Breve dossier de poesía mexicana joven. Segunda entrega

En esta segunda entrega del dossier que prepara Melissa Nungaray, leemos a Orlando Mondragón (1993), Jesús de la Garza (1994), Mario Urquiza Montemayor (1994) y Katia Rejón (1994). Sobre la muestra dice Melissa Nungaray: “Esencialmente, proponen una pausa en el acto de pensar e imaginar, priorizan el silencio antes que el ruido, para entrar en la recreación de la memoria que vuelve existente lo inexistente, pero no sólo es un detenimiento sino un reconocerse en la palabra, develan la profundidad de lo real que estremece”.

 

 

 

Orlando Mondragón (Ciudad Altamirano, México, 1993) es poeta y médico. En 2017 debutó con el libro Epicedio del padre, con el cual obtuvo el IV Premio de Poesía Joven Alejandro Aura. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2019 y ganador del XXXIV Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2021 con su libro Cuadernos de patología humana.

 

 

 

Disonancias

Era
un animal dentro de un cuerpo
y cambié de voz.

La primera traición
de lo físico. El comienzo
de mis cacofonías.

Con sonidos metálicos y agudos
dejó de pertenecerme.
Alguien abrió la jaula en mi garganta
y durante meses
escaparon las aves con alboroto.

¿Siempre fui esta voz
debajo de mi voz?

Matroska de sonido.

En busca de mi centro
la palabra se volvió robusta
y el cuerpo se fue desgajando
sin que yo lo pidiera.
Tenía voluntad
y no era mía.
Tenía los hilos
pero otra mano los jalaba.

Bastó un cambio de frecuencia,
descenso en las escalas,
ampliación de ondas,
para rendirme.
Nunca tuve el derecho
de reclamar su territorio.
Siempre fui un ocupante.
Me lo hizo saber
despojándome del grito.
Caprichoso dictador,
cruel monarca de la biología.
Tuve que aceptar
sobre mí su sentencia.

Cuando empezaba
a conocerme
se me quebraron
las vocales.

Me quedé a solas
con el cuerpo.
Con su desobediencia.

 

 

 

XVIII

Pesa entre quince y treinta gramos.
Mide de cuatro a seis centímetros.
La tiroides
es una mariposa
abrazada al cuello.
Qué sencillo explicar con palabras
los lugares del cuerpo.
Decir árbol bronquial
y que nazcan ramas buscando oxígeno.
Decir pupila
y que una niña se siente al centro de los ojos.
Pero cuando mi amiga dice
cáncer
es otro el animal
de su tráquea.

Dice cáncer y la sangre,
la piel, el frío
se astillan.

Mi amiga sonríe
como si no le importara.
Se ha entrenado para no mostrar
emociones
en momentos así.
Pero esta vez no le sirve
su bata blanca
ni la máscara de compasión
que usa en los pasillos.
Es ella quien debe darse la noticia.
Se concentra en la acción
para no pensar en lo que sigue.

Diagnóstico. Pronóstico.
Tratamiento.
En otros términos:
destino.

Mi amiga dice cáncer
pero no se aflige. No quiere.
No tiene tiempo.
Quiero ofrecerle
una palabra que adelante los días
y ponga mi brazo en las agujas.
Qué delgadas son las palabras
para decir
y que no se rompan.

Quizá soy quien más teme.
No al desenlace
sino a su cercanía.
A mi propia garganta.
Todo este tiempo miré la enfermedad
como quien ofrece
su vaso de agua al incendio.
El rescatador,
no el rescatado.
Pero la realidad siempre ha sido
una casa de espejos
que nos hace preguntarnos
sobre el lugar donde observamos.

Mi amiga acerca
mi mano a su garganta.
¿Quieres sentir? Toca.
¿Lo sientes?

 

 

 

 

Mario Urquiza Montemayor (Estado de México, 1994). Poeta mexicano. A los diecisiete años comenzó su actividad literaria publicando en diferentes medios como Words and Worlds (Austria), revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, blog de la Editorial UDG, Librópolis de Universo de letras UNAM, entre otras. Ha publicado los libros El canto y la casa (2018) y Piedra de toque (2019).

 

Flor silenciosa

A Isabel

Después de meses de no poder encontrarme,
tuve que acercarme a ti para escuchar las palabras perdidas
entre la barahúnda de los días pasados,
ahí me encontré, repleto de silencios, de soles extintos
y árboles caídos en la mirada que me encuentra,
disperso, sondeando en su pecho la profundidad
de su corazón.

 

 

Inspiración y aspiración

Al cabo de tantos días de pensarlo, concluyo que no hubo una intención de escribir, pero uno termina escribiendo los buenos y malos poemas con la misma naturalidad y exigencia con la que se escribe la lista de pendientes, la lista de compras, una nota de despedida o anotaciones apresuradas que terminan por ser ilegibles y una borrasca de signos. Considero una pretensión decir que me considero un poeta y que hay algo excepcional en mí, cuando sólo me he apresurado, como todos los hombres, a escribir aquello que podría olvidar por los mecanismos tornadizos de la memoria.

 

 

 

 

Jesús de la Garza (Montemorelos, México, 1994). Es autor de los libros de poesía Óxido silvestre y La máquina de Warhol, también de la obra de teatro La pierna. Fue merecedor del Premio Internacional de Poesía Gonzalo Rojas Pizarro (2017) en Chile y finalista del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo (2020) en México. Ha sido becario del Centro de Escritores de Nuevo León (2018) y del PECDA de Nuevo León (2021).

 

 

Cagney (1962)

Tú también, Andy, eres un gánster del arte moderno.
Cada día es un nuevo día para Norteamérica
y los ángeles de cara sucia
(tus acólitos trastornados,
cerebro en forma de arroba monocromo)
tararean canciones de alcoholes
incluso después del refresco sonámbulo
o de llorar en la silla eléctrica.
Es la muerte repetida un millón de veces por la prensa.
Morir en la fama es morir un millón de veces.

Las mejillas irregulares, poliedros manchados de carbón.
Que no se te olvide, nunca seas un imbécil.
Este es el corredor que lleva al hocico de la caja fuerte.
Tres comidas ya es decir mucho.
Una botella torcida en la orilla del zapato
parece que sonríe.
La cabina de teléfono vacía como la bóveda,
como una falsa llamada,
como un favor que nunca va a cobrarse.
¿Quién llama?

Es una malteada de fresa, Andy.

Tú también, Andy, eres Rocky Sullivan,
eres el héroe de los delincuentes juveniles.
Y al otro lado de la línea:
el coro de niños muertos promete la redención
y la parroquia viste sus molduras
y las uñas cortadas de un sacerdote
se pierden en el cenicero de cristal bohemio.

Andará una orquídea en el casino,
escondida en el cabello de quien gobierna la ciudad
o entre las piernas de un prostituto.
Son tus matones en amarillo.
Tú también eres un criminal, Andy.
Eres el rey de los ladrones.

Hay que salir de la celda cuatro.
Hay que cruzar la puerta verde de la muerte.
Para tener miedo hay que tener corazón,
y yo no tengo.
No hace falta arreglarse con Dios, Andy.
Hay que abrazar lo imperfecto,
el gesto involuntario,

el error,
la hechura.
Sonríe para la cámara, cariño.

 

 

Sleep (1963)

Las latas como rostros,
los rostros como tomates acústicos,
los tomates como testigos de una ciudad abierta y negra.
Rascacielos al filo de una metáfora/ que prepara su desaparición
y un cono de nieve/ que se derrite/ en un vaivén voluptuoso:
la cereza/ vuelta flor por un colmillo/ y una galleta de ácido
lisérgico.

Los homosexuales cierran sus tiendas, corren las cortinas como
pestañas
y las pestañas tienden vuelo/ a la noche postiza de Manhattan.
Las prostitutas, los chichifos, los caballos, los tartamudos,
colocan en el pavimento/ los delirios cifrados/ de un corazón
checoslovaco
abandonado en una esquina/ para ser devorado por el gato/
también
abandonado.

Es la luna del silencio cocainómano/ una sal de baño,
con sus gafas oscuras/ proyecta un filme erótico/ sobre las
costillas de un vagabundo.

Debajo de una alcantarilla/ ladra un caniche de terciopelo
púrpura
a punto de ser destazado en las fauces podridas del rey
cocodrilo.

En una cama de alfileres, larga como una ola de cafeína,
caracolea una serpiente de cristal, un collar bañado en orina
platinada.
Sueña la ciudad con su propia destrucción,
con la muerte de los migrantes clavados en las antenas
con la señal de radio que anuncia un cataclismo,
con la ciudad destruida/ sueña la ciudad.

Pájaros como navajas abren los cuellos como mangueras
en una danza frenética/ al ritmo del llanto/ de los huérfanos
neoyorkinos.
Escombros y pedacería de órganos, gimnástica del guardatumbas:
abrir los cráneos/ como un frasco de duraznos en almíbar.

Avanza la noche rítmica de la ciudad
con las ondas radiofónicas, con la televisión,
con la cena facilitada/ por el caso Roswell y un desafortunado
visitante.
Expectantes a la luz del tecnicolor, cubiertos de pliegues de

ratas bañadas en azúcar,
los degollados y los ahorcados se revientan la boca con un
martillo,
el caníbal de pechos azules traga fuego como un banquete,
la madre ahoga a su neonato/ en una bañera revestida de
colorante.

Alcohol intravenoso, droga de la pleitesía,
ahí está hermosa la celebridad en turno,
la vida está resuelta, la noche se resuelve,
un cálculo matemático, un hombre que salta,
una cuchara puesta al fuego,
una Marilyn Monroe que no está muerta,
el guardatumbas maquilla el cadáver de Marilyn Monroe,
una Marilyn Monroe que no está muerta,
estos eran los días felices.

Alguien devora un pedazo de carne en Nueva York,
mientras tú grabas/ el sueño de un poeta/ e imaginas cómo
respira.
El poeta que duerme todavía está vivo,
está vivo como Marilyn Monroe.

 

 

 

Katia Rejón México (Ciudad del Carmen, Campeche, 1994). Vive en Mérida, Yucatán. Dirige la revista cultural Memorias de nómada. Ganadora del Premio Estatal de Periodismo Heineken 2016 y el Peninsular en 2018, ambas por opinión. Ha publicado en medios como Animal Político, Malvestida, La Jornada, Círculo de Poesía, Carruaje de pájaros, Somos Violetas, entre otros. Es autora del libro de poemas Notas de Jardinería (2020). Actualmente se dedica al periodismo freelance en temas de género, derechos humanos y cultura.

 

 

 

Yobaín

Ayer oí una voz que no era tuya
y venía de adentro.
Diría que te conozco
pero eres agua dulce en el mar,
la sombra de otro cielo nunca visto.
Te nombraría con tantas palabras
que no eres: ternura, finitud, miedo.
Pero sé leerte,
cuando desclavas los recelos
y eres tú, amplísimo:
Yoremito, un baile norteño,
un grito en la marcha,
la paz, la verdadera paz, de una iglesia.
Son surcos de ti que ignoras.
Y si te leo, aunque a veces no te entienda
es porque llevas escrito
poesía en braille
para las ciegas como una.
(Si te dejaras tocar,
haría un libro y no un poema de ti)
para compartir con alguien
un planeta diferente al mío
un dolor bilingüe.
De todas formas
no hay nada que decirte que no sepas
vas dejando huellas, siempre
para que alguien te siga.

 

 

 

 

II

Te iba a decir, si no es indiscreción
que tuvieras cuidado
dónde pones la cara cuando lloras.
Ainas se te cai
yo lo vi, nadie me lo cuenta
cuando saliste de esa idea
y la escupiste:
“a mí no me tocó pensar que me querrían”
y fuiste el pasado
de tu cuerpo
cómo te sentiste cuando alguien
puso una piedra en tu mochila.
Si te hubiera conocido entonces
habría sacado la piedra,
te hubiera cargado la mochila.

 

 

III

Hoy dijiste “madre”, Yoremito,
con la voz entrecortada
el cuerpo flaco y moreno.
“Algo le pasó”
pero no dijiste qué.
Cuando dices tú y yo
y te refieres a nosotros
a la vida densa y extraña
que nos tocó
siento que te abrazo
siento que te siento
pero cuando dices
“algo pasó”
cuando escucho tu voz
casi un eructo de grillo
resbalosa y ondeante
diciendo “madre”
sé que estás ahí en alguna parte
guardado
en el patio más caluroso de tu infancia
intacto
pero tocando todo.

 

 

 

Marcapasos

Si inventaran un objeto tecnológico,
algo así como un marcapasos,
que se instalara no sé si en la válvula pulmonar
o en la médula
y recibiera señales cardiacas
que me lleven de regreso a esa noche
cuando dormí por primera vez junto a tu cuerpo
y me dije que este calor en la espalda
es lo que viene después de la vida
lo que está más allá de lo terrestre.
¿Quién podría acostumbrarse a tu cuerpo de piedra?
Y si inventaran una memoria para el pecho
que me recuerde cómo era
tu llegada perceptible,
cómo eran
las esquinas amables de un desacuerdo.
Siempre lloro cuando me sacan el amor:
este implante generador de impulsos,
tras un agotamiento
normal
de la batería.

 

 

Leer la primera entrega

 

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