Cámara de niebla: nuevo libro de Gabriel Chávez Casazola

Presentamos una muestra de Cámara de niebla, la nueva antología de Gabriel Chávez Casazola publicada por Círculo de Poesía Ediciones. Chávez Casazola es una de las voces de la poesía panhispánica más reconocidas del momento. Su poesía se ha publicado en más de quince países. Recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia y el Premio Editorial al Mejor Libro del Año, entre otros reconocimientos. En la cuarta de forros, escribe Hugo Mujica: “Debajo de la cotidianidad, también de la ironía, en cada poema de Cámara de niebla yace, asoma y nos señala, un ícono de la condición humana en su más y su menos: siempre en su ternura, siempre abrazada. Poesía contemporánea sin dudas y a la vez tan clásica: toda la tradición está en ella, por eso contundente, honda… Poemas, éstos, para quedar resonando en el lector y en el tiempo todo. Gracias, Gabriel Chávez Casazola.” 

 

 

 

DECLARACIÓN

No creo en el hombre. Apenas
en la chispa de luz adentro suyo
que un soplido de codicia extingue
como apaga un pequeño pabilo la tormenta.

He visto demasiado y no creo en el hombre.

Amo los árboles. Los animales.

He viajado y vivido demasiado y el
único deporte de riesgo que todavía me interesa

es caminar por el campo sintiendo el vértigo del tiempo
en las hojas que caen

o la feliz adrenalina de las hojas nuevas.

 

 

 

TODAS LAS COSAS

Crujen
todas las cosas

madera
metal
huesos
planetas

gimen
se
quejan

están hechos de la misma materia
de la misma energía.

Todo es dolor, dijo el Buda.
Estar es el dolor de estar.

 

 

 

LA CANCIÓN DE LA SOPA

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes.

Comían alrededor de grandes mesas
mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo
pero bien establecidas en el piso.

Con cucharas enormes comían la sopa
en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
de unas enormes soperas.

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,
a fumarse un cigarrillo
sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,
veía sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado.
Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6
montado en un gran auto americano o en un gran caballo
o con un gran estilo
de caminar
para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el
tiempo no había interrumpido,
salvo aquél que enfermó, aquél que se fue
dejando un enigma y una sensación de vacío
—una enorme sensación de vacío—
flotando, con el humo de los cigarrillos,
sobre la sobremesa de la cena.

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar
solo consigo mismo, simplemente
no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana
carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era
mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o
con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo
en la garganta, un nudo que después salía flotando de su
boca montado en un gran suspiro,
un enorme nudo que se enredaba en el vapor
de su taza de café, con unas
volutas que le robaban la mirada y la hacían desear estar sola,
simplemente no estar ahí, escuchando los llantos
de las últimas hijas y los primeros nietos.
Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos
y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes
soperas vacías, las cucharas mudas
de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió
a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de
teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir
como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,
que se metió en su pecho por la gran boca abierta
de un enorme bostezo.

Entonces
compró una breve sopa instantánea
y entre sus mínimas volutas
se permitió un pequeño llanto.

No podía tomar la sopa.
en su diminuto departamento no había una sola cuchara,
una sola mesa bien fundada, algo
que vagamente pudiera parecerse a la felicidad
y sus rutinas.

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío
o del tuyo, cuando las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes
y veían sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado
con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.

 

 

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