El poeta español Andrés García Cerdán ha publicado, con Visor Libros, el volumen de ensayos El árbol del lenguaje. Sobre la poesía de Julio Cortázar. Proponemos aquí la lectura de uno de sus capítulos. García Cerdán ha merecido el Premio Hermanos Argensola con el poemario Defensa de las excepciones (Visor Libros). Andrés García Cerdán (Fuenteálamo –Albacete–, 1972) es profesor de la UCLM y doctor en Literatura por la Universidad de Murcia. Es autor de poemarios como Edad de hierba (1992), Los nombres del enemigo (1997), La cuarta persona del singular (2002), Curvas (2009), Carmina (2012), La sangre (2014), Barbarie (Premio Alegría, 2015) o Puntos de no retorno (Premio San Juan de la Cruz, 2017). Satisfaction (I can´t get no) (2016) es una selección de sus poemas. Como crítico literario es responsable del estudio La realidad total. Sobre la poesía de Julio Cortázar (2010), del (anti)ensayo La muerte del lenguaje y de las antologías de poesía contemporáneaEl llano en llamas (2013) y El Peligro y el Sueño (2016). En el blog Boogie-Woogie reflexiona sobre filosofía y literatura actuales. The Rimbaud Company es su inmersión en la poesía eléctrica.
[Capítulo extraído de El árbol del lenguaje. Sobre la poesía de Julio Cortázar (Visor, Biblioteca Filológica, 2021)]
“Posiblemente porque el verano me circunda
escribo este árbol de palabras.”
-Julio Cortázar, “Boomerang”[1]–
Es hermosa aquella imagen de Marcel Proust en Contre Saint-Beuve que sugiere que los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera, la lengua especial que nos habla como en sueños, esa lengua que excede los ámbitos de lo consabido. ¿Qué palabra es más extranjera que la palabra poética? Su extranjería procede, en primera instancia, de la negación de la lengua como instrumento (José Ángel Valente, 2006: 24-25). Después, el lugar del lenguaje poético en la construcción de la realidad y la indagación de lo humano se muestra como un lugar intersticial, al otro lado de todos los ríos, en las fronteras de todo, más allá. Desde un pálpito paralelo al de Proust, Silvia Geller se preguntará qué es la poesía en sí misma sino la creación y la invención de un nuevo sentido o si no nos transporta a un mundo inédito de significaciones sólo escritas en los intersticios del encadenamiento de palabras (1996: 181-187).
En este contexto extranjero e inventado cabría otra imagen. Entre el árbol de la vida (instintiva, natural, biológica, plural, genética) y el árbol de la ciencia (epistémica, racionalista, gnoseológica, científica, legal) se alza el árbol del lenguaje, un árbol de palabras, un árbol de poesía que se abre y nos abre a un mundo inédito, ajeno. Ante tanta tinta de libros escritos, Cortázar recomendaba a los lectores del 70 detenerse a escuchar ese gran árbol de poesía de nuestro oído interior, del que hablaba Rainer Maria Rilke. Es éste el árbol en el que ha de tener sentido el bosque de la totalidad. La importancia arbórea del lenguaje debe ser considerada desde los valores que lo lingüístico atesora de forma intrínseca y desde aquellos otros que lo convierten en apertura y contacto. El lenguaje es la cualidad humana diferenciadora, la condición que nos sitúa entre bestias y dioses, el tránsito que permite la conciencia y la creación. El árbol del lenguaje será expresión del árbol de la vida y, al tiempo, hará posible la progresión del árbol de la ciencia. Sin lenguaje no hay homo sapiens, no hay ludens, no hay faber, no hay homo. Y se pregunta:
¿no será que somos porque hablamos,
que el Logos, finalmente, es esa sangre
que corre (verbo) por las venas (nombre)? (2005: 661)
Las alusiones, los cuestionamientos y las inquisiciones cortazarianas respecto al lenguaje son múltiples a lo largo de su obra, con especial importancia en los textos poéticos. Cortázar se sabe de continuo deudor de la lengua en que se expresa, concebida desde un prisma crítico-creativo que la convierte en enseña máxima de la labor del escritor. Cortázar se reconoce escritor (ficcionante, narrador, mitopoyético, delirante) y entiende el lenguaje como el origen de su capacidad de intervención en el mundo, de acceso a las cosas, de irrupción en el otro lado. La lengua ha de ser todo excepto una sumisión, como recuerda Saúl Yurkievich.
Cortázar procura librarse de la fascinación de las palabras, desprenderse de tretas y tramoyas retóricas, renunciar a las bellas estratagemas de la lengua. Ansía despojarse de sus artes de encantamiento discursivo para alcanzar cruda y rudamente, por ascesis bárbara, la otra palabra, aquella con fiebre y vértigo internos, la palabra matinal, matricial, la más habitada, la más humana. (2004: 172)
Frente al pernicioso encantamiento discursivo, Cortázar atiende a las explosiones de una palabra febril, vertiginosa, matinal, palabra que “no comunica propiamente, sino que convoca o llama hacia el interior de sí misma. Palabra que no se consuma, como sucede en el uso instrumental del lenguaje, en lo que designa, sino que permanece perpetuamente abierta hacia el interior de sí. De ese modo, la poesía se hará o será fundamentalmente experiencia de la interioridad de la palabra” (Valente, 2006: 25). El primer paso de la libertad humana estará en la libertad del lenguaje, en la restitución de sus potencialidades.
Por otra parte, la evolución cortazariana en su concepción de lengua y lenguaje es en todo coherente con los derroteros de su producción literaria. Es difícil imaginar que el sonetista de Presencia es la misma persona que el autor de “Policrítica en la hora de los chacales”. Con todo, hay unas sospechas básicas al hablar de Cortázar. En él, la lengua es la posibilidad “bárbara” de rescisión definitiva de la “sabiduría falaz” y la captación de la naturalidad del otro lado, ese que la pátina de la costumbre, la niebla de la seriedad, el hormigón del abuso o la hipocresía de la retórica retraen, niegan o abolen. Así, como ocurre en “Cinco últimos poemas para Cris”, las palabras han de ser pájaros, nunca piedras opacas que caigan sordamente.
Ahora escribo pájaros.
No los veo venir, no los elijo,
de golpe están ahí, son esto,
una bandada de palabras
posándose
una
a
una
en los alambres de la página,
chirriando, picoteando, lluvia de alas
y yo sin pan que darles, solamente
dejándolos venir. Tal vez
sea eso un árbol
o tal vez
el amor. (2005: 156)
Palabras como pájaros que acuden al alambre de la página, escritura por escucha, escritura distraída. Se puede observar en muchas de las alusiones poéticas a las palabras cómo Cortázar elige –tal vez es él el elegido– imágenes de vuelo, aéreas, de alas. Desde el primer verso de Presencia (“Ala de estela lúcida…”) hasta las postrimerías de Alto el Perú (1984), al final de su vida, podemos encontrarnos con esta misma idea, con palabras que vuelan, que son libres y lúcidas. En la obra de Cortázar cobra plenamente sentido una poética del aire como la esgrimida por el querido Gaston Bachelard en El aire y los sueños.[2]
Siendo la poesía el lugar en que el lenguaje se mueve en todo su esplendor, expresión de las potencialidades máximas, supremas de la lengua, es obvio advertir que Cortázar buscará la autenticidad total en las palabras y que el poema habrá de ser siempre el arma más extensa en la conquista del conocimiento, desacostumbrado de una vez por todas el uso que hemos hecho del lenguaje.
Tras la sospecha de que con las palabras apenas rellenamos los “agujeros” de nuestro mundo circundante[3], la posición del poeta argentino ante el lenguaje sigue los derroteros de una percepción crítica, entre el amor y el desprecio, entre la entrega y la distancia. En Los Reyes o Rayuela podemos oírlo abominar de las “perras palabras” o de las “proxenetas relucientes” (1994: 269).[4] El camino será amar las palabras cuando estás harto de ellas. En Salvo el crepúsculo lo dice así:
Primeros años europeos: operación de carga y descarga y recarga y contracarga y anticarga y sobrecarga. Por un lado algo como lo que dice Robert Crossom,
The curse is to love words
When you-re stuck with them
Y vaya si estaba stuck-d de viejas palabras apolilladas, comidas por la mentira, revolcadas en polvos que nada tenían de enamorados como no fuera el hecho de proclamarlos hasta la náusea. Por otro lado algo como lo que buscaba Clarice Lispector,
No quiero la terrible limitación
del que
vive tan sólo de aquello capaz de
tener sentido. Yo no: quiero una
verdad inventada.
Detrás de eso, la certidumbre de que los poemas, fueran lo que fuesen, guardaban en sus botellitas de ludiones lo más mío que me hubiera sido dado escribir, y que no llegaría a la verdad inventada por un mero barrido de hojas secas. (2005: 257)
La palabra que cuenta para Cortázar es aquella habitada por el fuego interno. ¿Qué queremos decir cuando decimos? La palabra cortazariana es una palabra que bucea en las profundidades y en su profundidad, más allá de lo inane. Esa palabra traduce un estado humano en ebullición, en desequilibrio, en mutación, tentativa de pintar la totalidad humana y huida apresurada de la simulación retórica. Esta cuestión jalona la obra creativa de Cortázar y se convierte en el punto de partida de la mayoría de sus reflexiones sobre lo poético. Cree el argentino que lengua y lenguaje literario en particular son utilizados con frecuencia como métodos de construcción literaria, stricto sensu, sin advertir la desnaturalización que se lleva a cabo en ese proceso, impostado, en buena medida hipócrita y que acaba por tapiar la verdad. El lenguaje como un fin en sí mismo con propósitos sólo estéticos es un ejercicio de simpleza. De esta forma, Cortázar se alzará contra el uso del lenguaje de una forma meramente denotativa, con adornos retóricos y una intención apenas somera, lo que vendría a trasuntar un acto de incompetencia y una sospechosa banalidad. Contra lo burócrata y la desfachatez literaria se rebela la voz de Cortázar, recordándonos que lo poético desentierra, bien entendido, la única posibilidad humana de realización, la realidad de la conjetura humana en su totalidad.
El lenguaje que cuenta para mí es el que abre ventanas en la realidad; una permanente apertura de huecos en la pared del hombre, que nos separa de nosotros mismos y de los demás (González Bermejo, 1978: 85).
La liberación humana se inicia con la liberación de nuestra comunicación, con la expresión irreprimida, con el ansia de trascendencia. Al hombre nuevo hay que ir desde un nuevo lenguaje, un lenguaje reconsiderado en su esplendor y su integridad. Así lo advierte Saúl Yurkievich de forma vehemente:
Esa palabra habitada por el fuego interno, palabra necesaria que conlleva plenamente al sujeto que la emite, con toda su pluralidad pulsional, cancela la otra, la de superficie, la de las logomaquias unitarias detrás de las cuales se parapetan los escritores conceptuosos, los confortablemente instalados en una supuesta unidad de la persona. (2004: 177)
Es feraz el valor fundamental que Cortázar otorga al lenguaje. A este “instrumento”, don humano por excelencia, impone el argentino la maravillosa tarea de abrir las puertas hacia lo otro, lo que está escondido, lo que nos pone en contacto con eso que somos en verdad y lo que aparece velado por el desgaste del lenguaje convencional. El lenguaje ha de desempeñar un inequívoco papel de apertura: apertura de la realidad y apertura de lo humano hacia un hombre otro. El destino del lenguaje se cumple, además, en una autocrítica que lo convoque a una realidad más prístina, original y transparente.
Se podría decir que Cortázar observa en el lenguaje “convencional” una perversión paralela a la involución experimentada a niveles histórico-sociales, cognitivos y vitales. Coincide en ello con pensadores como Martin Heidegger, quien cree que la lengua de nuestra conversación destruye continuamente la posibilidad de decir aquello de lo que hablamos. La degeneración del lenguaje y la costumbre lingüística se han convertido en obstáculo para la expresión real. Si la latitud y la profundidad de lo humano vienen dadas por el lenguaje que nos nombra, es innegable la importancia que cobra su desautomatización. La “poquedad” y el consentimiento en que se inscribe la vida lingüística del hombre determinarán la “poquedad” y el conformismo a que podemos aferrarnos en la existencia. El origen de este desgaste se hallaría, según el poeta, en la sistémica pretensión de explicar la realidad, en la canonización de reglas, presupuestos y géneros, en la canalización de los discursos que se someten a causas ajenas, en el uso y el abuso de la palabra. Para él este proceso revierte en desconocimiento y olvido de lo que realmente somos. La verdadera libertad humana ha de venir, en primer lugar, de la liberación de la tiranía de un lenguaje codificado y fosilizado. Concebir el lenguaje como una fosilización conlleva atentar contra el primer principio característico de la palabra: su dinamismo, su cualidad de movimiento perpetuo, su intraducible poder generador, su aperturismo. En este sentido, Jacques Lacan es una referencia en el pensamiento lingüístico cortazariano. Es impensable que desde lo literario se consienta la petrificación del lenguaje, incapacitándolo así para su expresión total y convirtiéndolo en herramienta insuficiente de captación de la realidad y de transformación continua del hombre.
La crítica a la lengua y lo literario se efectuará desde lo literario mismo, en una forma de reflexividad y autorreferencialidad metapoética que implica un alto componente crítico, que se propone un autoanálisis destructivo, deconstructivo. Existe en Cortázar la sospecha de que en el seno del lenguaje alienta siempre otra dimensión de lo real, una realidad que se construiría sin interrupción, sin parámetros rectores predeterminados, sin disposiciones apriorísticas, una realidad a la que se accede en casos extremos desde la ruptura del lenguaje, desde su exasperación. Al ritmo de lo vital, desde coordenadas que más tendrían que ver con el latido y con el hálito que con otra cosa, el lenguaje literario, como revelación, ha de atesorar –genéticamente– los rasgos de una fecundidad y una naturalidad iniciáticas. El lenguaje literario no puede prescindir de su intuición. Curutchet se referirá a ese lenguaje absolutamente nuevo que Cortázar busca como “anti-lenguaje” (1972: 130).
La expresión de la totalidad del hombre que Cortázar persigue sólo es posible desde una totalidad del lenguaje, desde una especie de anti-lenguaje. “Para escribir a un hombre hacen falta todas las palabras”, parece recordarnos Juarroz. Para Graciela Batarce, Cortázar propone en su teoría “una escritura subversiva, propia de un dinamitero que barrene los flancos del idioma y convierta a la palabra en manifestante de la totalidad del hombre” (2008: 3). Es ésta una postura de máxima implicación personal, vanguardista, antiartística, antiformal, contracultural. Escribir consistirá en poner en juego recursos de desvío, agresión, reversión y desbaratamiento para que el lenguaje imponga su arbitrio; que se interponga entre conciencia y mundo, entre aprehensión y expresión; que la escritura resulte, finalmente, un recurso para alcanzar lo que está más acá o más allá de la lengua: la realidad que las palabras enmascaran (Batarce Barrios, 2008:3). Desde esa descolocación el poeta se atreverá a quitarle la máscara a la realidad, se atreverá a decir a qué llama manzana.
Glosando a Ludwig Wittgenstein, si los límites del mundo son los límites del lenguaje, la única vía posible de abolición de los límites de la realidad vendría dada por la abolición de los límites del lenguaje. Desterradas las ideas de limitación y finitud del lenguaje, convencionalmente entendido como sistema estructurado de signos, con una normativa, como un pacto social, será posible desterrar, igualmente, la visión reductiva de lo real. Ampliando los horizontes del lenguaje, se hace posible la amplitud de una realidad que penetramos más, que forjamos. Reconociendo el carácter motor, generador, inquieto, no sometido, no regulado de la lengua, estaremos abriendo de par en par las puertas a una realidad siempre nueva y a un árbol siempre en crecimiento.
En esa pretensión de aperturas se encuentra lo mejor de la literatura cortazariana, lo que debemos poner en relación con una de sus pretensiones: “demoler el lenguaje adocenado” (González Bermejo, 1978: 85). En el fondo, como siempre, late la certidumbre de que “la verdadera libertad nos libera de la tiranía del lenguaje codificado y fosilizado, que pretende ser el amo” (1978: 86). Entre los escritores que admira el argentino se encuentra el autor de Ficciones. En Jorge Luis Borges confiesa Cortázar haber encontrado “a un hombre que ha pulido, que ha limado el lenguaje, reduciéndolo casi al nivel de aforismos, de apotegmas” (1978: 22). La esencialidad, la ausencia de retoricismo y de impostación le parecerán a Julio consignas dignas de ser seguidas. El otro ejemplo, en el otro extremo, será Witold Gombrowicz.
La lucha contra el <lenguaje poético> empieza en Europa con Lautréamont, mal que les pese a los del frac verde, y alcanza su victoria definitiva con Rimbaud; Byron y Baudelaire son estupendos pioneros, pero en ellos los lastres del lenguaje al uso malogran un porcentaje de poesía análogo al que se malogra en la poesía de Keats. (Cortázar, 2005: 933)
En Lautréamont y Rimbaud ya no hay mediaciones. El lenguaje es asalto decisivo, irrupción fulminante, participación líquida, hendidura trascendente, desarreglo y distracción. Desde el lenguaje se presencia el nacimiento continuo del mundo, de un mundo propio.
La realidad puede estar dada de una vez por todas, pero, si los tiene, sus límites son ignotos: no es posible creer en la ficción de una totalidad encerrada por un lenguaje contingente: éste debe trascenderse continuamente. […] Serán las ampliaciones sucesivas del lenguaje, la transgresión de los límites, las que darán nuevas versiones (interpretaciones, transfiguraciones) de ese mundo personal. (Mesa Gancedo, 1998ª: 1)
De alguna forma, nombrar una cosa es convertirla en algo distinto; invocar la realidad desde la palabra alberga una transfiguración de esa realidad en otra realidad distinta, verticalmente creada desde su semilla hacia un futuro conceptual posterior. Luego, el ser humano siente la necesidad de cambiar el nombre dado a las cosas como resultado de un cambio personal, un crecimiento humano, como respuesta a una determinada actitud de progreso y redefinición de sí mismo y del alrededor. Crear el mundo, nombrándolo, es tarea recurrente en la que hallamos los lazos de una realidad que igualmente crece y evoluciona con nosotros.
Las instancias desde las que Cortázar interroga las posibilidades de la lengua literaria son fundamentalmente el surrealismo y el existencialismo. Para el poeta, la poderosa herencia surrealista habría de conjugarse, no sin contrastes, con el existencialismo como intuición de la comunidad, completando así el sentido de la obra literaria como un puente necesario hacia el otro.
Igual que Breton y los escritores surrealistas, Julio Cortázar pretendió que la literatura, el hecho artístico, fuese expresión de lo real, revelación de lo real. La imaginación literaria era exploración de pliegues imperceptibles de la realidad. Parte de este ideario, lo dejó escrito el joven Cortázar de 1947 en su Teoría del túnel, texto en el que la literatura se presenta como una inmersión y un túnel hacia vetas no exploradas de la realidad. Los testimonios cortazarianos sobre estos aspectos son frecuentes. Así, puede referirse a la hipocresía en que se halla anclado “el lenguaje de las letras”:
El lenguaje de las letras ha incurrido en hipocresía al pretender estéticamente modalidades no estéticas del hombre; no sólo parcelaba el ámbito total de lo humano, sino que llegaba a deformar lo informulable para fingir que lo formulaba; no sólo empobrecía el reino, sino que vanidosamente mostraba falsos fragmentos que reemplazaban -fingiendo serlo- a aquello irremisiblemente fuera de su ámbito expresivo. (Obra crítica/1, 1994: 63)
En otras ocasiones, se refiere a la imposibilidad de contemplar la realidad desde el cristal sucio de una lengua mustia:
Nuestro escritor da señales de inquietud, sospecha que el hombre ha alzado esa barrera (la del lenguaje) al no ir más allá del desarrollo de formas verbales limitadas, en vez de rehacerlas, y que cabe a nuestra cultura echar abajo, con el lenguaje “literario”, el cristal esmerilado que nos veda la contemplación de la realidad. (Obra crítica/1, 1994: 65)
Y entonces utiliza la metáfora del túnel:
Esta agresión contra el lenguaje literario, la destrucción de formas tradicionales, tiene la característica propia del túnel; destruye para construir. (Obra crítica/ 1, 1994: 66)
En el lenguaje alienta una maravillosa realidad escondida que ha de ser sacada a la luz, construida de nuevo. En ocasiones ese secreto sólo puede manifestarse desde una ruptura de los parámetros desde los que normalmente se entiende la literatura. En definitiva, la apertura que devele el verdadero poder del texto ha de provenir del “poetismo” antes que del “esteticismo”. El trabajo cortazariano del lenguaje se encamina
hacia la instauración de una actividad en la que lo estético se ve reemplazado por lo poético (Obra crítica/ 1, 1994: 68).
Entre sus pretensiones siempre están las formas de barrenar los muros de un idioma muerto, por el que la realidad enferma y finalmente muere.
Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. (“Las palabras”, 1981)
Está refiriéndose en esta conferencia, “Las palabras” (1981), bastante tarde ya en su vida, a palabras como “democracia”, “derechos humanos”, “libertad”, por lo que el trasfondo de la reflexión cortazariana es, además de lingüístico, de carácter social y político. La lengua es el hallazgo con que los pueblos se expresan, reivindican su personalidad, su ética, su libertad. El agotamiento de la lengua y su malversación conducen a una construcción deficiente del mundo social, a una devastación de la realidad. La “repetición” convierte a las palabras en “piedras opacas”, en oscuridad e inanidad. Las palabras, que son signos vivos, devienen servidumbre, abuso, elementos gastados.
Así como dentro del reloj está la muerte, dentro de las palabras está el futuro. Hemos de saber esto, porque los enemigos de la verdadera libertad utilizan igualmente las palabras “para imponernos una concepción de vida, del estado, de la sociedad y del individuo basada en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual” (“Las palabras”, 1981).
La trascendencia y el valor de las palabras se observa desde un punto de vista social, desde una dimensión personal y desde una perspectiva existencial. Reivindicar la conciencia de la palabra es descubrir, inaugurar, lo que en esencia está reñido con el “empleo tendencioso del lenguaje” de que se valen los capitalismos. Las palabras adquieren en esos contextos una dimensión diabólica, engañosa, impostada y amenazadora. Las palabras más hermosas pueden ahogarse en “el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes” (“Las palabras”, 1981).
En esa lucha, la fluidez con que Cortázar escribe, que Cortázar consigue en la década de los años 50, se observa claramente en la obra poética. A partir de Rayuela el estilo de Cortázar había adquirido un aire inconfundible que ya nunca lo abandonaría, desenfadado y espontáneo, con un empleo peculiar de los tiempos y los modos verbales y un carácter no pragmático del discurso. En cualquier caso, se trata de una asimilación integral y no ingenua de los rasgos fundamentales de la revolución surrealista.
No se trata –explica Etienne- de una empresa de liberación verbal… Los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados por la estructura racionalista y burguesa del Occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas, como quisiera hacer Morelli desde la palabra misma. Fanáticos del verbo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de todo un lenguaje, aunque termine traicionando su sentido, muestra irrefutablemente la estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja. Lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona (y Morelli no es el único en gritarlo a todos los vientos), no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no re-animarlo. (Rayuela, 1994: 613)
César Vallejo había revivido el lenguaje de la poesía hasta cotas difícilmente concebibles. Del surrealismo, desde una perspectiva muy crítica, Cortázar hereda no la imagen gratuita, sino la concepción de la palabra como crítica y abolición de todas las fronteras, como libertad de acción. “Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo.” (Rosenblat, 1986: 145)
Nuestro poeta aboga por la demolición del lenguaje estereotipado en que nos expresamos, algo en lo que coincide con todos los grandes escritores hispanoamericanos del siglo XX, de Vallejo a Carpentier, de Girondo a Lezama Lima. Se observa, por tanto, una búsqueda que responde a las exigencias de la escritura ante el empobrecimiento del lenguaje.
Lo que Morelli quiere es devolverle al lenguaje sus derechos. Habla de expurgarlo, castigarlo, cambiar descender por bajar, como medida higiénica; pero lo que él busca en el fondo es devolverle al verbo descender todo su brillo, para que pueda ser usado como yo uso los fósforos y no como un fragmento decorativo, un pedazo de lugar común. (Rayuela, 1994: 611)
Sólo un lenguaje en libertad, que no parta de artificios y cánones, es capaz de rendir la realidad. Coincide en ello Cortázar con las premisas que Alfred Korzybsky y Henry Grunwald desarrollan en Down with media:
Nuestro lenguaje no refleja la realidad, y su estructura no se corresponde a la del mundo visible o invisible. Su gramática, basada en la lógica aristotélica, implica conceptos filosóficos primitivos ligados al pasado precientífico. Todo esto conduce a frustraciones y trastornos emocionales conocidos bajo el nombre de shock semántico. (Curutchet, 1972: 96)
No somos capaces de decir lo que queremos decir, en consonancia con la sospecha heideggeriana: nuestro propio lenguaje acaba por esconder aquello que realmente queremos decir.[5]
Si consideramos los criterios y las reglas con que el hombre vive en la sociedad moderna, a ese shock semántico el poeta debe responder inaugurando un lenguaje que sobrevuele los ámbitos cognoscitivos de la sociedad industrial y estableciendo una fundación alejada de lo pragmático y lo superficial. El lenguaje será el puente hacia el futuro en el que la realidad sea vista con los ojos vivos de un hombre más real.
Lo único claro en todo lo que ha escrito el viejo –dice Oliveira- es que, si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día. ¿Para qué sirve un escritor si no es para destruir la literatura? (Rayuela, 1994: 614)
Notas
[1] A lo largo del presente ensayo tomamos como referencia Poesía y poética. Obras completas IV. Opera mundi. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona. 2005. “Boomerang” aparece en la página 682.
[2] Las posibilidades de una “poética del aire” han sido estudiadas de forma certera por Gaston Bachelard en El aire y los sueños (Fondo de Cultura Económica. México, 1989). Igualmente se ha propuesto para la poesía de Cortázar una “poética del espacio”, lo que consideramos natural dada la polivalencia y la sugestividad de su obra. Cervera, Vicente, Una poética del espacio en Buenos Aires. Anales de literatura hispanoamericana, núm. 21. Editorial Complutense, Madrid, 1992.
[3] Julio Cortázar ve en el lenguaje al uso una excesiva humanización, una desvirtuación utilitaria que se olvida de la pulsión primigenia de la palabra.
[4] En las palabras puede encontrar Cortázar la renuncia a la realidad integral, la constatación de que nos quedamos apenas en la superficie. “¡Estoy harto de palabras, perras sedientas! ¡Los héroes odian las palabras!” (Los reyes). Otras veces en el tratamiento convencional de las palabras el argentino presume la negación de la “literatura” de verdad: “No hagamos literatura… No saquemos a relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes.” (Rayuela, cap. 23)
[5] También lo supo Pedro Casariego Córdoba: “Nuestras palabras / nos impiden hablar. / Parecía imposible. / Nuestras propias palabras.” (La risa de Dios, 2020: 233)