Poesía mexicana: José Filadelfo

Leemos poesía mexicana. Leemos un poema de José Filadelfo (Ciudad de México, 1982). Es poeta y ensayista. Es Licenciado en Comunicación por la Universidad Anáhuac Norte, Especialista en Literatura Mexicana del Siglo XX por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco y Maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Sonora. Ha publicado un libro de poesía, Lisonjas (2000); editor y coautor de la antología Cantos y Enfermedades (2002); coautor en algunas antologías como Años Épicos  (2010) y Pereza (2020). Su poesía y ensayos han sido publicados en periódicos y revistas como El Financiero, El Universal, Oráculo, Círculo de poesía, Taller Ígitur, Página Salmón, La Jornada Semanal, Fuentes Humanísticas, Tema y Variaciones de Literatura, Letras Libres, La Redacción, Campos de Plumas, entre otros. En 2017 recibió la Presea al Mérito en la Cultura José Recek Saade, en la ciudad de Puebla.

 

 

 

 

 

Boléro

 

 

A mi hermano, que todo lo puede

El ave rompe
el viento,
vibran
con rigidez
pedazos de plumas
que se sueltan,
y en su pico callado,
a la delantera,
nubla el corazón
del sol
el infinito
de su aguda cavidad,
roza el azul
y deforma, más,
la nieve de la nube,
y en un giro de vértigo,
certera, abandona
el milagro de millones
de años de tierra que,
inmóvil, se evapora
bajo el calambre dominado
del alón, la garras recogidas
y la mirada negra,
gris animal,
menos que un segundo,
flecha gozosa,
heráldico emblema
—joya y aire—
de los vapores divinos,
que, espejo del mar,
ahoga lo que flota,
y en un momento más
el claroscuro,
una parvada,
triangular reproche
de belleza
a las dispersas
piernas del migrante
terrenal,
danza que corta
la serena bóveda
de los azules libertarios,
y como un resumen
de la muerte,
en rancia decepción
metafísica,
desciende
al ras de cimas
de la sierra verde,
vira y se retuerce,
candente bailaora
de plumas saturada
que el súbito jaleo
no la vence,
parvada
que el miope sedentario
torna alma en pena,
pintura primitiva
que se imanta,
contra la mesura poética,
en la clara, pero densa,
partitura del presagio,
y de la elástica pastura
que alfombra, peligrosa,
la pureza del viaje,
las aves se hartan,
tal el niño fatigado
que el sol, al caer,
asfixia,
y en un vuelco de organismos
pálidos
se dobla el triángulo
y recupera su mansa simetría,
dorsos incólumes al quiebre,
que el mismo viento
que los oprime, vencido,
los encumbra;
la gravedad, madre piadosa,
que descubre en juego artero
a sus criaturas, borra su rostro
de enseñanza dolosa, y dona
al aire lo que nació en la tierra,
magnéticos dibujos
que al cerrarse
liberan los calores
alegóricos del corazón
que indaga y, quieto,
al repasar el vuelo,
halla,
y en el descanso lumínico
las formas se ausentan,
de saciadas cobran
la tibia turbiedad
de coloridas sensaciones y,
como desde un vidrio antiguo,
apenas un presentimiento,
recuperan el mundo
con lejanos balbuceos;
la mirada sin sombra
se alza mecida
por lo que crece
en el espanto
de un corazón
ya sin dominio,
vuelve a enfocar
y del pequeño reino
de una contemplación
vagabunda
brota la rítmica
levitación de la parvada,
sacude los grises
en el firmamento,
revuelve los pigmentos
en añil soltura,
casi polvo,
plomizo arbusto aéreo
que baja
y en vahído
—trueno del sonido—
asciende,
no furia volcánica
sino sereno infarto
que dobla el espacio
en olas que fingen,
con sus trazos, tonos
para la percusión
infante de los árboles,
que alzarse quieren,
pero lloran,
y la rápida mancha
de las aves
va que se despide
del óptico comercio
de teñidos
en la sábana vacía
del confín,
y entre más lejanas
más intuitivo el lente
que recrea,
y mientras más pretende
menos traslúcida la idea
y más dócil la imagen
que se pierde,
blanca quietud
que al avanzar
retorna en azafrán,
caricia de la punta
de fuego que al final
se extingue,
manto enfermo
de adioses,
y tras el torrente migratorio
de la espuma emplumada
se desnuda el aire,
se seca el paisaje,
último impulso
del que, exhausto,
se hace el horizonte,
limpia la vista
ante el naranja gajo,
decadente,
falsa quietud
que es eco
que explota en el espacio
y lo sumerge,
devora vibraciones,
vuelve al principio
en que el pintor
medita el lienzo
y los colores no vivían,
eran nada,
aves de rutina,
solo movimiento.

 

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