Baudelaire: Los dones de las hadas

Marco Antonio Campos traduce el poema XX de los Pequeños poemas en prosa. Pocos años después de la publicación de Las Flores del Mal, Charles Baudelaire (1821-1867) comienza la redacción de estos pequeños poemas en prosa, considerada desde el principio como una obra profundamente innovadora y auténtico modelo de un nuevo género literario. Por sus ambiciones estilísticas y por la voluntaria unión de la inspiración poética con la reflexión crítica; por el arte de evocar las visiones poéticas y rigurosas opiniones teóricas desde la óptica más esteticista, estos poemas ejercieron gran influencia: era el nacimiento de la prosa poética y, en cierto modo, de la poesía pura.

 

 

 

 

 

LOS DONES DE LAS HADAS

 

Había gran asamblea de hadas para proceder a la repartición de dones entre los recién nacidos que habían llegado en la tierra en las últimas veinticuatro horas.

   Estas antiguas y caprichosas hermanas del destino, madres extravagantes del deleite y del dolor, eran harto diversas: unas tenían aire sombrío y ceñudo; otras, retozón y malicioso; unas, jóvenes, habían sido siempre jóvenes; otras, viejas, habían sido siempre viejas.

   Todos los padres con fe en las hadas habían venido cargando su recién nacido en brazos.

   Los dones, las facultades, los azares felices, las circunstancias invencibles estaban acumuladas a un costado del tribunal, como los premios sobre el estrado para la entrega. Lo que había aquí de distintivo era que los dones no se otorgaban como recompensa a un esfuerzo, sino, antagónicamente, como una gracia acordada para el que aún no había vivido, gracia que podía determinar su destino y volverse fuente de su desdicha o su felicidad.

   Las pobres hadas estaban atareadísimas porque era interminable la multitud de solicitantes, y el mundo intermediario, puesto entre el hombre y Dios, está sometido como nosotros a la terrible ley del tiempo y a su infinita posteridad, días, horas, minutos, segundos.

   Estaban realmente aturdidas como ministros un día de audiencia o como empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza desempeños gratuitos. Creo aun que miraban de vez en vez las manecillas del reloj con tanta impaciencia, como jueces terrenales, que estando en sesión desde la mañana, sueñan inevitablemente en la cena, en la familia, en las queridas pantuflas. Si en la justicia sobrenatural hay un poco de precipitación y de azar, no nos asombremos los haya asimismo algunas veces en la justicia humana. Seríamos nosotros, en tal caso, jueces injustos.

   También fueron perpetradas en este día algunas tomaduras de pelo, que podrían considerarse como raras, si la prudencia, más que el capricho, fuera el rasgo  distintivo y eterno de las hadas.

   De tal modo, la aptitud de atraer magnéticamente fue otorgada al heredero único de una familia muy rica, que sin capacidad alguna para la caridad ni codicia por los bienes más visibles de la vida, se encontraría más tarde embarazado prodigiosamente con sus millones.

   Fueron dados el amor a la belleza y la fuerza poética al hijo de un sombrío indigente, cantero de oficio, que no podía de ningún modo aliviar ni ayudar las necesidades de su deplorable progenitura.

   Olvidaba decir que la distribución en estos casos solemnes no puede apelarse, ni puede rechazarse ningún don.

   Se levantaron las hadas creyendo su labor cumplida –puesto que ningún regalo o largueza quedaban por arrojar a toda esta escoria humana-, cuando un buen hombre, un pobre y pequeño comerciante, creo, se levantó y empuñando el vestido de vapores polícromos del hada que tenía más cerca, exclamó: “¡Eh, señora! ¡No me olvide! ¡Falta el mío! ¡No me gustaría haber venido en balde!”

   El hada podía verse en un enredo; nada quedaba ya. Pero recordó a tiempo una ley muy conocida, pero aplicada excepcionalmente en el mundo sobrenatural que habitan estas deidades impalpables, amigas del hombre, y obligadas a menudo a adaptarse a sus pasiones, como las hadas, los gnomos, las salamandras, las sílfides, los silfos, los nixos, las ondinas y los ondinos –quiero referirme la ley que concede a las hadas, en casos parecidos, es decir, de terminación de lotes, la facultad de otorgar uno, suplementario y excepcional, siempre y cuando tenga imaginación suficiente para crearlo al momento.

   La hada buena contestó con el aplomo digno de su rango: “Otorgo a tu hijo… le doy…, el don de agradar”.

-Pero  ¿agradar? ¿Cómo? ¿Agradar? ¿Para qué agradar? –preguntó neciamente el boticario, que era sin duda uno de esos razonadores tan comunes, incapaces de elevarse hasta la lógica del absurdo.

-¡Porque…porque…! –repuso el hada con furia, volviéndole la espalda, y al unirse al cortejo de sus compañeras, comentó: “¿Qué opinión les merece este francesito vanidoso, que quiere entender todo y habiendo conseguido el mejor de los lotes para su hijo, se atreve aún a interrogar y a discutir los indiscutible?”

 

 

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