Ensayo mexicano actual: Delmar Penka

Presentamos un ensayo de Delmar Penka (Chiapas, 1990). Es ensayista, documentalista y académico tseltal. Maestro en Comunicación y Política por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2017-2018), de las Becas Literarias Interfaz (2018), y del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico, PECDA-Chiapas (2019). Sus ensayos literarios han sido publicados en las revistas Balajú, Fotocinema, Sinfín, Primera Página y Tierra Adentro.

Esta colaboración fue seleccionada en la Convocatoria 2020.

 

 

Cenizas

 

Uno

En la cocina de mi abuela Antonia hay un fogón, ella no recuerda cuándo fue construido. Antes de que yo naciera ya existía. Muchos fuegos ha encendido en cada comienzo y fin de jornada, conservando el calor que le caracteriza. El humo ha tiznado con el tiempo a las paredes de la cocina, el comal y las ollas; se ha impregnado en su ropa y su cabello, convirtiéndose en parte de ella. Todo envejece menos las manos de mi abuela, con ellas esculpe el tiempo y sus alimentos.

Con el paso de los años la madera que cubre la caja del fogón se ha desgastado, las cenizas se caen entre los agujeros. Ella barre el suelo y junta los fragmentos, los guarda en una bolsa que tiene a un lado de la puerta. La he visto repetir la misma acción desde que tengo memoria. ¿Cómo algo tan diminuto puede tener sentido para ella? Nunca me atreví a preguntarle por qué las recogía y no sólo las aventaba afuera de la cocina. Un día comprendí la razón.

Mi abuela me ha contado varias historias cada vez que la visito. Cuando llego a su casa siempre encuentro encendida la lumbre de la cocina. La escucho hablar con el calor del fuego, sin este mi memoria se apagaría. En cada hoguera que prepara se encuentran contenidos sus recuerdos y se guardan incluso al convertirse en cenizas, porque cuando no hay nadie en casa y no tiene a quien contarle sus penas y alegrías, el único testigo de lo que ella murmura es el fuego y sus restos.

Por ella aprendí a distinguir entre la ceniza blanca y la ceniza negra. Sucedió aquella noche cuando me contó de los días duros trabajando en las fincas. Mi abuela creía que toda la vida estaría condenada a dicho lugar, pero luego huyó con mi abuelo, entonces las cosas cambiaron un poco. Soltó algunas lágrimas, se escurrían en sus mejillas, y las limpiaba con el reboso para disimular su nostalgia. La leña se trituraba al sentir sus palabras. Entonces, ella removió las brazas para juntar las cenizas negras, pues el dolor se había quemado. Así entendí que las cenizas blancas aparecen cuando se cuentan cosas que alegran al alma. La vi y su sonrisa desprendía un calor más fuerte que todos los fuegos que había encendido en esta vida.

Ahora, cada vez que la visito recojo las cenizas. Se las guardo en su bolsa porque al hacerlo encuentro sus memorias. Por esa razón es que ella no las tira sino hasta el momento indicado para dársela a la tierra.

 

Dos

Las cenizas son los únicos restos que quedan de la leña o el carbón una vez que termina de arder. La lumbre se extingue dejando un polvo gris alrededor del fogón. Se acumulan en cada incineración hasta llenar los bordes del cajón. Entonces, una mañana son removidas para darle espacio a una nueva generación. Las cenizas se recogen sin tener, aparentemente, otro fin.

Pero esto es una mentira. La ceniza continúa con el transcurso de su vida, como lo dice la química: la materia no se destruye solo se transforma. Esta mutación de ser leña y fuego para convertirse en ceniza cumple con una función más allá del solo hecho de ser polvo. Para los tseltales de mi pueblo es usada como abono: se junta y se esparce en las plantas que apenas crecen, pues estas les dará fuerza y las protegerá de las plagas. De esta manera cumple uno de sus ciclos de existir: el de dar vida.

Las cenizas tienen múltiples facetas. Hay algunas familias que todavía las usan como jabón, pues su consistencia áspera permite remover las grasas pegadas en los sartenes. El procedimiento es simple: se unta un poco en algún trapo, se remoja y entonces se friega sobre el utensilio hasta remover los residuos. Es un detergente natural que con el tiempo se ha dejado de usar.

Algunas familias nahuas utilizan la ceniza como un remedio. Cuando un niño o niña se empacha por comer rápido o cuando tiene alguna inflamación estomacal, se junta un poco de ceniza y se mezcla con manteca y, posteriormente, la untan en el abdomen del enfermo. Llevan a cabo esta práctica medicinal porque se cree que la ceniza es una materia caliente y ayuda a que el cuerpo no pierda su temperatura y desinflame el área empachada.

En otros pueblos la ceniza de leña es parte de la gastronomía como en Guerrero y Michoacán. Durante varias generaciones han mantenido viva la receta de los tamales nejos y las corundas, que son preparados con este ingrediente. Primero, las ceniza se refina con un colador. Una vez listo se deja caer en agua tibia para retirar los pequeños fragmentos de carbón que se filtran. Después se mezcla la ceniza con los granos de maíz en agua caliente, que es parte de la nixtamalización. De esa manera, la ceniza se impregna en el maíz que posteriormente es molido. La masa, resultado de este proceso, es con la que se preparan los tamales de ceniza.

Esta pequeña materia no sólo se define por ser el polvo de los fuegos extintos. Tiene un significado polisémico. No hay mayor prueba alquímica que la ceniza, pues de sus diminutos fragmentos nacen múltiples riberas que conducen a diferentes puertos.

 

Tres

En mi lengua materna, el tseltal, a las cenizas las llamamos tan. Comparte el mismo nombre con cualquier tipo de polvo: de tierra seca, de asfalto, de suciedad… Lo que distingue a la tan (ceniza) del resto es su lugar de creación y su inevitable relación con el k’ajk’ (fuego), eso le basta para fundar su diferencia.

 

Cuatro 

Ceniza del tiempo

Ceniza de copal

Ceniza de carbón

Ceniza de temascal.

Ceniza de leña

Ceniza de incienso

Ceniza de milpa

Ceniza del cuerpo.

 

Con toda las marañas que implica la reflexión de algo, cuya condición parece pertenecer a lo que pasa desapercibido, me pregunto: ¿Dónde acaba la finitud de lo diminuto? ¿Dónde empieza la importancia de aquello que, si no es por interés propio, jamás volvemos la mirada? Recuerdo haber leído hace poco que la creación del universo se dio por la explosión de una súper estrella, debido a una pequeña partícula que tenía toda la fuerza para crear todo lo que hoy podemos ver. Algunos dicen que es una especulación ¿pero qué cosa no lo es? De esa misma forma la ceniza, aun con lo microscópica que pueda ser, trastoca el lenguaje de nuestra existencia. Así comienza su significación.

La palabra ceniza recurrentemente aparece en la poesía. Algunas veces es reducida a lo inerte, a lo muerto, que es diminuto o sin importancia, como los amores pasajeros. Así lo escribió Dulce María Loynaz: Aunque brilles… No besa tu beso… ¡Quien te amó sólo amaba cenizas! Asimismo, la palabra es referida a aquello que nunca nos pertenece ni siquiera el vacío que aparentemente nos queda cuando somos desposeídos de todo: Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos, apuntó Juan Gelman.

Las cenizas también se escriben como sinónimo de tristeza o soledad, de los paisajes fríos y solitarios en los que transitamos de vez en cuando. El sentimiento se encuentra en el fragmento escrito por Alejandra Pizarnik: Afuera hay sol. Yo me visto de cenizas. Hay quienes emplean la ceniza como el contraste de lo que se cree divino e infinito, para expresar el desasosiego de algo cotidiano: el cielo es de ceniza, dijo Federico García Lorca. Así, de este modo, la materia adquiere un sentido que alude a un sentimiento deletéreo del que es imprescindible desprenderse: Solo las cenizas se aferran al fuego. No sois ceniza, soltad todo aquello que os queme, fueron las palabras de José Gómez Iglesias.

Algo aparentemente diminuto es también significado como los restos de una sombra que nunca convalece, donde se encuentran contenidos los recuerdos de un pasado lejano que alguna vez existió y que, sin darnos cuenta, manifiesta una posibilidad de vida en nuestro presente, en la espera de que alguien se impulse a revivirlo. Pablo Neruda lo refirió de esta manera: busquemos las antiguas cenizas del corazón quemado y allí que caigan uno por uno nuestros besos, hasta que resucite la flor deshabitada. Cuando sólo quedan cenizas nada está perdido, a no ser que sea disuelto por el viento o por un soplo nuestro y voluntario, elevándose como pequeños fuegos a su propio ritmo, hasta menguarse por completo. De lo contrario, como Gustavo Adolfo Bécquer escribió, todo es propenso a volver: como el fénix que renace de sus cenizas.

Las cenizas remiten a lo interminable, a aquello que escapa de la lógica humana, como si tuviera una condición metafísica, capaz de trascender esta vida, otras, y las que vengan. Son la prueba fehaciente de que algo existe incluso cuando se le cree perdido o muerto, como una pequeña llama que jamás se extingue ni aun con la más fuerte de las lluvias. La gente así lo refiere cuando dice: donde hubo fuego, cenizas quedan. Y es que esto es una metáfora de los recuerdos más que del olvido. En ellas se encuentran retazos de lo que fuimos con unos y con (nos)otros: Acerca tu boca a mis cenizas. Sopla. De ti depende renacer de las llamas, escribió Alejandro Jodorowsky. Es el último intento por saber, si acaso, por alguna extraña razón, pertenecemos todavía a aquel corazón que un día nos dio el mejor de sus latidos, y si existe la forma de recobrar un segundo aire para reescribir la historia. Jorge Luis Borges lo describió de una manera lúcida: enséñame el arte de ver mi propia historia como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.

Hay cenizas que son el resultado de hogueras que arden con tanta intensidad y que nunca se apagan ni aun con el lento andar del tiempo. Hay otras que se extinguen al primer soplo, sin gloria, dejando un montón de derrotas. Todos somos un tipo de ceniza: el de la memoria o del olvido.

 

Cinco

Todos los nombres saben a cenizas,

todos somos las cenizas de alguien,

todos, inevitablemente, somos cenizas.

 

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