La charla de los vivos. Texto de Amal Fares

Leemos un ensayo de la escritora siria Amal Fares (1982) sobre la muerte y el luto en distintas comunidades del mundo. Fares construye un dossier de poesía siria contemporánea en Círculo de Poesía.

 

 

 

 

 

Amal​​ Fares​​ (Siria, 1982) es​​ escritora y traductora. Vivió​​ dieciocho​​ años en Venezuela, y actualmente reside en los Estados Unidos.​​ Estudiante de Artes y Humanidades en la universidad de Monroe Rochester. Es miembro de ATA,​​ ​​ Asociación Americana de Traductores.​​ Ha traducido, entre otros, la novela​​ Las mutaciones​​ (2020)​​ de Jorge comensal​​ y​​ Carta a Stalin​​ (2020)​​ de Fernando Arrabal 2020.​​ La traducción corre a cargo de la propia autora.

 

 

 

La charla de los vivos

 

Olvídate de culpar ahora. Moriré mañana, ¿lo olvidaste?

Es frustrante tener la idea de la muerte en la mente todo el tiempo; es increíble también. ¡Imagínense cuán incontrolable es la bondad!

Mi gatito fue mi primera muerte y, hasta entonces, no había entendido el significado de esa palabra.

Me acerqué a su entendimiento después de ver a una familiar mía acostada con un vestido blanco, que ella misma había bordado para usar el día de su boda, en medio de un grupo de mujeres que gritaban y lloraban. Ella caminaba detrás de nosotros y él manejaba demasiado rápido. Parecía tener prisa.

Después de eso, Los nombres resonaron en la radio del pueblo.

En los tres funerales a los que asistí, el rostro de mi padre estaba ausente.

El único funeral al cual no asistí quedó grabado en mi mente.

Somos hijos de la imaginación, no de la verdad. La verdad tiene hijos que nacen lisiados y discapacitados. También mueren y dejan un agudo dolor en el corazón de quienes los conocieron.

Los funerales son todos rupturas de la mente, pero a los humanos nos tienta el instinto de la experiencia del absurdo.

Imaginad,si nuestras almas estuvieran en nuestras manos, ¡cuántas veces hubiéramos intentado presionar ese botón!

¡Es cierto que si alguien descubriera la muerte dentro de sí mismo, la amaría y desearía tocarla!

¿Por qué nuestra memoria no puede soportar la idea de la muerte, aunque un mosquito pueda matarnos con total mansedumbre?

Nuestro duelo es un dolor profundo por cualquier cosa.

Lloramos la eternidad durante tres días consecutivos hasta que se repite con la pérdida de otro ser querido.

La tristeza en nuestras costumbres es un caos que no sigue al acontecimiento, sino que, mejor dicho, es un contagio.

Si el dolor trajera de vuelta a los muertos, todos habrían regresado en un funeral árabe encabezado por la plañidera, a la que llaman​​ Al Kawala.

Si pudiera, el muerto lloraría sobre sí mismo por las desalentadoras palabras de esa mujer y por ​​ cómo fermenta toda esa tristeza y la repite una y otra vez, obligando a las mujeres a llorar y reprendiendo a los que no repiten sus palabras. Después​​ amenaza con detenerse y con dejar de mencionar las virtudes de esos difuntos, a los que nunca ha conocido.

A veces ese llanto fúnebre es un sangrado saludable para ellas, para sacar todo ese pus. Encuentran allí espacio para la alegría que no tiene cabida en sus pasiones, donde conserven el mosaico de la tristeza. Si un virus apestoso devora el archivo mundial de tragedias, lo encontrarán dentro de una mujer oriental, con la tristeza archivada en orden alfabético.

Si bien es cierto que nada es más difícil que las lágrimas de un hombre nada es más duro que el silencio de una mujer oriental en un funeral. Ese será, sin duda, el próximo muerto.

Según Tom Lutz en su libro​​ El llanto, historia cultural de las lágrimas,​​ las creencias espirituales en la antigüedad decían que este ritual ayudaba a limpiar el alma del difunto y a restaurarla en su plenitud. Sin embargo, los antiguos egipcios tenían prohibido llorar en público por razones culturales y religiosas; por eso acudían a la plañidera. En cambio, ahora se permite llorar en cualquier lugar y, aun así, este ritual aún continúa en algunos países del mundo, entre ellos en mi país. Todavía acudimos a la plañidera para practicar el ritual del llanto público, aunque por motivos religiosos y culturales abandonamos otros rituales que eran habituales en aquella época como, por ejemplo, los rituales sexuales. ¿Cómo terminamos descuidando​​ nuestros cuerpos hoy en día?

 

También hay quienes liberan a los muertos y los celebran con alegría más allá del marco de la tragedia y el llanto.​​ Puchum Pen​​ es una ceremonia que se lleva a cabo en Camboya para llamar a los muertos; en esta ceremonia se cree que, durante ciertos​​ días del año, la línea imaginaria que separa el mundo de los vivos y el mundo de los muertos se vuelve tan fina que los espíritus se acercan a ver a sus seres queridos.

Por otra parte, los budistas y los taoístas invitan a las “almas hambrientas” a sus mesas repletas de diversos tipos de comida como parte de sus celebraciones, que se llevan a cabo entre junio y julio de cada año.

En México todas las familias celebran el día dos de noviembre decorando las casas, disfrazándose, bebiendo y bailando.

En Venezuela, el país en el que he vivido durante mucho tiempo y que todavía vive en mí, le asignan un ramo de rosas a cada ser querido y se encienden unas velas donde yace el difunto. Después se reúnen por la noche en el altar para disfrutar de una de sus comidas favoritas acompañadas de pan de muerto.

En los caminos, donde la muerte es más violenta, suelen plantar figuras en forma de casitas, en cuyo interior se colocan estatuas de la Virgen junto a la cruz y, alrededor de ellas, se esparcen ramos de rosas traídos por quienes guardan un recuerdo de algún espíritu que una vez iluminó ese lugar.

En el valle de Guanape, el olvidado pueblo entre las montañas donde yo vivía, todos los funerales pasaban por nuestra calle: la calle principal donde se concentra el comercio de inmigrantes. De hecho, éramos la única familia y nos llamaban “los paisanos”. En cuanto vislumbrábamos el coche negro, todos nos asegurábamos de bajar el volumen de la música para acompañarlos en el silencio. Algunos muertos pidieron en sus testamentos que sus canciones favoritas resonaran en su​​ último recorrido por las calles del pueblo para que el hastío del silencio no los acompañara hasta la tumba.

Durante mis casi vente años en aquel maravilloso y bondadoso país, nunca vi una mujer sollozando de luto. Las mujeres siempre permanecían en silencio, no porque​​ no sintieran dolor por sus seres queridos, sino porque solían aliviar ese dolor bailando al ritmo de la salsa y del reguetón.

Un pueblo que domina la danza disipa su pena.

Bailad... Siempre lo he dicho a mi pueblo: bailad para que vuestras penas no se conviertan en un gran funeral.

 

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