Presentamos un poema perteneciente al libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos de Marco Antonio Murillo, libro con el que obtuvo el Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco. Marco Antonio Murillo (Mérida, Yucatán, 1986), obtuvo un MFA en Creative Writing por la Universidad de Texas en El Paso. Es licenciado en Literatura Latinoamericana por la UADY. Premio Nacional de poesía Rosario Castellanos (2009), Premio Estatal de la Juventud en Artes (2015) y Premio de Poesía Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco 2020 con el libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos. Ha sido Becario del PECDA Yucatán (2009), del University Grant (2013- 2016) de la Fundación para las Letras Mexicanas (2016-2018), y del FONCA Jóvenes creadores (2019-2020). Es Autor de los poemarios Muerte de Catulo (La Catarsis Literaria, 2011; Rojo Siena, 2013), La luz que no se cumple (Artepoética Press, 2014) y Derrota de mar (Jaguar Ediciones, 2019). Como antólogo fue coautor del libro Casi una isla: Nueve poetas yucatecos nacidos en la década de los ochenta (SEDECULTA, 2015).
LA LUNA ERA UNA TELARAÑA AZUL QUEMÁNDOSE EN LA IMAGINACIÓN
En un hotel de Reforma, Antonio Cisneros dejó escrito sobre la pared de su habitación:
ANTONIO CISNEROS, UN KOSMOS EN PERUANO.
Sí, un kosmos (con k de khipu), encerrado en una habitación y sobre un tapiz que gritaba
sin descascararse: la muerte, sólo ella es concreta.
Creo que fue Max Ramos el que me presentó a Antonio en el Estado Seco.
Por esas fechas él estaba a tres años de dejar finalmente la poesía
(“nadie en estos días, salvo los mudos y los mancos, se ocupan de ella”, le escuché decir
en una entrevista),
y gastaba su tiempo en procurar unas macetas moribundas que traía consigo a donde
viajaba.
Cuando lo vi sobre la barra del Estado Seco me ignoró,
pero después de beber un trago, me dio un consejo: “nunca te duermas
junto a una planta, pues te envenenará como a mí el oxígeno y te oxigenará las palabras”.
En ese tiempo me encontraba trabajando los primeros borradores de un libro sobre
hierbas, creía que escribir era una forma de caer
y borrar era la única manera de levantarse. Por ejemplo, me levantaba temprano a regar
sobre el papel blanco mi propia casa verde,
pero al cabo de una semana esos versos que parecían brotar
como un espíritu ensemillado, no eran música, más bien sonaban al crujir de ramas
muertas;
al fin y al cabo, los versos también pueden quebrarse.
“¿Quieres otro consejo?”, dijo. “Las tijeras. Una planta sobrevive a los días humanos, no
por su fortaleza, sino por el sol filoso que llevan algunas tijeras,
hay qué cortarles de tajo todo lo que tiene qué ver con la palabra muerte”.
No me dijo nada más y se retiró dejando sobre la barra propina y una copia de su último
libro:
Este Crucero a las Islas Galápago es para Marco, con mi amistad, que sea el sol el que cuente su historia de palabras. México, D.F., junio de 2009.
No lo volví a ver esa semana y comencé a perder interés en lo que tenía que decirme
mi libro,
pues cuál es la historia de la hierba, sino la memoria de lo arrancado y vuelto a arrancar
para que nunca eche raíces.
Una noche recibí una llamada de Antonio, quería platicar conmigo antes de volver a Lima. Así que me fui para su hotel.
Me recibió en su cuarto con unas cervezas y después salimos a la terraza a fumar: las
estrellas
como pequeñas arañas fosforescentes se aferraban al tiempo a lo oscuro, y la luna era
una telaraña azul quemándose en la imaginación. No todo es concreto,
las estrellas no son concretas, la luna no es concreta,
el humo de un cigarrillo y la nariz y la boca que lo paladea tampoco, solo
la muerte es concreta, cuando contagia de amor los ojos de algo vivo.
Después hablamos sobre los gringos, de cómo en 100 años habían destruido la
naturaleza, pero antes
sus poetas la preservaron en los distintos rumores que pueden germinar de un yambo:
Dickinson olía a flores silvestres,
Williams olía a flores silvestres,
Ginsbergh olía a flores silvestres,
pero solo Elliot, que siempre vestía un smoking recién planchado, supo que
en la muerte está la verdadera riqueza del mundo.
¿No te parece que leerlos es también como dedicar tiempo a las plantas?
Tú podrías tomar una estrofa de Emily y regarla a diario hasta que crezca lo suficiente
como para ver a un pájaro carpintero picar su tronco.
Y me respondió que en otro tiempo sí, pero que ahora cierta literatura ya no le interesaba:
“Tal vez algún día vuelva a ello. Ahora sólo me importa el mundo en sus mínimas partes,
como mis macetas de pequeño kosmos: tierra, agua y hormigas enfiladas hacia la misma
dirección. Todo está animado por una coordenada, una sola memoria solar”.
Regresamos al cuarto, tomó un marcador y firmó a lo verde, justo sobre el tapiz de la
cama: ANTONIO CISNEROS, UN KOSMOS EN PERUANO.
Era la única verdad que él conocía. Más concreta que cualquier definición que pudiera
darle a la palabra vivir o pared.
Pero Antonio, yo no imaginaba una k donde el cosmos, le dije. “Es que no se trata solo
de Withman, me respondió, sino de otra cosa:
la araña no cuelga ya demasiado lejos de la tierra, es parte de su naturaleza muerta”.
Hasta allí dejamos la conversación. La dejamos antes de perdernos en las plumas de su
fauna.
Salí del hotel. Caminé algunas esquinas sin encontrar un taxi. Ya era tarde y las estrellas
pronto se disiparían como astros de carne y hueso.
Pensé un momento en Un crucero a las Islas Galápago,
en las macetas moribundas ubicadas en el rincón de la recámara,
en lo que mi libro no lograban decirme
y en las letras verdes sobre el tapiz de la cama;
de pronto, en un charco de agua sucia se me apareció la naturaleza muerta de la que
hablaba Antonio Cisneros:
La barca de Caronte chapotea como una cucaracha entre los vericuetos del canal principal. Paloma cuculí pretendes regodearte con mi muerte una vez más.
Una calle adelante logré tomar un taxi. En el firmamento
las estrellas lentamente cedían, una a una,
ante una claridad obligada, la ciega maravilla de estar desvelado.