Poesía salvadoreña: Roxana Méndez

La poeta salvadoreña Roxana Méndez (1979) ha merecido el XXXIII Premio Iberoamericano de Poesía José Hierro por el poemario Las bañistas. Fue merecedora del Premio Alhambra de Poesía 2012 por El cielo en la ventana, publicado por Valparaíso Ediciones. En 2003 recibió el título de Gran Maestre por CONCULTURA. Ha publicado libros como El libro secreto (DPI, El Salvador, 2017); Clara y Clarissa (Alfaguara Infantil, 2012); Mnemosine (DPI, El Salvador, 2008 y Ed. Bombadil, Suecia, 2011) y Memoria (Universidad Tecnológica, El Salvador, 2004).

 

 

 

 

 

Las bañistas

 

En el gélido vaso de cerveza
toqué el sol con los dedos
ese día que hicimos retroceder el mar.
No sé cómo lo hicimos, pero lo hicimos.
Una escolta de 900 músicos
sonaba sus trompetas y sus trombones
mientras nos deslizamos
por la marisma, pateando los cangrejos,
y gritando los nombres
de todos aquellos a quienes odiamos
y quienes nos odiaron,
y dando puñetazos a la silueta
que recreaba el aire maligno,
escupiendo como hienas rubicundas
las sombras donde asomaban
las cabezas de aquellos
que nos negaron la misericordia
y la noche de paz,
y así fuimos felices aquel día,
y lo somos ahora.
Nuestros trajes de baño indestructibles,
como cestas con estrellas de mar,
nos mantienen perfectas
y dulces, y bastante felices también.
Y aunque no olemos a esencias de baño
y nuestros cabellos enredados
son casi todo arena,
lo único que nos importa es la colina
y la luna sobre las aguas
y nuestros gritos que imitan
el grito de la grulla.
Aprendimos a disolver
nuestros relucientes apellidos
como pastillas de menta
en la boca, antes de escupirlos.
Siempre será algo emocionante
tenderse en la oscuridad
para inventar el mundo.

 

 

 

 

Alzheimer

 

La madre de mi madre
me dice que tenemos que irnos,
que es tarde y tenemos que volver
y podemos perder el autobús.
La madre de mi madre se sienta frente al televisor,
es 1920, un hombre tras una barra sirve copas
y ella me pide unas monedas
para comprar algo de whisky.
Sonríe y vuelve a hablar de su padre,
de su madre, de su casa
con todas las ventanas abiertas,
y un huerto, y habitaciones
repletas de velas encendidas
y figuras de santos.
Un aroma de pan llega de la cocina,
se oye un tren,
y en el jardín hay un hombre
que mira hacia el salón, que la saluda.
La madre de mi madre
nos cuenta que es su esposo
y su nieto y el padre de su padre,
y sonríe y quiere subir al tren
de la habitación vecina,
entrar en la alberca del baño,
cenar en la mesa para doce comensales
tras la puerta de la terraza,
que no es una terraza sino un horno.
La madre de mi madre se sienta en su sillón
y el tiempo cambia
de presente a pasado a futuro
sin que ella encuentre diferencia.
Todo es vértigo.
Y el vértigo anula los rostros,
desarma las fechas, los nombres,
y desmembra las casas,
los arces y las magnolias.
La madre de mi madre
se recoge y me llama Madre
y me pide que le traiga chocolate caliente
y helado, y me dice que tiene sueño,
que tiene mucho sueño
y que es tarde,
que debemos salir porque podemos perder el autobús.
No me atrevo a decirle
que no queda siquiera una estación.
Que mil novecientos veinte ha cerrado la puerta.
Que estamos solas.
Y ese que la saluda desde el mustio jardín
es la forma del frío.

 

 

 

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