Casi todo es increíble, la búsqueda de lo cotidiano
Soy un mero aficionado a la lectura de poesía; por lo tanto, estos apuntes son sólo eso: no ubican tradiciones, no pretenden ser crítica literaria, son los comentarios de un neófito desde sus dispersas lecturas y desde su básica sensibilidad generacional. Así pues, he leído el libro Casi todo es increíble (México, ed. Juan Malasuerte, 2023) de Pablo Robles Gastélum (Culiacán, 1992), y confieso que, en más de un sentido —generacional, formativo, biográfico— me excede. Su poesía me ha tomado desprevenido: me ha provocado una cierta perplejidad, un anacrónico estupor.
Pero trato de entender esa escritura y, sobre todo, de entenderme en ella. Los poemas de Pablo me han sacudido, diría yo, comprensiblemente. No han puesto perplejo a un estudioso, a un lector de poesía en serio. Me han puesto perplejo a mí, parte de la última generación de Babyboomers del semitrópico septentrional mexicano. Me han tomado por sorpresa a mí, un tipo formado en una familia heteropatriarcal, en el país de la Gran Familia Revolucionaria (y con la television de la Gran Familia Mexicana), en la lectura del Lágrimas, Risas y Amor, Chanoc y la revista Duda, en aquella educación sentimental proveída por las telenovelas y, ya en mi juventud, en la proclama de las grandes causas revolucionarias, del Pueblo y del socialismo. Una generación que pasó de la iconodulia romántica a la iconoclastia también romántica.
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Empecé a leer poesía sinaloense con el laureado “Culiacán” de Jesús G. Andrade, ese de la:
Emperatriz que guardas los sacres lares míos,
y cuya faz reflejan las linfas de los ríos.
Siguiendo con la irreverencia lírica y provinciana de Toñico Pineda y Carlos Mateo Sánchez, ocultos bajo el seudónimo de “El Tuerto” Eudomóndaro Higuera y su “Romance del arroyo de los perros”:
Están cantando los grillos
del Arroyo de los Perros
Noche que se ve más noche
en la cima de los cerros.
Y prosiguiendo luego con el “Sueño en Culiacán” de J. Turpy:
Estoy en Culiacán
la ciudad es una frase tachonada
vasta constelación de letras de agua.
Hasta llegar a Francisco Alcaraz y su “Musa enferma”:
No es mía esta ciudad. En la ribera, donde el apareo de las aves sesgaba el viento y la poderosa frescura de la ceiba se extendía (calcinados) veo dos niños: en sus ojos se petrifican los veranos, y un olor a fruta. Nunca ha sido mía esta ciudad erigida sobre huesos.
Así que ya se entenderá por qué me ha asaltado un cierto estupor anacrónico. No debo demorarme más en decirlo: las composiciones de Pablo Robles me han picado la curiosidad y me han gustado mucho. Tenía conocimiento de que algo se estaba moviendo en alguna poesía mexicana desde hacía unos pocos años (había leído ya, es cierto, dos o tres textos de Augusto Sonrics), pero una cosa es tener un encuentro casual con partes sueltas de una escritura, y otra es acercarse atento a un libro hecho y derecho.
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Aludiré solo a tres perplejidades. Lo primero es que los poemas me revelaron, por lo menos en parte, una manifestación de la fractura generacional que marca este tiempo. Todavía la mía —ampulosamente denominada “generación puerto”— fue, y sigue siendo, incapaz de reconocer que el sentido del mundo, de la vida (o será mejor decir, acaso, no el sentido sino el barthesiano “incendio del sentido”) está, en buena medida, en el traslape del espacio físico y el espacio virtual, es decir, la realidad de lo cotidiano está también en eso que los sesudos académicos llaman heterotopia: el no-espacio que, sin embargo, es espacio, la cruza del lenguaje del ciberespacio y el lenguaje ordinario de la gente, sobre todo la juventud, hoy en día. Dice Pablo:
Y antes de entrar en calor
tengo una pregunta para usted señor lenguaje
¿será conveniente guglearlo primero
o prefiere a la brava
sin datos por la costera y vámonos riendo
poco a poco
eslabón
por eslabón?
Lo segundo es que hay en esta poesía, con toda evidencia, un desarraigo del sentido convencional y heredado del mundo, por ejemplo de la ciudad. Leo otras líneas:
Culiacán, 2008,
en la catedral los buchones
reían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
también polvo que parecía humo,
carros blindados, barbas delineadas
y el ruido de los motores;
camionetas grandes y tiernas,
defendiendo el olor de la gasolina,
cada uno un círculo, los dos juntos, un infinito,
hule negro sobre pavimento y el calor.
Pero hay más, y esto es lo tercero: hay una búsqueda radicalizada del significado. Una radicalización extrema y premeditadamente disonante, como en la conclusion de la ¿parodia? de “Piedra de sol”, el paciano poema consagrado:
un sábado de cristal, en el Chopo, metro Salto del Agua,
un alto surtidor de celulares; venta atípica,
un árbol bien plantado, pero chueco,
un caminador con vista al río sucio,
contra corriente, así voy
y llego siempre…
O como, para terminar, la radicalización irónica en el paródico “Discurso frente a la academia”. Leo a nuestro poeta:
Argüenderos de la orden, biógrafos del humo, religiones permisivas, neologismos, adornitos, locomotoras, significantes perdidos, hábitos inmortales, semicírculos, taquicardios, concubinos de la realidad, origamis torcidos, disgresiones peligrosas, estados del arte, camaradas, aguajes activados, traductores de la comezón, artifices del chanchuy, sínodales eleusinos, sayayines, chismosos, juguetilandios, distinguidos miembros del presidio:
lo mismo de siempre
que subió la gasolina
porque el petróleo etc
es decir que no se murieron
los suficientes dinosaurios
para que méxico fuera un país rico
y por eso señoras y señores
es que la prehistoria influye en lo inmediato.
Sí, Casi todo es increíble. La cotidianidad es increíble, los sublenguajes del ciberspacio son increíbles, el hule negro de las llantas planchadas sobre el pavimento es increíble, el abstruso lenguaje de la academia es increíble, lo que pasa en la pantalla ante nuestros ojos es increíble, lo que tengo a un lado en este escritorio es increíble. Ahí la dejo. No digo más. Sigo perplejo.