Breves apuntes sobre Juan Ramón Molina

Roberto Carlos Pérez escribe sobre el poeta modernista hondureño Juan Ramón Molina (1875-1908).

 

 

 

 

 

 

 

Breves apuntes sobre Juan Ramón Molina

 

 

El Modernismo es cimiento de nuestras letras, puerta que permite entrar, libre de conserjes y ordenanzas, a la historia y el pensamiento occidental en las​​ nuevas naciones hispanoamericanas; es también la recámara en la que​​ sus​​ jóvenes poetas​​ cribaron​​ los saberes, cual noche de bodas, y los hispanizaron​​ en un ardiente encuentro nupcial.​​ 

 

El espacio donde los modernistas encuentran plenitud es la lengua. Se aíslan del horror, pero no evaden su destino: la Torre de Marfil es el símbolo del autoanálisis. La proeza de los modernistas fue convertir la derrota psíquica y emocional de la naciente​​ “masificación”​​ en triunfo espiritual.​​ ​​ 

 

Los oídos de los hispanohablantes finiseculares debieron estremecerse al escuchar, por primera vez en muchos siglos, heptasílabos, eneasílabos, dodecasílabos, tridecasílabos, alejandrinos, hexámetros, etcétera, ya completamente domesticados y naturalizados en nuestro idioma gracias a la nueva sensibilidad poética.​​ 

 

Es justo decirlo: el milagro del Modernismo no proviene totalmente de Francia sino también de España. Los modernistas rescataron para nuestros oídos los experimentos métricos y estilísticos encontrados en el anónimo​​ Cantar de Mio Cid, en la obra de Alfonso X el Sabio (1221 – 1284), de Ramón Llull (hacia 1313 – 1315  o 1316), del Arcipreste de Hita (hacia 1283 – 1351), de don Juan Manuel (1282 – 1348), de Fernando de Rojas (hacia 1470 – 1541), etcétera, en las obras de los astros que​​ iluminaron el Barroco español, cuyo mejor nombre lo dio el historiador Luis José Velázquez de Velasco (1722 – 1772): Siglo de Oro, y en los románticos.

 

En torno a la figura de Rubén Darío (1867 – 1916) encontramos a otros destacados modernistas, entre ellos a Ricardo Jaimes Freyre (1866 – 1933), Amado Nervo (1867 – 1919), Enrique Gómez Carrillo (1873 – 1927), Rufino Blanco Fombona (1874 – 1944), Leopoldo Lugones (1874 – 1938) y José Santos Chocano (1875 – 1934). Sin embargo, antes los habían precedido los iniciadores del movimiento: José Martí (1853 – 1895), Manuel Gutiérrez Nájera (1859 – 1895), Julián del Casal (1863 – 1893) y José Asunción Silva (1865 – 1896). Así, caemos en cuenta​​ de​​ que lo plural es lo que mejor define al Modernismo.

 

Pero la historia de la poesía está llena de omisiones, olvidos e injusticias. A los nombres modernistas no ha sido costumbre añadir el del más descollante modernista hondureño: Juan Ramón Molina (1875 – 1908), en cuyos poemas palpitan, como en Darío y en el resto de sus compañeros, palabras esquivas y rebeldes, una plétora de imágenes, metáforas y sonidos, tactos y, sobre todo, cambios de luces, destellos y semipenumbras. También se oye en la poesía de Juan Ramón Molina el canto de las sirenas. Pero al contrario de Ulises, el mítico guerrero de​​ La odisea, el tímido y enigmático poeta hondureño no desoye ni intenta eludir su canto.

 

Juan Ramón Molina fue el gran melancólico de Honduras​​ y​​ también ha sido el más ignorado. Si se le recuerda, casi siempre se lo hace con el pésimo chiste que lo imagina con los poros saturados de alcohol componiendo versos en una burda cantina o estanco de Tegucigalpa. Juan Ramón Molina ha corrido la misma suerte​​ que​​ Rubén Darío en Nicaragua.​​ 

 

¿Acaso algún hispanoamericano​​ en el siglo XXI​​ imagina​​ a Paul Verlaine​​ (1844 – 1896)​​ y​​ a​​ Stéphane Mallarmé​​ (1842 – 1892)​​ alcoholizados como puercos en zahurda,​​ o​​ a​​ Arthur Rimbaud​​ (1854​​ ​​ 1891)​​ como​​ traficante de Hachís?

 

Quienes han perpetuado esta​​ imagen​​ de don Juan Ramón​​ desconocen​​ su trágica​​ y no pueden entender el sufrimiento que hay en estos versos que emulan algunos versos de su vecino nicaragüense:​​ 

 

La lluvia su monótona charla dice afuera.

La puerta de mi cuarto por fin está cerrada.

Quizás en esta noche no grite mi quimera

y goce del olvido profundo de la almohada.

 

¡Hace ya tanto tiempo que en reposar me empeño,

como si me turbara la fiebre del delito,

que mis ojos enclavo​​ -de los que huyera el sueño-

en la siniestra esfinge del lúgubre infinito!

 

Mas hoy todos los seres me han parecido buenos,

el cielo azul brindóme su calma vespertina,

y​​ -libre de pecados y libre de venenos-

purifiqué mi cuerpo en agua cristalina.

 

Quiero la paz aquella​​ de la​​ primer mañana

cuando, en el seno de Eva, tranquilo e inocente,

Adán durmió, al arrullo de amor de la fontana,

ajeno a las promesas de la sutil serpiente.

 

Un nirvana sin término, letárgico y profundo,

en el que olvidé​​ todas mis dichas y mis males,

la secreta congoja de haber venido al mundo

a resolver enigmas y problemas fatales.

 

Ser del todo insensible como la dura piedra,

y no tallado en una doliente carne viva

de nervios y de músculos. O ser como la hiedra

que extiende sus tentáculos​​ por​​ manera instintiva.

 

No como el pobre bruto del llano y de la cumbre

sujeto a la ley ciega de inexorable sino,

que en sus miradas tiene la enorme pesadumbre

de todo aquel que encuentra muy bajo su destino.

 

Así gozar quisiera de imperturbable sueño

cuando la noche baja de los cielos lejanos.

Estrellas: derramadme vuestro letal beleño.

Arcángeles: mecedme con vuestras leves manos.

 

Para que mi mañana florezca como rosa

de mayo, exuberante de vida y de fragancia,

y la tierra contemple, jocunda y luminosa,

con los tranquilos ojos con que la vi​​ en la infancia.

 

(“Anhelo nocturno”)

 

 

La respuesta a esta angustia metafísica está en ese siglo incomprendido, en el que «el negro nubarrón viene rasgando», a decir de Darío, y que todavía nos toca​​ y​​ golpea de costado.

 

La melancolía,​​ lo que hoy conocemos como depresión,​​ palabra demonizada en la era de Facebook y X, fue definida por Aristóteles​​ (384 a.C.​​ ​​ 322 a.C.)​​ en la​​ Problemata 131.​​ Muchos artistas la han padecido. La de Juan Ramón Molina fue una melancolía extrema, exacerbada por su condición de mendicante, su destino y una sociedad que lo abandonó a sus expensas. Pero como todo hombre de genio o ingenio, ambas palabras tienen la misma raíz latina (Ingenium), Juan Ramón Molina dio rienda suelta a su talento​​ siendo fiel, como todo melancólico, a su naturaleza: fue creador y creó.

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