Presentamos un poema pertenecientes al libro Yelidá, del autor dominicano Tomás Hernández Franco, reeditado de forma reciente por la editorial canadiense Trainwreck Press, con la traducción al inglés realizada por Jim Cardenas y Anthony Seidman. Tomás Hernández Franco inició sus estudios de Derecho en La Sorbona de París. Al regresar a la República Dominicana ejerció diversos cargos diplomáticos durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo. Su poema más conocido es Yelidá, poema épico, narrativo, que cuenta la historia de los amores entre una esclava liberada africana y un marinero escandinavo y de su descendencia mulata. También fue ensayista y cuentista. Falleció en la ciudad de Santo Domingo el 1 de septiembre de 1952.
Un antes
Erick el muchacho noruego que tenía
alma de fiord y corazón de niebla
apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes
la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes
En el m s largo mes del a o hab a nacido
en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas
parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche
de padre ausente naufragado
nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas
de escamas y de agallas y de aletas
Era el quinto hijo para el mar nacido
Erick creci en su idioma de anzuelo y de corriente
fuerza de remo y sencillez de espuma
como todos los muchachos de la playa
mitad Tritón y mitad Ángel
Pero Erick no sabía nada de eso
-pulso de viento y terquedad de proa-
aprendí los nombres de los peces de las puntas y cabos
la oración del canal y la bahía
a los quince años conocí a mil golfos
y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre
ni un solo pensamiento de noruega
le había caminado entre las cejas rubias
En un anual calafateo de lanchas
llamas estopa y brea
Erick ten a veinte a os y era virgen dentro de sus botas de hule
y creía que los niños nacen así como los peces
en la noche quieta de los reposos del mar
pero el tío piloto contaba entre dientes largas historias de islas
con puertos bruñidos y azules
donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco
donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas
y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam
El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros
en lengua que no podía ser noruega y que ponía
en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos
A los veintidós años Erick tenía la mirada gris azul
densa de su alma puesta en dique
y una voluntad de timón y de quilla
por llegar a las islas de las montañas de azúcar
donde -decía el tío- las noches olían a cedro como las barricas de ron
Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas
pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas
en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega
Flacos y callados y tristes
Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta
A before
Erick, the Norwegian lad, possessed a heart of fog
buried under a cold narrow inlet of a soul
during his vagrant long rambling from horizon to horizon
he scarcely suspected that the boreal, long winter bloodline that pounded in his temples
was a wanderer’s song.
During the longest month of the year he was born
in the fishing hut of tar and nets drenched by waves
born between the sea’s miracle and the midnight sun,
to an absent shipwrecked father
now a swimmer among deep algae and sands startled
by scales gills and fins.
He was the fifth child born for the sea
Erick grew in its language of fishhook and current
force of the oar and simplicity of foam
just like all the boys of the beach
half Triton half Angel.
But Erick didn’t know a thing about it—
pulse of wind and stubbornness of the prow—
he could barrel through the names of fish from headland to cape
and through the prayers of the channel and of the bay
at the age of fifteen he could rattle off a thousand gulfs
and not counting the already remote and brackish breast of motherland
yet not a single thought of Norway had set foot between his blond eyebrows.
During the annual caulking of boats
flames filler-ropes and tar
Erick was twenty years of age and a virgin inside
his oilskin boots
and he believed children were born just like fishes
during the still nights with the sea at rest
but his uncle the helmsman and long in the tooth recounted stories of islands
with burnished and blue ports
where hundreds of naked women carried coal aboard
where green birds abounded boiling with obscene words
and where at night the brothel flowered with a deep voice from conga drums.
The uncle mumbled a distant song
awash with sun and coconut trees
in a tongue that couldn’t be Norwegian and which set off
small whirls in Erick’s pulse of wind.
Twenty two years of age, Erick possessed a black-and-blue gaze
a dammed soul but a keel
and rudder’s will
to reach the isles of sugar mountains
where—as uncle said—nights redolent with cedars smelled like rum barrels
Erick knew Norwegian sailors
always jumped ship in the islands
when they wound up blind drunk the captains would kick them down into
the ship’s filthy hold where they would return to Norway
thin and quiet and wane.
With all of that and a swift kick to his tail,
Erick the sailor was on his way.