Dossier de poesía nicaragüense: Carlos F. Grigsby

Iniciamos un dossier de poesía nicaragüense preparado por Víctor Ruiz. Comenzamos con la lectura de Carlos F. Grigsby (Managua, Nicaragua, 1988). Es poeta, cuentista, traductor y ensayista. Con dieciocho años fue ganador del Premio a la Creación Joven Fundación Loewe 2007 por Una oscuridad brillando en la claridad que la claridad no logra comprender (Visor, 2008). En el año 2020 se convirtió en el ganador del Premio de Poesía Ernesto Cardenal In Memoriam por su poemario Rilke y los perros (próximo a publicarse con la editorial Visor). Es doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Oxford.

 

 

 

 

Rilke y los perros

 

I

 

En una foto aparece Rilke junto al matrimonio Rodin
y dos perros. El poeta parece más cercano
a uno de los canes que al escultor, su ídolo entonces.
¿Por qué? Rodin es el arte mismo; el perro es más humano.

 
Rilke los mencionó en sus cartas
escribió poemas sobre perros
y los tuvo también como mascotas.
Entre ellos, consideró a Prinz y a Lord
dos amigos de verdad.

 

 

 

II

 

Hoy vi por la calle un bulldog francés,
negro, de rostro amistoso, a pesar de
su personalidad tímida y nerviosa.
Su dueña vestía una sudadera rosa
y para ella pasear a su mascota
es hacer ejercicio. (El collar
del perro también era rosa.)

 
Reparé en esa suerte
de colonización de una especie
con perversidad cristiana:
deformar al otro
a imagen y semejanza
de uno mismo.

 
Consideré las alergias con las que
tienen que vivir, los dolores
en las articulaciones, los problemas
oculares. Todo para nuestra satisfacción.

 
Me desdigo sin embargo al confesar
que hay razas cuya belleza admiro.
El Chow Chow, cruce entre león y oso,
antiguo guardián de templos budistas.
Las razas siberianas, verdaderos perros lupinos.
O los cobradores dorados, mejores nadadores que yo
y seguramente mejores amigos.

 
Además, siempre me ha divertido
que los perros bajitos se comporten
como los hombres bajitos:
siempre ladrando
para compensar por su estatura.

 

 

 

III

 

A Rilke le parecía aborrecible
cómo viven los perros
al filo de su propio ser:
mirada y hábitos
humanizados hasta la aberración.

 
Después, cuando ya iban de vuelta,
la dueña tiró de la correa con fuerza
mientras el bulldog descubría un árbol
con su hocico, que para ellos debe ser
más que una mano.

 
Me acordé de aquel Goya
el del perro hundiéndose
en dunas tenebrosas
que bien podrían ser
dunas del amor humano.

 

 

 

 

El rinoceronte es un animal imaginario

 

como el mamut, el tigre de Tasmania y el dodo.
Al ver uno Marco Polo pensó que miraba
un unicornio: era después de todo
un animal cuadrúpedo de un solo cuerno.
Alberto Durero hizo un grabado de un rinoceronte
que nunca vio, y en lugar de piel gris y gruesa
le puso armadura de caballería pesada
o de ariete. Un buque blindado solitario en la llanura:
el rinoceronte imaginario de Durero
que además tiene rostro triste
como si supiera que los rinocerontes blancos
también se convertirían en animales imaginarios
una vez que se extinguiera
el último macho de la especie.

 
De manera que ya pueden quedarse ustedes
con sus hipogrifos, sus dragones y sus chupacabras
yo me quedo junto al rinoceronte de ojos melancólicos
y apenas entornados, como los de sus guardianes
que tienen ojeras más largas
que las del primer amor
y que protegen de los cazadores furtivos
a las últimas rinocerontes blancas
que iluminan la noche por abajo
como lo hace la luna por arriba.

 
Retrato de muchacho con libro
Su corazón es un panal de abejas.
Lo enfebrece el amor, lee lo que puede,
pero siente a su país como unas rejas
y un imposible escozor lo obsede.

 
Se aburre, se siente solo, odia el colegio.
Demasiado chele para el sol del trópico.
Tiene amigos, pero es misantrópico:
desprecia, critica, pronuncia sacrilegios.

 
El muchacho no es la idea de sí mismo
y eso lo llena de rabia. Bulle su ensueño.
Sufre a diario el contraste, asimismo,

 
entre el mundo de adentro, del que es dueño,
y el mundo de afuera, que nunca cede.
Pero en la noche —solo, ceñudo— lee y lee…

 

 

 

 

Elegía del queso

 

Poets have been mysteriously silent on the subject of cheese
G.K. Chesterton

 
Dejé de comer queso por treinta días.

 
Al ser vegetariano por razones ecológicas
siempre me he sentido un poco hipócrita
al ser también amante del celaje
que se aprecia desde las ventanas
de aviones que vuelven al cielo poluto
y soy afecto a dilatadas duchas
aunque sean un derroche de agua
ya que produzco ensueños en reposo
en los cuales siempre y a menudo me extravío
y no dejo de sentirme desclasado
y ligeramente malinchista
por tener estos pensamientos
ya que vengo de un país
donde los problemas son más graves
pero me digo y me repito
que cuando venga el diluvio
sin arca y sin Noé
nos tragará a todos por igual
y lo peor es que serán los pobres
los primeros, como dijo Jesucristo.

 
Así que decidí dejar el queso por treinta días
lo cual es decir que hube de comer treinta desayunos
y treinta almuerzos y treinta cenas sin queso
es decir noventa comidas desquesadas
sin contar posibilidades de meriendas.

 
Y lo que más extrañé no fueron
los quesos untuosos que todo mejoran
ni los aterciopelados quesos franceses
ni tampoco los hediondos quesos flamencos
que son, una vez olfateados, imposibles de olvidar

 
sino el quesillo nicaragüense
arropado de maíz, trenzado
como el pelo de una muchacha,
aderezado con crema y con cebolla,
dispuesto de tal forma que
lo precario se troca en delicia

 
porque el quesillo se come con las manos,
sentado o de pie, ya que la tortilla
es plato, cuchara y comida a un tiempo.

 
Y la bolsa de plástico que lo porta
es parte esencial del platillo
sin la cual es imposible
la delectación de la crema
cuando se anuda la bolsa
y se la desgarra con los dientes
para beber y nada desperdiciar.

 
Renuncié al queso por un mes
—me pasé treinta días ayunos—
para poder escribir que
envuelta en bolsa de plástico
también florece la cultura.

 

 

 

 

Entre la fantasía y el hecho

 

A mí no me gusta tanto la consumación como tal
sino el hiato, el breve espacio, la distancia
entre la fantasía y el hecho, lo virtual y lo real.
Lo estimulante es la sed del vino, no su escancia.

 
A mí no me gusta tanto el beso sino el casi beso.
No el tacto, sino las miradas sin parpadeo.
Claro que disfruto del cuerpo, pero no es eso
lo que convierte en insomnio a mi deseo.

 
Los cuerpos que imaginaron mis manos
fueron más bellos que los cuerpos. Solo,
nocturno, aburrido, he tenido profanos

 
pensamientos en un dulcísimo tremolo—
soledad a punto de borrarse, nadas de delicia…
A mí me gusta esa pasión ficticia.

 

 

 

 

Eclesiastés siglo XXI

 

Ni el más moderno de los predicadores
del Antiguo Testamento, ese protoexistencialista
de la Biblia, abuelo de los abuelos
de Camus, podía imaginarlo.

 
Cuando escribió que todos los ríos
van al mar y el mar
no se llena, no podía saber
que el mar sí se llena,
se desborda, y sube
el nivel de sus aguas
al despeñarse
los hielos de los polos
que en este mismo instante
se derriten bajo el sol.

 
¿Cómo podía saber
aquel rey en Jerusalén
que sí hay algo nuevo
—algo terrible—
debajo del sol?

 

 

 

 

Los motivos de Tiresias

Como las flores, como ciertos peces
—el pez payaso, por ejemplo,
puede convertirse en hembra—
Tiresias, ya hecho un hombre,
tuvo el privilegio de ser mujer.

 
Poco sabemos
de sus siete años como una
pero cuando lo citó
la pareja presidencial
del Olimpo, Juno y Júpiter,
para resolver la apuesta
que habían hecho
sobre quién siente más placer,
si el hombre o la mujer…
Tiresias respondió que la mujer.

 
Según Ovidio —hombre, blanco
y romano— perder la apuesta
enfureció a Juno y por eso
cegó al pobre Tiresias.
Pero cuesta creer que,
dueña de tan buen olfato
para las dobleces de su marido,
la diosa no detectara
lo contradictorio en esa respuesta.

 
De hecho Juno lanzó esta pregunta:
Y si es así ¿por qué decidiste
volver a ser hombre?

 
Tiresias titubeó, clavó
los ojos al suelo y dijo:
es que me cansé del miedo

 
y entonces Juno lo cegó.

 

 

 

Las cavernas

Suponiendo que sobrevivimos
a nosotros mismos y sigue
girando este lindo planeta azul

 
suponiendo que llegamos a las estrellas
en lontananza y de tiento en tiento se da
el encuentro con una inteligencia extraña

 
¿acaso serán como los pulpos
que tienen la mente en los tentáculos? Inútil
especular. En todo caso, ante nuestros vecinos

 
siderales, ¿de qué nos servirá el pobre
arte de la escritura? Comprenderán
tal vez nuestros aspavientos

 
la razón tras nuestro abultado cráneo
y las matemáticas que urdió el mono
bajo las estrellas ¿pero leernos?

 
Sospecho que no. Y sin embargo
hoy me puse a pensar
en el sentido de esto de escribir

y veo claro que cada uno escribe
para transmitir al que viene
cómo fue ser humano en su tiempo

 
a qué se parecía el amor en su cultura
y si tenemos suerte revelar alguna verdad
pequeña, parcial y pobre

 
que al siguiente, y al siguiente del siguiente,
les ilumine un poco el mundo. Es decir,
seguimos pintando en las cavernas

 
pero vamos mejorando.

 
 

 

Día para recordar

Hoy al fin pude reconocer
el rostro de los árboles
(antes todos me parecían iguales).

 

 

 

 

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