Rin Ishigaki
(Tokio, 1920 – 2004)
Sobreviviendo
No puedo sobrevivir sin comer.
Arroz
Vegetales
Carne
Aire
Luz
Agua
Padres
Hermanos y hermanas
Maestros
Dinero también
corazones también
no podría haber sobrevivido sin comer.
Con mi estómago lleno
Cuando limpiaba mi boca
Distribuyendo en la cocina
Las entrañas de mi padre
Mi cuadragésimo atardecer
Por primera vez, las lágrimas de una bestia salvaje
llenaron mis ojos.
Toshikazu Yasumizu
(1931)
Kobe, otra guerra 50 años después
Las llamas aún arden en mis ojos.
Llamas que se esparcen sin detenerse.
Llamasllamasllamasllamasllamasllamasllamas.
De nuevo, una detrás de otra.
Ruinas abrasadas adelgazándose hasta donde lo permite la vista,
Pilares de fuego disparados ocasionalmente.
Ardiendo lentamente.
Un hedor nauseabundo colgado en del aire.
Escombros, pedazos de cartón arrojados entre las reminiscencias.
Un visible póster pegado sobre la puerta colapsada.
Palabras escritas con marcadores permanentes sobre los muros caídos.
Todos están a salvo. Contáctenos por medio de…
Las lápidas hechas de restos de madera.
Aquí, abajo.
Ninguna lápida.
Aquí, abajo.
¿Es esto Kobe?
¿Es este el pueblo de Osada? ¿Es este?
¿No es el pueblo que una vez vimos?
¿No es el pueblo que abandonamos detrás de la mirada?
(¿Qué hemos hecho desde entonces?
¿En qué hemos creído?
¿Qué hemos tratado de crear?)
Enero 17, 1995.
46 minutos pasadas las 5 de la mañana.
Nuestro pueblo fue atacado
Por otra guerra, después de 50 años.
Una ciudad rasgada.
¿Qué clase de imagen de un pueblo
Podemos imponer sobre este que está frente a nosotros,
Para poder seguir adelante?
El pueblo de Kobe, el pueblo de Nagata,
El pueblo que hemos amado mientras vivíamos.
Nosotros, los que vivimos y amamos
Nos resistimos a abandonar este lugar.
Oigo un ave
Detrás de las camelias que han sobrevivido al fuego.
Observo un ramo de narcisos brotando
En las vasijas quebradas bajo los aleros colapsados.
Niños regresando al fondo del sitio de evacuación
Con voces agudas y
sonrientes semblantes centelleando con alegría.
Como en un sueño.
Makoto Ooka
(1931 – 2017)
Frutas de luz
Los hemisferios de tu pecho
Descansan en mis manos tan lejos en un mar distante
¡Tan pesadas estas frutas hechas de luz!
Una espina, penetras el revestimiento
De mis entrañas deslizadas entre
La distancia te hace
Desbordarte dentro de mí
La ausencia te hace
Vivir en mi corazón
Tarde por la noche te volviste
Ochenta y cuatro mil estrellas
Penetrando mi sueños pasando a través de mí
Y yo miré por el vidrio roto
Mientras las ochenta y cuatro mil estrellas
Disparadas a través de ti, dispersas, volaban en pequeños pedazos sobre el cielo.
Kiji Kutani
(Tokio, 1984)
El fin del verano
Mientras miraba sin remedio
el reflejo de mi propio rostro
en la curveada superficie
al final de una cuchara,
las vacaciones de verano
se desdibujaron hasta llegar a un final.
Una sensación cálida como esa
en el reciente apagar de una televisión
permanece en mi ombligo
mientras estoy de pie, balanceándome.
Camino sobre las reminiscencias de los papeles
que mi pequeña hermana dejó despedazados bajo la mesa,
la memoria de la náusea que sentí al viajar
vino a mí precipitadamente ligera contra mi espalda.
Sosteniendo mi cabeza,
pesada en este instante como un trapo mojado,
me recuesto por última vez
en los tatamis que han adquirido la vejez.
Gradualmente, me lleno de silencio,
como hago siempre que un trabajo
que me es dado en este mundo,
me es arrebatado.
Ciertamente
debí haber envejecido treinta años
estas vacaciones de verano:
mientras gentilmente aplicaba
un dedo empapado de sudor
en el cadáver de una abeja sin un ala,
me digo murmurando esto.
El coro de cigarras vibrando en la superficie de la puerta
–de repente recoge una intensidad–
como si fuera a transportarme
A la entrada del verano.