“Fueron todas las cosas”: La masculinidad tradicional como una antología de la derrota
Por Andrey Araya Rojas
Todo lo que nos sucede nos hace. Lo que se cae con prisa, lo que falla lentamente, lo que triunfa con ironía, lo que ríe con morbo, lo que se hunde en la fosa vacía de la resignación, lo que nos golpea con furia vallejiana.
El último libro del poeta costarricense Rodrigo Zúñiga, Fueron todas las cosas (Valparaíso Ediciones. España. 2023), hace que, poema a poema, el niño que fuimos asome la barbilla a la baranda de las derrotas que nos cruzan el alma.
“Voy a decir esto ahora/y será la última vez que lo haga/como prenderle fuego a una foto entre los dedos”, nos anuncia (¿nos amenaza?) el autor en el primer poema, como pavesa que se esfuma en cuanto se pronuncia, aunque sea mentira, porque todo lo que dirá de ahí en adelante es una brasa que nos persigue más allá de la última página.
“Yo también perseguí mi vida/como a un niño travieso en un centro comercial/cuando la alcancé/ya no estaba ahí ninguno de los dos”, nos dice en el último poema, en realidad la coda de un concierto que nos ha sometido con una andanada de acordes de los que ya no podremos escapar, porque somos esos acordes, nos reconocemos en ellos para la desdicha y el triunfo, figuras especulares de una misma herida, porque ya no somos ni el niño asomado a la baranda ni el hombre que creíamos ser.
¿Será que la masculinidad es también la sumatoria de lo que nos transita? ¿Y si ser hombre no es el cheque en blanco de la genética, sino la antología de derrotas y victorias, el rosario de personas que amamos bien con el lado blando del corazón y las que herimos con la masculinidad mal formada desde la cuna?
¿Y si la masculinidad, construida y deconstruida, se halla entre esa primera enunciación que nos arroja a la vida y la última búsqueda de la niñez extraviada, como entre el primer y el último poema de Fueron todas las cosas?
“El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, le hace decir Hemingway al pescador Santiago en El viejo y el mar, pero Rodrigo Zúñiga confronta la bravuconada del escritor de Illinois y en cambio nos señala que “uno audiciona para la vida y ensaya para perderla a diario”.
Esta colección de poemas, la tercera obra de su autor, hace acopio de una madurez que le permite juntar lo conceptual con lo corpóreo, lo explicativo con lo narrativo, el verso libre con la prosa cadenciosa, todo pasado por el tamiz de metáforas cinceladas con cuidado, despojadas de palabras sobrantes, para cuestionar los discursos tradicionales con los que construimos lo masculino, el pesado fardo de la “hombría”.
El resultado es una crítica sin panfleto, pero sin edulcorantes. Ahí están tanto la violencia psicológica como el puño agresor, el cuchillo asesino, el padre distante, el indiscriminado catador de cuerpos, el monólogo repetidor de los viejos paradigmas de género.
No hay maniqueísmos ni salidas fáciles. La derrota y el desencanto que atraviesan la mente del personaje que construye el poeta para su libro, son producto de quien se sabe siempre incompleto. Un antihéroe al que la ambiciosa promesa patriarcal de un mundo puesto a sus pies es tan solo el manual para su autodestrucción:
Mi trono fue una falacia
donde me postré sin pensarlo dos veces
y donde colocaba mi falo, como un báculo,
hinchado de vanidad
Nos dice esta voz atrapada en el discurso del macho dominante que, a pesar de verse castrado y dañado por su propio machismo, no parece cuestionar su condición de privilegio social.
El antihéroe se convierte así en torre y ruina de sí mismo, pero sin el derecho a asumirse como víctima, porque nunca sentirá el miedo a ser violado cuando sale de casa, de ser asesinado simplemente por su género, de recibir un salario inferior debido a su sexo, de ser acosado sistemáticamente en todo ámbito social. En la obra de Zúñiga, esta ceguera es la gran paradoja del personaje, perseguido por las sirenas debido a su crimen, del que admite ser el perpetrador, pero no el culpable, por lo que la redención le está vedada, por eso nos sigue diciendo:
…de pronto escarbo entre las ruinas
cualquier excusa barata
que no me haga parecer el victimario
Escuchamos, vemos, sentimos al agresor, no para exculparlo sino para remarcar que la violencia masculina, infligida tanto a hombres como a mujeres, empieza por la flagelación, por la extirpación del amor propio, como una enfermedad autoinmune que destroza la capacidad para la ternura, que demerita la fuerza de la propia fragilidad:
Hoy lastimo mi cuerpo como otros lo hicieron,
de la forma más sincera y fiel
Así, los vientos intempestivos de la agresión se vuelven realidad tangible que se cuece en los discursos sociales que nos atraviesan, en la génesis misma de lo que concebimos como “hombre”.
Por otro lado, el libro escapa a una lectura unidimensional, pues cada uno de sus poemas destila el sabor corrosivo de lo profundamente humano. En sus versos se dan la mano la belleza del lenguaje con lo soez y lo sórdido. Nos muestra el callejón sin salida en el que a veces se convierte la vida. Una intrincada construcción gramatical da paso, de pronto, a la imagen clara y exacta de una linterna, un arma, un auto, una canción de Nirvana; recursos simbólicos que nos golpean el pecho al recordarnos que toda victoria lleva su derrota bajo la camisa.
Es significativo que este libro haya saltado el Atlántico para ser publicado en España, porque enriquece, aún fuera del país natal de su autor, la producción poética costarricense de este primer cuarto de siglo, que se ha lanzado a una búsqueda consciente por combinar la voz intimista del escritor con lo conceptual y lo cotidiano como asidero de lo que nos hace humanos, familia, individuos, seres amantes u odiantes, arrojados a lo colectivo y a la soledad por igual.
Este poemario tiene la clara vocación de no dejarte dormir, no hay condescendencias ni justificaciones a nada de lo que en sus páginas “sucede” y “es”, sino la actitud de entender la vida, como escribió Milán Kundera hablando del Quijote y de la razón de ser de la novela.
Quizás esta sea también la razón de ser de la poesía toda y de Fueron todas las cosas, arrojar una mirada al abismo humano para comprenderlo y, de esa comprensión, acaso, atisbar la luz que habita toda oscuridad.