Poesía mexicana: Ibán de León

Leemos poesía mexicana. Leemos algunos textos del nuevo libro de Ibán de León (1980), Gorriones, publicado en 2022 por Ediciones La Rana de Guanajuato. Ibán de León es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM, 2009-2011). Es autor de los libros de poesía Oscuridad del agua (ISC, 2012), Estaciones nocturnas (FETA, 2016), Calles del cuerpo anochecido (Acá las Letras Ediciones-Coneculta Chiapas, 2019), Pan de la noche (UAZ, 2019) y Gorriones (Ediciones La Rana, 2022). Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Internacional de Poesía Ramón Iván Suárez Caamal 2021, Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2021, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2018 y Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2014. Actualmente escribe una columna para la revista Nueva York Poetry Review.

 

 

 

 

 

Juan pequeño

 

Había un Juan pequeño en la casa de allá
(adobes, tejas y un tecorral rodeando las gallinas).
Éste era Juan pequeño de diez años, como yo,
le gustaba pelear, tenía en la noche de su menudo cuerpo
las costras de orfandad de las banquetas.
En su familia sólo había mamá
que trabajaba desde el gallo para curar los panes.
Y Juan pequeño, libre como un tordo caminaba
por las calles de agosto buscándose la altura entre los puestos,
acechando el aroma de los tacos, las voces de la fruta
o los desiertos de la ropa prendida en maniquíes.
Lo envidiábamos los niños de la cuadra
que tuvimos deberes y un permiso de almidón tras la comida.
A veces jugaba con nosotros.
Era bueno en el futbol el Juan pequeño.
Corría gambetero por las piernas
marcando el gol de siempre a media tarde, nos vencía.
Y cuando alguien por error lo derribó,
las magnolias de su enojo se prendieron para dar
con los nudillos sobre el rostro y el estómago.

Así iba Juan pequeño,
raspones en la cara y en los brazos y en las piernas
y un encono que nació tal vez del frío en las mañanas,
cuando su madre se marchaba.
Nosotros, los que andábamos de escuela, no entendimos
de dónde aquel rencor sin deterioro que encendiera sus insultos.
No fue mi amigo. Pero a veces admiré su crueldad
como se admiran los rincones de la noche,
el canto tecolote del que pronto va a morir y no lo sabe.

Un día Juan pequeño no vino a Jugar más.
Dicen que andaba con halcones, el muy tordo.
Que era encargado de cobrar entre los puestos
(los mismos puestos donde antes se buscara)
el derecho de un piso con desmonte de cartílagos.
Que este Juan pequeño fue dinero y ropas nuevas y un AK-47.

Me lo topé algún domingo por el centro en una troca relumbrosa
acompañado de unos hombres ya mayores.
Y supe que Juan había crecido aunque su talla
remedara al andrajoso de la cuadra que hizo volar pelotas
y cantó el gol de tarde con la burla de sus ojos,
que pateó nuestro miedo cuando a veces lo tumbábamos jugando.
Más tarde algunos restos de su cuerpo amanecieron junto al río.
La cabeza con los ojos ya cerrados para nadie (¿a quién habrá mirado
antes de entrar en ese tramo oscurecido donde asusta el tecolote?),
una pierna, la zurda de los goles (¿pateó como antes, gambetero,
hasta cruzar la portería de piedras?),
sus dos manos, los puños encendidos, como si aun ahí
Juan pequeño amenazara con su furia
al rocío del lunes que empezaba.

  

 

 

 

José

  

Fuimos a nadar y amanecía
como si hermanos. Nadie
nos dijo que orfandad es dividida.
El río estaba claro
con su corriente larga: túnel
de las noches dormidos en banqueta.
Tres éramos y el agua
va dando una promesa de familia.

Ya olvidé los nombres de esos niños,
compañeros de mugre,
lisiados para sí de mi intemperie.
Sólo recuerdo el gesto del menor,
su boca sorprendida en el hallazgo
de un perro moribundo entre la hierba.

Había un cielo tan alto como azul,
framboyanes y mangos,
gorriones, el olor de lo vivo.

El animal contempla en el espanto
de sus ojos de perro.
Pero ya no miraba
(eso creí entonces).
Con su negro pelaje parecía
un regalo en el trapo del invierno.
Moscas gordas lo asechan
esperando el momento.
El zumbido aún verdece en mi memoria,
el zumbido que palpa el deterioro
y me encuentra en el sueño.
Los ojos del perro siempre vuelven
a llenarme la noche
con su opaco fulgor
de perro envenenado.

Hoy sé que sí miraba.

 

 

 

 

Mariana

 

Habló hierba en principio. Fue tierra, la coraza de lluvia en el sendero. Yo jugué sobre el lodo de esa tarde. Me puse a construir la vida que pasaba. Casitas de humedad, muros de barro. Qué sol podía dolerme si mis manos. Qué celo si mi oído. Al primer golpe de la misa se abre un rumor de cardos. Un crepitar de lutos. Es como bruma que no deja encender, pero nos tienta. ¿Hubo mamá que recosió el botón de mis deberes?, ¿qué gorriones cantaban junto al aire? Tuve paisajes de maíz, ciruelos en el patio a medianoche, una nube cayendo cuando se iba, flores de itacuán en los altares del otoño. Me dijeron que a veces astillas en la voz, que sangre se equivoca por la infancia. Como primera hierba crecí por el sereno de estas tierras. Un día vino la lluvia y me sequé.

 

 

 

 

 

Mariana

 

Yo escuchaba, José, las cigarras de mayo en el calor.
Por la ventana un aire que desconoce el sur
trae un poquito de tierra hasta mis muslos.
Mi padre me llama desde el patio,
con gritos que son como veneno puesto a secar bajo la lluvia.
Sudamos aunque la casa se levanta junto a un frondoso laurel.
Aún no era el verano.
Afuera las cigarras tienden ese sonido rasposo,
hecho de años y años de salitre o de espera o qué sé yo.
Me limpio la frente con la mano derecha y pongo un pie
en el suelo rayado por los nervios de la escoba.

No quiero ir.
Mi padre a solas, junto al corral de los chivos, ya sin camisa.
Sé lo que pasará cuando sus dedos aprisionen
mi brazo derecho con la fuerza
que derribaba el vuelo de las frondas. Yo sabía, José.
Y lloro desde antes para no ver cómo el tiempo lija
sobre mis piernas. Cómo el dolor. Las cigarras siguen
con su silbato agudo para el agua.
Luego empieza a llover y se callaba el cielo y se caía.
Mi papá me mira con vergüenza, sube su pantalón
y se va tranquilo a buscar un caballo o una vaca,
a ver si mis hermanos
han vuelto con la leña.

 

 

 

 

Mariana

 

Vino la muerte y no tenía los ojos de nadie (de sus cuencas brotan oscuras amapolas). Se quedó y a diario nos visita: le dábamos café para que olvidara. Con ella aparecieron gentes malas. Nos quitaron la tierra y el empeño, a cambio nos legaron el temor y un hábito de zopilotes cuyas alas se abrasan en la niebla. Pude ver a mi papá de rodillas y llorando, ante un hombre que hablaba como si dijera “hace frío” o “está grande la milpa”. Se oyó el disparo lejos. Agarré lo que pude y me subí en una camioneta de guachos que me trajo hasta acá. Viajaban otras mujeres (el rosario hinchándose en sus uñas), algunos viejos y niños pequeños que han mirado lo nunca con ojos de perdóname. Nos violaron a varias porque éramos jóvenes y porque sí. A todos nos pegaban antes de decir gracias o me duele este lado de la mugre. Creció una pared larguísima de sapos en el sueño, escuché a mis hermanos pudriéndose en la raíz de un cazahuate, cerca de una barranca donde jugaba el río. Desperté enfebrecida y di un salto hasta quebrarme. Se raspó mi huesito de copal, mi mejilla de harina. Me eché a andar por estas calles junto a otros que saben la intemperie con sus piojos y su alcohol, con su estopa y sus monedas. Mi recuerdo más vivo es el hambre que tuve en esos días.

 

 

 

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