Lilia Ávalos. Prioridad de muerte

Lilia Ávalos
Presentamos “Prioridad de muerte”, un cuento de Lilia Ávalos (San Luis Potosí, 1989). Es narradora, ensayista e investigadora literaria. Premio de Literatura Dolores Castro 2020 con la novela "Aura Ayar". Ganadora del Certamen Nacional de Ensayo Humanismo y Sociedad 2022 con "La sirena cibernética".

 

 

 

Presentamos “Prioridad de muerte”, un cuento de Lilia Ávalos (San Luis Potosí, 1989). Es narradora, ensayista e investigadora literaria. Premio de Literatura Dolores Castro 2020 con la​​ novela​​ Aura Ayar. Ganadora del Certamen Nacional de Ensayo Humanismo y Sociedad 2022 con​​ La sirena cibernética. Oralidad y escritura en la era del mainstream. Seleccionada en el Tercer Programa de Tutoría en Novela convocado por Literatura UNAM en 2023. Becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) para ensayo creativo en la categoría jóvenes creadores (2020-2021). Mención honorífica en el Tercer Concurso de Literatura para Niños Menores de Cinco Años (2022) con​​ Manos parlantes​​ publicado en la colección Terra Monstra. Participa con el cuento “Prioridad de muerte" en la antología​​ Materna, reconocida por la Caniem como mejor libro del año 2022. Es Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de San Luis y especialista en literatura de tradición oral. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) desde 2022.

 

 

 

Prioridad de muerte

 

*Este cuento se incluye en la antología​​ Materna​​ (Fondo Blanco, 2022), reconocida por la CANIEM como el mejor libro de ficción del año.

 

 

―¿Tres meses?

―Sí,​​ Rosita, lo lamento mucho. Cuando estés lista, puedo comunicarte con el departamento legal y de psicología, si crees que puedan ayudarte. Ellos ya están enterados de tu caso y del de Ana, que entiendo que puede ser una de tus principales preocupaciones.​​ 

Y​​ lo era. Hay personas que no pueden ser su propia prioridad ni en la muerte.​​ 

Dios le había fallado, pensaba Rosita mientras empujaba la carriola de su hija de diecisiete​​ años. Muchas veces había suplicado que cuando Dios decidiera recogerlas, se llevara primero a Ana. Pero sólo una vez lo había dicho en voz alta, durante el cumpleaños siete de Ana, cuando su pareja, el papá de la niña, las abandonó. Partía el pastel cuando el olor a defecación proveniente de la silla​​ de​​ ruedas de Ana llegó a Rosita. Eran pocos​​ los asistentes, casi todos amigos de la abuela de la niña, quienes no pudieron disimular sus muecas de desagrado ante el olor que invadía toda la estancia. Tal vez así pudiéramos resumir la vida de Rosita y Ana: buenas voluntades entre aromas fétidos, gestos de desagrado, huidas imprevistas y desperdicio de atributos.

Rosita pidió a su mamá que repartiera las rebanadas de pastel mientras ella cambiaba el pañal a Ana. Ahí lo dijo:

―Qué sería de esta pobrecita sin mí, ojalá se muera primero ella, si no, ni​​ enterrada voy a estar a gusto.

Rosita sintió la cachetada con que la alcanzó su madre, a la que siguió un reclamo y la mirada que persigue a quien sabe que no hay manera de salir bien librado:

―Cómo se te ocurre decir eso, por eso estoy para ayudarte. Agradecida deberías de estar por conocer la alegría de ser mamá y por todos los aprendizajes que te ha dado una hija especial.

Especial, bendición, engendro, castigo divino, pecado, enfermita, monstruo, deforme, mal augurio, discapacidad, capacidades diferentes, parálisis cerebral, trastorno vascular, malformación arteriovenosa, tetraplejia…​​ Rosita había escuchado muchas maneras en las que médicos, familiares, conocidos y desconocidos catalogaban a su “ángel de Dios”. De todos los nombres, apodos, eufemismos, insultos y diagnósticos, ella lo que notaba es que tendría una bebé para siempre; una que necesitaba cambio de pañal, ser alimentada directamente en la boca y bañarla, recostarla, levantarla… Hay pocas cosas que pesan tanto como las obligaciones sin fecha de vencimiento, no existe grillete que se iguale en peso y tamaño. ​​ Al menos su esperanza de vida era corta, pensó cuando el médico le dijo los cuidados que iba a necesitar Ana de por vida.

En aquel cumpleaños quedaron olvidadas las rebanadas de pastel, no​​ fueron bien recibidas por los invitados entre los olores a desechos humanos. Las moscas y el moho vieron en aquel desdén la oportunidad de iniciar su imperio.

 

 

No necesitamos castigo cuando tenemos la culpa. Durante el embarazo, Rosita veía crecer su​​ vientre y pensaba en lo rápido que sucedía todo: el noviazgo, el embarazo, la boda, esperar el nacimiento. Se preguntó si también después de nacida, su hija crecería tan rápido y temió el momento en que se convirtiera en adulta y se alejara de su lado. Deseó que Ana la necesitara siempre, que nunca llegara el momento en que hiciera sus maletas para irse de la casa, se mudara a un país lejano o se casara a corta edad con el primero que la embarazara. Al secar cada uno de​​ sus deditos tullidos tras los primeros baños, moler su papilla de plátano y acomodarle las diademas en su cabeza de recién nacida, Rosita sabía que Ana era suya y suya para siempre.​​ 

Después de 17 años, así era. Rosita podría sentirse feliz porque su deseo se había cumplido y su hija seguía a​​ su lado, pero no lo estaba. Ana continuaba necesitándola y su tamaño aumentaba junto con los cuidados que requería. Aun lo más bello se torna terrorífico con la repetición infinita, al menos la de Sísifo era la misma roca, pero tal vez no hubiera sido éste​​ tan paciente si la roca hubiera aumentado más de diez veces su peso.

Abandonar a Ana no era una opción, al principio porque su marido se lo hubiera impedido: nadie promete más que el que no piensa hacer nada y es fácil decir que sí a algo cuando ya tienes​​ ubicado tu escape.​​ 

Abandonarla no hubiera sido mejor que matarla, quién podría hacerse cargo de una niña-adulta como ella; tal vez alguna instancia de gobierno, pero qué vida le darían ahí. Cuánto tiempo la dejarían con el pañal sucio en la silla de ruedas, con la baba y los mocos colgándole, o tal vez sólo estaría tirada en cama, consumiéndose hasta que sus mugidos por el hambre, el frío o la enfermedad menguaran la vida que le fue concedida.

Tal vez Rosita no pudo decidir sobre la salud de su hija, pero​​ al menos sí podría resolver cómo iba a ser su paso por este mundo. Ella decidió que nacería, ella decidió quedársela, ella vivió su vida con las consecuencias. Lo que no pudo hacer Rosita fue decidir sobre el cáncer de páncreas que amenazaba con terminar con su vida en tan solo tres meses, a los diecisiete años de Ana, a los cuarenta y cinco años suyos.

Después de tanto esfuerzo y tan poca vida, Ana terminaría en una casa de asistencia del gobierno y Rosita, muerta. Nunca escucharía que Ana le dijera mamá,​​ o que siquiera la mirara o​​ le acariciara el hombro. ¿Tendría, al menos, Ana recuerdos de ella? Los médicos decían que no, que sus funciones motoras, cognitivas, intelectuales, emocionales, eran prácticamente inexistentes. Tras los primeros diagnósticos, los médicos auguraban que el hígado, estómago, riñones y corazón de Ana comenzarían con fallas a temprana edad. Pronósticos así son los que estimulan el ímpetu a los mártires, pero al mismo tiempo, las promesas incumplidas son las que menguan sus energías.​​ 

Lejos de que se apagaran las funciones corporales de Ana, el tiempo las afianzaba e incluso hacía que otras florecieran. Comía con regularidad y había excedido las expectativas de vida que le daban los médicos. Tal vez por eso había logrado llegar a los diecisiete años y mostraba señales de que podía seguir así por tiempo indeterminado. Prueba de su madurez corporal fue la llegada de la menstruación, pero no con ello el convertirse en “mujer”. O tal vez sí lo era, una mujer-bebé sin conciencia de que lo era.

Seguramente ello influyó para que Rosita se negara a llevar a Ana a alguna casa de asistencia. Cuando su marido la abandonó y llegó a considerar esa posibilidad, se enteró que una de las jóvenes internadas estaba embarazada y se descubrió que a otras más​​ les habían practicado un aborto. El responsable resultó ser uno de los enfermeros, pero se fugó y no pudieron encarcelarlo. La bebé que nació de ese embarazo tenía perfecta salud, tal vez el cuerpo de su madre no tenía todas sus funciones, pero las que tenía funcionaban muy bien. Seguramente ni siquiera llegó a saber que estaba embarazada, que tuvo un hijo, que la habían violado. La bebé terminó en el orfanato. Después de todo, si la familia no había querido a la madre, resultó lógico que tampoco quisieran​​ a la hija.

Es verdad que cuando su marido la abandonó, la madre de Rosita la ayudó mucho con Ana. Tal vez fue precisamente por estos esfuerzos que su cadera terminaría rompiéndose y ella muriendo un par de años después. Desde ese momento, Rosita vivió con​​ el temor de que la forma en que​​ murió su madre sería la forma en que ella moriría. Incluso, cuando giraba a Ana para lavarle las llagas de la espalda, pensaba que tal vez era una forma de venganza: arrebataba la vida de los otros como queja por el tipo​​ de vida que poseía.

​​ Rosita y Ana, lejos de la salud, la asistencia gubernamental, la caridad, los médicos, la familia… Así eran ellas, Rosita y Ana, Ana y Rosita. A menudo eran su única y mutua compañía, a veces, se abandonaban también a sí mismas.

 

 

No​​ hay fecha que no llegue, ni plazo que no se cumpla. La noticia estremeció a conocidos y desconocidos, pero fueron los vecinos quienes denunciaron el mal olor proveniente de la casa de Rosita y Ana. Es verdad que ellas eran los personajes cotidianos del barrio, algo como leyendas vivientes: todos las ubicaban, pero pocos las conocían. Para la mayoría sólo eran “la niña malita y su mamá”, algunos pocos sabían que la niña en realidad ya era una mujer llamada Ana y que su mamá tenía un nombre y alguna vez tuvo​​ una vida propia, una donde era Rosa y no solo la madre de alguien.

Al menos ahora eran nada, o casi nada. Eran datos o rumores que otorgaban continuidad a su historia. Doña Lucha, de la tienda, dijo a todos sus clientes que la pobre de Rosita había enloquecido cuando se enteró que iba a morir de cáncer y mejor había decidido suicidarse, dejando a la pobre de Ana sola, hasta que murió de inanición.

La vecina de al lado dice que lo​​ que​​ pasó fue un robo terminado en tragedia, que, seguramente, los criminales ya​​ tenían bien estudiada la casa y sabían que esas mujeres no podrían detenerlos. Tan mal que estaba la seguridad en aquellos tiempos.

Una supuesta prima de los policías que dieron seguimiento a la denuncia por el mal olor de la casa dijo que en realidad sólo hallaron el cuerpo de Ana, asfixiado. Piensan que la mamá la mató y después huyó para disfrutar los últimos meses que le quedaban de vida. Pero los mecánicos de la esquina dicen que fue al revés, que conocen a una muchacha que trabaja en una casa de asistencia y que ella dijo que les abandonaron ahí a Ana junto con algunos ahorros, que el cadáver en descomposición era el de Rosa, que antes de que Dios se la llevara puso a su hija a salvo.

A la salida de la secundaria, los niños decían que, en un intento​​ por salvar su vida, Rosita se había unido a una secta que le pedía dar a su hija en sacrificio, pues seguro era la culpable de todos sus males. Le pidieron que amputara extremidad por extremidad, partes del cuerpo a Ana para luego ambas alimentarse con ellas. Así como en el mal de las vacas locas, Rosita y Ana fueron perdiendo la cordura si es que les quedaba alguna. Rosita siguió haciendo eso hasta que el cuerpo de Ana no pudo más y su corazón dejó de latir. En un momento de lucidez, su mamá descubrió lo que había hecho y se suicidó.

Según parece, los médicos dijeron que, por causas del cáncer, Rosita murió sin poder dar aviso a nadie, lo que dejó en desamparo a Ana hasta que murió, pero de hambre, sobre su propia orina y heces fecales. Pero el sacristán​​ de la iglesia dijo que no, que seguramente Dios había intercedido para liberar a ambas mujeres de su sufrimiento y las recompensó llevándolas al más allá, donde podrían estar juntas en la vida eterna.

 Las conciencias de todos se calmaban al pensar que nada era para siempre, aunque fuera para toda la vida.

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