Poesía argentina: Natalia Litvinova

Leemos poesía argentina. Leemos poemas de Natalia Litvinova (Bielorrusia, 1986). Es poeta, editora y traductora de poesía rusa. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos: Todo ajeno, Siguiente vitalidad, Cesto de trenzas y La nostalgia es un sello ardiente. Su obra ha sido editada en Alemania, Francia, España, Chile, Brasil, Colombia y Estados Unidos. Actualmente vive en Buenos Aires.

Estos poemas son sobre dos amigas de la infancia —Natalia y Catalina— a las que ahora separan el tiempo, el océano, un idioma. Natalia Litvinova escribe en La nostalgia es un sello ardiente la historia de un vínculo entre dos mujeres a lo largo de los años, desde la complicidad y la compañía primeras hasta que sus vidas se separan cada vez más, y desata varios hilos: la manera en la que el pasado y nuestro origen nos definen, la amistad entre mujeres, la relación entre madres e hijas, entre esas hijas y sus hijas. La melancolía y la soledad, el paso del tiempo, la vida que se esperaba y la vida que se tiene, aquello que ha sucedido pese a todo. Si a Catalina la entendemos como espejo, ¿qué imagen nos devuelve?

 

 

 

 

Catalina, sos abogada
pero no podrías defenderme
de la trama familiar
ni del exceso de nostalgia.
Guardamos algo
por considerarlo pequeño
pero luego se expande
transformándonos
en su territorio.
Cuando abrí la computadora,
escribí tu apellido
e hice clic,
supe que te casaste
y tuviste un hijo
hace dos años.
Tus fotos se destacaron
entre miles de otras,
no pensé que había
tantas portadoras
de tu nombre.
Si todas se tomaran de las manos
desde Bielorrusia,
formando una cadena,
llegarían a mí.

 

 

 

 

 

Algunos estudios demostraron
que las amigas
que dejaron de verse en la infancia
no quieren un reencuentro.
Duele no recordar
los rasgos de una persona,
no conservar objetos
ni ropa que retenga su olor.
Sin embargo cuando nos maquillamos,
una siente que la otra
le sugiere el color para los labios.
No estamos juntas
pero nos acompañamos.
Eso dicen.

 

 

 

 

¿Qué sucedió con las cosas
que no pudimos traer? ¿Quién las tiene?
pasaron de mano en mano
estropeándose,
la boina de cuero de papá
los cactus de mamá,
la máquina de coser,
mi ropa de ballet,
la cafetera y los granos esparcidos
sobre las gotas de un tiempo que se detuvo
mientras mi madre molía el café.
Los vinilos de Stravinsky
y los casetes de Víktor Tsoi,
el osito de los juegos olímpicos de 1980,
el departamento de dos ambientes
y el balcón donde volaba nuestro loro.
Todo eso
pegado a mi cuerpo
como una prenda húmeda.

 

 

 

 

Catalina, hay días
en los que las glándulas se corren,
mi pecho se descose
y el corazón sobresale
como en el cuadro de Frida
que pegué en el cuaderno
junto a nuestra foto.
O peor, porque no está
conectado a nada,
es un corderito
que corta a mordiscones
el cordón umbilical.
Le canto
para que se tranquilice
y vuelva a su lugar
pero el corazón
ya vio el mundo
y no habrá
calma.

 

 

 

 

El geranio es la flor preferida de mamá.
Hay que ponerla junto a la ventana
para que ahuyente a los malos espíritus.

En el libro «Hierbas mágicas»
leí que una parcela de geranios rojos,
plantada cerca de la casa de una bruja,
avisa con sus movimientos
la llegada de visitantes.

En México, los curanderos purifican a sus pacientes
cepillándolos con geranios, ruda y pimienta.

Un día mamá me contó:

Una mujer tenía una casa húmeda
y de aspecto triste.
Se sentía miserable
pensando que todos vivían mejor.
Por las noches iba a visitar a sus vecinas
y se quejaba de su destino.
Una de ellas decidió regalarle un geranio:

Mirá, tiene un poder mágico,
ponela en el centro de la mesa,
cuidala bien.

Una flor te puede cambiar la vida.

¿Fue feliz esa mujer?,
le pregunté a mamá, pero no me contestó.

Al otro día entró en mi cuarto:

 

Cuando yo era joven
tenía un solo vestido,
un abrigo para el invierno
y un par de sandalias,
la nieve se acumulaba
sobre mis dedos.
En verano salía al jardín,
me bañaba con baldes de agua,
la menta me rozaba
los tobillos,
fui feliz.

 

 

 

 

No hay mar frente
a mi habitación
sino construcciones,
envolvieron el parque
con una cinta naranja
como si hubieran
matado a alguien.
Las calles están rotas
y los niños
no pueden dibujar con tiza
sobre ellas.
Aroma a hojarasca
y humedad,
frente a la ventana
me pregunto
qué haríamos ahora
si vivieras cerca.
Las experiencias
nos van arando
como parcelas de tierra
y en la parte donde deberías
estar sembrada, Catalina,
hay escombros, colillas,
que fertilizo
al invocarte.

 

 

 

 

Me llama una amiga
y pregunta: ¿Escribiste
algún poemita nuevo
que me quieras mostrar?
Le cuento de las plantas que mueren
por exceso de lluvia,
de los mosaicos que se desprenden
en la cocina,
y que mi madre no sabe diferenciar
la ficción de la realidad.
Olisquea su presencia
en lo que escribo,
las señales están en todas partes, dice,
pero no sabemos a dónde conducen.

 

 

 

 

Cuando le pedía a mi madre
que me hablara de su vida
o sobre mi abuela,
se le iba la voz.
En su defensa decía:
Algunas experiencias
no se pueden narrar.
Lo que no pudo decirme
lo dijo su amiga Rita,
esa que trabajaba su propia tierra
y usaba la cantidad
mínima de jabón
para lavar la ropa.
Me lo contó ella,
una mujer que siembra
su alimento
y sabe que es tan importante
enterrar
como desenterrar.

 

 

 

 

También puedes leer