Edinson Aladino (Colombia, 1985) es Doctor en Letras por la UNAM. Artículos académicos de su autoría han sido publicados en revistas especializadas de América Latina y África y ha colaborado en capítulos de libros para diferentes universidades de Italia y de México. Estuvo en una estancia de investigación doctoral en La Habana (2018), en el Archivo de José Lezama Lima que resguarda la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Entre el 2021 y 2022 cursó un diplomado en Estudios Afrolatinoamericanos por la Universidad de Harvard. Actualmente, realiza su estancia posdoctoral en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
La isla de Calipso
Déjame consolarte del viaje de tu espada;
la tristeza es una ciudad en ruinas
y el poeta dibuja en los oídos de barro
la trama de tus días que es mi isla.
Déjame sorprenderte desnudo sobre la arena
recordando tu antigua vida;
tu desnudez ausente de guerrero y sabio,
de artesano y guía,
tu desnudez de rey en el destierro,
sin naufragio a barco deseado,
sin rutas o cabellera más precisa
que esta bahía a su temblor indócil.
Déjame llenar tu boca con mis senos,
navegar en lo salado,
hundirme en la cicatriz de tu muslo
y resumirte el regreso a Ítaca
donde vuelves a ser nadie,
donde nadie te reconoce y nadie eres.
Déjame sujetar tu frente con mi sueño,
darte la tranquilidad del niño
y aligerar tu rostro como un dios
que todo lo sabe y todo lo puede.
Déjame recordarte desde los sargazos de mi isla,
escuchando la luminosidad de tu barco
que se aleja sin anunciar la despedida.
Joyce en una calle de Trieste
Regresan los navíos con la elegancia con que se diluye
la imaginación por el dorso de las islas.
El tímpano marino no corresponde
a la lengua que habitaron tus ancestros
en esas regiones de hedor verde y esmeralda.
Las manos pulimentadas vuelven a comprobar
el saludo de la madre muerta;
aquella balada antigua que sonaba
en la estación del tren
mientras los labios corrían tras otros labios
ocultos por las sombras de los muros,
de esos muros soplados por los fresnos de Galway.
Hay que dormir con las manos atadas
para escuchar una hilera de palabras,
o la soledad del ciclón que semeja
la incertidumbre de tu padre anciano.
Las cartas llegan para reparar tu sueño
de fantasmas por la ciudad dórica y el río de cera.
Una experiencia sensible no se aísla del mundo.
Las manos pulimentadas –en una calle de Trieste–
definen una isla, aprietan corales.
En una urna cineraria reposa la ceniza infantil,
la creación y una rosa profunda como un laberinto.
Telaraña
Aquí yace otro revestimiento
de fineza, la silenciosa araña,
sus patas son escritura.
En el centro de su laberinto
tiembla el aire
y las mariposas estampan su vuelo
con los esqueletos de la tarde.
Se esparcen en la noche
las meditaciones de la araña
sobre los hilos brillantes,
cordaje sinuoso de la forma.
El otoño cabe en esa arquitectura
tan pequeña como un puño semi cerrado
y tan inmensa como el relámpago
o la envoltura del bosque.
La araña aquilatando el velo
al final de la jornada:
es la base de la luz
en la fineza de la roca.
Vivir así es conversar
con la elasticidad del aire
para celebrar la suspensión
del abismo y la caída.
La araña que muere
para dejar su tejido
alcanza el milagro de la permanencia,
la pirámide hechizada
por la arena del geómetra.