Presentamos, en versión de G. A. Chaves, poemas de Ilya Kaminsky pertenecientes a su libro Bailando en Odesa, publicado en 2014 por Círculo de Poesía y Valparaíso México. Kaminsky es uno de los autores de su generación más importantes en los Estados Unidos. En 2019 publicó su más reciente libro titulado Deaf Republic.
Oración del autor
Si he de hablar por los muertos, tendré que abandonar
este animal que es mi cuerpo,
deberé escribir una y otra vez el mismo poema, porque una
página vacía es la bandera blanca de su rendición.
Si he de hablar por ellos, deberé caminar sobre el
filo de mí mismo, deberé vivir como un ciego
que corre por los cuartos
sin tocar los muebles.
Sí, estoy vivo. Puedo cruzar la calle y preguntar “¿Qué año
es?” Puedo bailar mientras duermo y reírme
frente al espejo.
Hasta dormir es orar, Señor,
yo he de alabar tu locura, y
en un idioma no mío, hablaré
de la música que nos despierta, la música en que
nos movemos. Pues cualquier cosa que diga
es una especie de súplica, y los más oscuros días
tendré que alabar.
Natalia
Su hombro: una oda a la tarde, vaya ambición.
Le prometo enseñarle a montar a caballo, iremos a México, a Angola, a Australia. Quiero que ella imagine nuestros escandalosos días en Odesa cuando abramos una pequeña tienda de golosinas —no tendremos clientes a excepción de sus amantes y mis vecinos (que robarán montones de chocolates con leche). En una tienda vacía, bailando entre estantes con nueces azucaradas, claveles secos, cajas sobre cajas de mentas y cerezas cubiertas en miel, nos susurraremos el uno al otro nuestras más ciertas historias.
La parte de atrás de su rodilla: un territorio bendito. Ahí guardo mis deseos.
*
Mientras abro el Tristia, la noche extiende sus redes y una mujer
que amo corre desde un estacionamiento.
“Vas a huir”, dice ella, “ya lo puedo ver: una estación de tren, un piso resbaloso, un asiento”.
Le digo que me deje en paz, metido en mi infancia donde los hombres cargan banderas por las calles. Y ellos le dicen: déjanos en paz, como si el poder les fuera dado, pero no es dado.
Ella ataca con pasión, levanta su mano y la pone en mi cabello. En mi lado derecho escondo una cicatriz, ella le pasa la lengua por encima y cae dormida con mi pezón en su boca.
Pero Natalia, junto a mí, pasa las páginas, lo que pasó y lo que no pasó debe hablar y cantar por turnos.
Cronista mía, Natalia, te ofrezco dos tazas de aire en las cuales hundes tu dedo meñique, y te lo chupas.
___________________________________
Este poema comienza: “Tarde en enero, la oscuridad está escrita a mano en los árboles.” Mientras hablo de ella, Natalia se sienta ante el espejo, peinando su cabello. De su cabello chorrea el agua, caen las hojas. Yo la desvisto, mi lengua pasa sobre su piel. “¡Patatas!” me dice, “¡Huelo a patatas!” y toco sus labios con mis dedos.
*
La noche en que la conocí, el rabino cantó y suspiró,
labios de dios en su entrecejo, la Torá en sus brazos,
— yo le desaté las medias, preocupado
por haber dejado de preocuparme.
Ella durmió en mi cama — yo dormí en una silla,
ella durmió en una silla — yo dormí en la cocina,
ella dejó sus zapatillas en mi ducha, en mi Torá,
sus zapatillas en cada oración que yo decía.
Yo dije: los que amo mueren, envejecen, nacen.
¡Pero adoro la terquedad de sus ropas de cama!
Yo las muerdo, saboreo las ropas de cama
— el dulce mecanismo de las almohadas y las fundas.
Mujer seria como era, ella bailaba
sin camisa, cubriéndose lo que podía.
Yacimos juntos en Yom Kippur, escogidos por un Dios erróneo,
pueblo de un libro, rotos por un libro.
_________________________________
Voy a parar esto, voy a dejar de citar poemas en mi mente. A ella le gustaba eso. Cargaba pancartas en protesta contra las pancartas. Cada noche, me daba cerveza y chiles rellenos. En una cinta —ella hablaba y hablaba y hablaba. Un botón la hacía quedarse quieta. Pero sus palabras se elevaban hasta mis hombros, hasta mis cejas.
*
“Déjame besarte adentro de tu codo,
Natalia, hermana de los cuidadosos”
—él habló de la gratitud, y mientras
lo hacía le temblaban los dedos.
Ella zafó dos botones de su pantalón
—para aprender dos idiomas:
uno para los tobillos, y uno para recordar.
O tal vez pensó que traería mala suerte
tener a un hombre vestido en casa.
Con un lápiz de cejas, le dibujó
un bigote: sintió deseos
de tocarlo, pero al final no lo hizo.
Se abrió la bata y la cerró,
la abrió y la cerró de nuevo,
ella susurró: ven acá, nervioso
—él la siguió caminando de puntillas.
_____________________________________
“No necesito una sinagoga” dijiste, “Puedo orar dentro de mi cuerpo.” Dormiste descubierta. Yo no pude distinguir entre la partida y la llegada. Hablaste en mis palabras doblemente desviadas —gritaste cuando abriste las puertas, y abriste cada puerta en silencio. Hay alguien más en esta página, escribiendo. Yo intento mover mis dedos más rápido que ella.
*
Nos enamoramos y pasaron ocho años.
Ocho años. Con cuidado, disecciono este número:
hemos vivido con tres gatos en cinco ciudades,
aprendiendo cómo un hombre envejece invisiblemente.
¡Ocho años! ¡Ocho! —Puse a enfriar vodka con limón, y nos besamos
en el piso, entre las cáscaras de los limones.
Y cada noche, nos paramos y nos miramos:
un hombre y una mujer se hincan, susurrando Señor,
una palabra que el alma destruye para aclararla.
¡Qué mágico es vivir!, llovió en el mercado,
con mis dedos, ella hacía sonar sus yambos
en el fondo de nuestra cacerola grande,
y cantábamos, Dulces dólares,
¿por qué no están en mis bolsillos?
____________________________________________
(Y de pronto) el gozo de los días entró en mí. Ella sólo bailaba bajo árboles de albaricoque en un parque público, una curiosa mujer con gafas cuya ambición se limita a los árboles de albaricoque. Yo escribí: “Agárrate fuerte, corazón mío, quiero hacer el tonto, quiero pulir la empolvada moneda del día a día.” Ella se rió al leer esto, yo leía sobre su hombro. Puse mi reloj interno a seguir el ritmo de su voz.