Leemos poesía mexicana. Leemos algunos poemas de Rubenski Pereira (México, D.F.,1977). Ha publicado los libros: La obscuridad es la reina (Editorial Letras Vivas, colección Los otros poetas de la banda eriza, México, 2003). Coffee Shop Amsterdam (Editorial Letras Vivas, colección Los otros poetas de la banda eriza, México, 2011). Corredores Salvajes (Luhu Editorial, España, 2016). Latido izquierdo (Chamán Ediciones, España, colección Chamán ante el fuego, 2018). Marco Antonio Campos: el cerdo iluminado (EAE, Moldavia, 2019). Cantos de Estambul (Editorial Fontamara, colección Cisne, México, 2020). Ha participado en las compilaciones: Perduración de la palabra: antología de poetas jóvenes (UNAM, México, 2008). Tocan a la puerta (Fridaura, México, 2012). Un claro en la ciudad (Fridaura, México, 2013). Hostal Entrópico (Fridaura, México, 2014). En la brecha (Fridaura, México, 2014). Pétalo de hierro (Fridaura, México, 2015). Reivindícate poeta. Otra vez en octubre (Textual Editorial, edición conmemorativa por el 68, México, 2015). Las voces de los faunos(Fridaura, México, 2016). Se derrama la fuente: antología de Literatura Mexicana Moderna (Fridaura, México, 2016). En el reino del manubrio: sabemos que la bicicleta tiene alas (Textual Editorial, 2018). Tintura húmeda (Ediciones Ave Azul, México, 2021). Global insides—the vaccine (Chalant Publishing, E.E.U.U., 2021).
MÁQUINA INFERNAL
Máquina infernal,
creadora de los demonios que recorren todo mi cuerpo
¡Bésame como en una película!
Déjame morir en medio de los que me quieren
o me quisieron,
déjame buscar las noches de mi verdadero yo, cuando no
eras tú lo que importaba,
cuando era yo quien clavaba los puñales en tu corazón,
cuando yo era y no tú.
Máquina infernal que vuelas custodiando tus dominios,
no nos persigas más ¡Danos tu vientre y tu amor!
Deja de sacarnos ésta pus que nos arde,
supura y duele.
Ama a esos niños que has golpeado brutalmente,
lloran colgados de tus navajas nocturnas;
ama a esas pobres mujeres que absorberás con el sudor
de tu vapor infinito hirviéndolas en ollas de la ciencia,
del arte, del aislamiento, del polvo…
Ama a los hombres que se lamentan en lugar de cantar,
quienes se persiguen a si mismos cortándose el cuello,
haciéndose un hoyo en su piel tatuada de ángeles y santos,
aquellos que no respiran, se ahogan en ti…
Ama a los muchachos que se nos quiebra
todo entre tanto infierno: el cráneo, la saliva, nuestro amor,
la juventud. ¡Mi vida es un hermoso festín! Me reencuentro
con el optimismo y el sueño lunar.
Aguardaré en el bosque con esqueletos,
con tus gorilas despiadados, tus serpientes;
esos terribles fuegos que han pulverizado
a infinitas bestias, a infinitos esclavos.
Aliméntate con mi sangre, déjame arder,
morir sin tu dolorosa sombra.
Máquina infernal, mírate al espejo y tómate en serio
¡Olvídame!
(La obscuridad es la reina)
HOTEL ZANDBERGEN
Mi habitación
no está sola.
El fantasma de una mujer
se hace presente por las noches.
Soy luz en ti –me dice–.
En la obscuridad bebo el resto
de la botella de vino y lío un cigarrillo.
Recuerdo mi llegada a la ciudad. En el avión
un musulmán se sentó a mi lado, me sonrió;
yo dibujaba, poseído, cabezas de dragón,
absorto en sus líneas misteriosas.
El humo danza en la habitación,
la mujer fantasma me observa:
su vestido largo y blanco ondea,
casi lo tocan mis dedos eléctricos.
(Coffee shop Amsterdam)
ORIHUELA
En la estación de trenes
el sol se oculta detrás
de nubes oscuras;
una piedra de la casa
donde nació Miguel Hernández
me acompaña, me guía
por las calles de su pueblo.
He entrado a su abismo,
a su casa en ruinas.
Un portal de madera marchito
y ventanas derruidas me reciben;
las flores y el agua de las fuentes;
parques donde vibra la música sinfónica,
donde el corazón se enaltece
y palpita en la desdicha de su muerte.
Calle abajo,
la luna del amanecer
marca mis pasos
en Orihuela.
Encuentro del viento
y la tristeza,
humo de tabaco;
encender de manos y miradas.
Besos invisibles
de la tétrica caricia que me acompaña,
la tristeza en mi boca
ensangrienta el vaso del que bebo.
Aguardo la salida del tren,
fumo un cigarrillo tras otro.
En mi mente vislumbro
a Miguel en el portal de su casa,
sus ojos me hablan en silencio:
yo soy el lamento
de la España ensombrecida,
soy la penumbra de los almendros.
Subo al tren y recuerdo su elegía,
el cielo se abre, el sol incendia
mi cara, la naturaleza brilla detrás
de los cristales. Mi voz es la música
en verdes campos y montañas.
Penetro en el trance de la ruta,
limoneros y flores amarillas.
Orihuela ha consternado mis sentidos,
alimenta mis ecos y risas siniestras,
el dolor en el hombro del poeta;
su voz enfrentó a La Bestia en la pobreza
con el fuego de la tierra,
creando himnos a las sombras,
a la vida, al amor y a la muerte.
Miguel llegó con tres heridas,
se ha ido y permanece como estandarte
de la voz del pueblo.
(Latido izquierdo)
EN EL PUENTE DE GÁLATA
Sus orillas se imantan de pescadores;
después de la labor, algunos,
venden el pescado frito.
Luces de neón serpentean en los reflejos del Bósforo.
El Cuerno de Oro agita mis manos,
hipnotiza la mente.
Los pescadores en el sombrío Puente de Gálata
escuchan en silencio las bocanadas del mar:
la amargura todo lo recorre.
(Cantos de Estambul)
EN BUSCA DEL MUSEO DE LA INOCENCIA
Después de despedirnos del griego,
abordamos un taxi y atravesamos
Estambul a toda velocidad mientras
mis cabellos volaban al viento
y Victoria tomaba fotografías.
Eran las seis de la tarde,
comenzaba a obscurecer.
Cruzamos el puente de Gálata,
después de un rato,
llegamos a la Plaza Taksim;
se hizo de noche.
Caminamos por el distrito de Beyoğlu
iluminados por el Cuerno de Oro,
buscábamos el barrio de Çukurcuma
donde está el museo
inspirado en la novela de Orhan Pamuk,
la historia de Füsun y Kemal.
No sabíamos la dirección exacta,
íbamos preguntando y, poco a poco,
nos acercábamos al Museo de la Inocencia.
Recorrimos las calles,
y encontramos caos:
Çukurcuma es un barrio
destrozado de Estambul;
en un muro hay carteles rotos
de un concierto de Leonard Cohen
en la ciudad. Saco la cámara
y hago una fotografía del artista.
Calles sombrías atravesamos,
edificios destartalados,
sueños del Imperio Otomano,
antigua Constantinopla.
Enciendo un cigarrillo y escribo
estas líneas en mi libreta oriental.
Despacio caminábamos Victoria y yo
cuando me percato de un hombre
con una ametralladora protegiendo
la entrada de un edificio de luces rotas.
Seguimos adelante,
preguntando a la gente por el museo.
Ellos señalaban con sus dedos en el viento
la dirección, buscábamos incansables
la inocencia de Orhan.
En la profunda obscuridad
de las calles del barrio estambulí,
―después de pasar
por una pequeña mezquita―
Victoria y yo vimos,
en el sombrío ventanal
de una casa en ruinas,
una bestia.
Un gigantesco perro negro
en un silencio espectral;
sus ojos brillaban
con el fuego demoledor
de un demonio desahuciado.
Ladró largo a la noche sin luna
y los cabellos de Victoria se erizaron.
Yo miré en silencio su rabia,
no me asustaba en lo más mínimo,
si se lanzaba desde el alto ventanal
caería sobre el pavimento, destrozándose.
Seguimos la ruta
―escuchando a la distancia―
al terrible animal desbocándose
sobre el filo nocturno.
La calle era cada vez
más y más obscura,
más y más agrietada.
Preguntamos por el museo
a otros personajes turcos,
nos hablaban en su idioma:
anlamiyorum, decían.
Movían las manos,
gesticulaban ensimismados,
tristes, melancólicos.
Estambul es una ciudad de nostalgias.
Después de varias horas de caminar
―con nuestros pies aguerridos y
ojos de viajeros incansables—
nos encontramos con una casa del siglo XIX:
era el Museo de la Inocencia; en la oscuridad
un farol verde envolvía su fachada roja, lunática.
Volvimos a la mañana siguiente, cuando el museo
ya estaba abierto; encendí un cigarrillo bajo el sol.
Es el barrio pobre de la hermosa Füsun.
En el museo están los objetos robados
por Kemal a su prima, un broche dorado,
una peineta, unos aretes con lunas azules.
El vestido de ella está en una vitrina,
un refulgir de luciérnagas rodean su tejido.
Mis ojos son nocturnidad al mirar
la carne invisible de Füsun,
su belleza perdida en el mar del Bósforo,
la mirada en el éxtasis de la penumbra.
Desesperado escribo sobre el pasamanos,
la literatura es un acelerador de partículas;
un guardia me observa detenidamente.
Victoria mira los miles de objetos brillantes
distribuidos en los tres pisos de maravillas.
Las caras de Füsun y Kemal se reflejan
en el espejo y sus ritmos cardíacos
se aceleran porque hoy harán el amor.
Se desean en la sombra de la luz,
se desgañita la garganta al amanecer.
Las manos se abren como una secreta
gruta de piedra.
Sus voces son el mar embravecido,
la noche,
exaltación de ecos al unísono.
Las líneas del Museo de la Inocencia
brillan en sus bocas, encontrándose.
Sueñan el limbo de la carne,
claroscuros en la piel.
Se desbordan las manos de Kemal
sobre los senos de Füsun,
sus besos son el oleaje del Bósforo.
Obsesión de Kemal, los ojos de Füsun.
Navegante ebrio de la vida se pierde
en ella y crea el Museo de la Inocencia,
colección de objetos pertenecientes
a la hermosa y triste Füsun.
Por las noches se confunden
el uno con el otro,
se desmoronan en las voces y cantos
de la noche estambulí.
Hacen el amor en cada lugar del museo,
seres de la Nada encontrándose en el Otro,
siluetas en la obscuridad amándose
en el silencio de la inocencia.
Se besan y estallan los cristales de las ventanas,
las luces se encienden adentro de ellos,
las voces del interior alumbran sus manos.
Vamos en busca del Museo de la Inocencia,
donde la melancólica historia de Kemal y Füsun
me cubre de recuerdos, abre las heridas.
La mañana resplandece en las sinfonías
del espíritu, en un árbol de filamentos rojos.
(Cantos de Estambul)
RESIDENCIA KAFKA
En las paredes
donde Kafka rompió
las barreras del tiempo
escribo bajo la alucinación
y el delirio oscuro
de mis manos,
la energía del fuego
de los ojos de Franz.
Las voces estallan
detrás de mí,
la piel hormiguea
y se desprende
en giros violentos.
Destellos
se extienden
en las manos.
Recuerdo inaudito
de la terrible esperanza.
La pluma
recorre veloz
historias de sombra,
ensangrentadas.
Las fotografías recuerdan
el proceso doloroso
de la metamorfosis
hacia la muerte y la enfermedad.
Malsana tuberculosis
encumbró sus cuarenta años
hacia la fuga y la inmortalidad.
Amada mía,
te escribo en esta casa
de obras manuscritas,
soledad y dolor.
Kafka al oído me habla,
me cuenta el secreto
de las torres y los números.
El castillo abre sus puertas,
mi fe se obscurece.
(Latido izquierdo)