que todos se fueron, a tomar un café con él, aceptó entusiasmado.

Tiene que ser amor ¿no? Lo que hicieron se puede hacer si los dos se aman. Además, lo hicieron frente a Dios, en su casa, debajo de la cruz. Sabe que es pecado que dos hombres hagan lo de esa tarde y aún más que se amen. Pero el padre Miguel es tan bueno y ayuda a mucha gente, Dios debe hacer una excepción. Ahora Raúl reza todos los días y siente cómo su fe se vuelve verdadera. Definitivamente es amor: el amor debe ser difícil, debe vencer obstáculos.

El amor es fuerte como la muerte
Fuerte como la muerte es el amor

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