Poesía mexicana: Jorge Valdés Díaz-Vélez

Leemos algunos textos del poeta mexicano Jorge Valdés Díaz-Vélez (Torreón, 1955) pertenecientes a La puerta giratoria, poemario por el que recibió el Premio de Poesía Aguascalientes en 1998. La nota crítica de la antología de poesía mexicana Tigre la sed (Hiperión, 2005) resalta que “sus poemas son eficaces descripciones melancólicas de un instante perdido o por perderse”. Algunos de sus libros son Jardines sumergidos (México, Colibrí, 2003); Tiempo fuera (1988-2005) (Universidad Nacional Autónoma de México, 2007); Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007); Qualcuno va (―Ed. bilingüe italiano-español―, Foggia, Bari, Sentieri Meridiani Edizioni, 2010); Otras Horas (Santander, Quálea Editorial, 2010); Mapa mudo (Sevilla, Col. Vandalia, Fundación José Manuel Lara, 2011); Herida sombra (Monterrey, Posdata Editores, Col. Versus, 2012) y Nudista (Saltillo, Gobierno del Estado de Coahuila, Col. Arena de poesía). Ha sido traducido al árabe, francés, italiano, portugués, neerlandés, rumano e inglés.

 

 

 

 

El principio

 

Amanece. Abro la ventana.
Entro en la piel fresca del día.
El cristal recobra tu imagen.
Y el sol, suave tapiz, el viento.

Estás aún dentro del sueño
que has de vivir para contarte.
A tu lado reposa el tiempo
en rotación su transparencia.

Te vuelves y extiendes un brazo
que busca la proximidad.
Entreabre los ojos quien
roza en las ramas un almendro.

Había un pájaro en lo alto
de sus repliegues. Más a fondo
regresas al sueño. Debajo
va el corazón por su latido.

 

 

 

 

Balcón

 

Se abren a cada gota
rosas de lluvia negras.

Los pétalos son lumbre
líquida en su reflejo.

A contraluz madura
su dimensión de huella.

Buscan mis ojos, ávidos
por aljibes desiertos.

Oigo latir insomnes
nadas puertas adentro.

Sólo es real la noche,
sólo balcón el sueño.

 

 

 

 

Reunión familiar

 

El tiempo de los muertos
es un tiempo distinto
al de los vivos. Viven
adentro de la casa

colgados en un marco,
callados, no molestan
sus gritos ni su modo
de ver de frente al mundo

ajeno a su presencia.
No envejecen los muertos,
calaveras de azúcar,
aunque crezcan mil veces,

en el anecdotario 
de la tía soltera,
del nieto más lejano
a la hora del pan

sobre sus restos. Ríen
con los cuentos aquellos
que reúnen sus miedos
en fin de año; despiertan

entonces las angustias,
la nostalgia, el deseo,
la duda metafísica,
la huida literaria

de un cuervo, una carreta
parada en San Silvestre,
la extraña concepción
del paraíso. Saben

de sobra la ironía
de la broma y el chiste
que siempre nos recurren
al citar su memoria,

guerreros invencibles
de las guerras floridas,
ya libres de la brasa
rotunda de sus cuerpos.

Mis muertos –no su ausencia–
son pocos, todavía.
Ellos esperan, ellos
tan solo nos esperan.

 

 

 

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