En torno a Berisso 1928 de Daniel Samoilovich

Leemos, desde la mirada de Edgardo Dobry, algunos poemas del nuevo libro del poeta y traductor argentino Daniel Samoilovich (1949), Berisso 1928. La vida futura (Bajo la Luna, 2023). Samoilovich es autor de las colecciones de poesía, Las Encantadas (2003), Driven by the wind and drenched to the bone (2007) y Molestando a los demonios (2009). Leemos aquí, además de una selección de poemas, un texto introductorio de Dobry.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Sobre​​ Berisso 1928, la vida futura​​ de Daniel Samoilovich

Buenos Aires, Bajo la Luna, 2023

 

Antes de entrar en la materia de​​ Berisso​​ 1928*​​ parece prudente hacer alguna advertencia al lector que no esté familiarizado con la obra de Daniel Samoilovich.​​ Dejando de lado los volúmenes de diversa miscelánea, como​​ El libro de los seres alados​​ (2000)​​ o​​ el reciente​​ Fábulas y fabulaciones​​ (ambos en colaboración con el artista Eduardo Stupia), en su parte sustancial los libros de Samoilovich​​ no​​ son recopilaciones de poemas que conforman un agregado más o menos coherente. Cada libro es un poema​​ extenso, definido por una clara unidad de experiencia y de asunto, aunque los recursos y formas sean variados en las diversas​​ secciones​​ que lo componen. Así se plantean​​ El carrito de Eneas​​ (2003),​​ Las encantadas​​ (2003) y​​ El despertar de Samoilo​​ (2007). En este aspecto,​​ Berisso​​ 1928,​​ a​​ pesar de​​ sus modestas 60 páginas,​​ retoma​​ y reabre, después de tres lustros,​​ la poética más ambiciosa del autor, y por eso lo celebramos.​​ 

No es​​ infrecuente localizar, en​​ los libros​​ que he mencionado,​​ evocaciones​​ del​​ gran arte que parece​​ hoy​​ imposible, el de​​ La Eneida, el de la​​ Divina Comedia,​​ el​​ de Lucrecio, Aristófanes, Cervantes​​ o Shakespeare,​​ los​​ que sistematizaron​​ nuestra​​ imaginación​​ del mundo y de lo humano. No quiero decir que Samoilovich pretenda medirse​​ con,​​ ni imitar a,​​ esas figuras;​​ pero sí mostrar su huella,​​ su presencia como pretexto, como trasfondo​​ de la escena en que el poema sucede, porque en todos esos libros hay algo teatral, e incluso alguno de ellos se ha llevado al escenario. Se trata,​​ en​​ Berisso 1928, del fantasmagórico resurgir o despertar​​ ­­la escena del despertar es liminar y a la vez nuclear a todos los grandes poemas​​ de Samoilovich​​ de un pasado perdido: el de los grandes frigoríficos que funcionaron a lo largo de casi todo el siglo XX en​​ la localidad de​​ Berisso, cerca de la ciudad de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires.​​ 

Ahora sí,​​ entonces,​​ Berisso 1928; la vida futura.​​ Los acápites​​ del​​ poema,​​ puestos a conciencia por el autor,​​ deben, creo, ser​​ leídos​​ como parte​​ de él, o al menos como​​ una​​ transición entre​​ las declaraciones​​ del autor​​ acerca de sus intenciones y el poema mismo;​​ así que empecemos por eso.​​ Uno de los acápites​​ es de​​ El buen soldado Schveik, otro del​​ Inferno​​ de Dante, de donde sale el subtítulo​​ y las últimas palabras del poema, “la vida futura”​​ (Dante como pre y casi post-texto, como umbral de entrada y salida); el tercero, al que me referiré,​​ reproduce los dos últimos versos de un famoso soneto de Joaquim du Bellay: “Ce qui est ferme est par le temps destruit,/ Et ce qui fuit au temps fait​​ résistance!” Samoilovich los​​ anota en su propia traducción,​​ un pareado​​ que dice: “Lo que es firme, el tiempo lo destruye,/ sólo le​​ opone resistencia lo que fluye”.​​ Esa versión incluye ya, de algún modo,​​ el espesor histórico del​​ soneto​​ de Du Bellay​​ en castellano, porque, con cerca de un siglo de distancia respecto del francés,​​ fue imitado por Quevedo en estos términos: “huyó lo que era firme y​​ solamente/ lo fugitivo permanece y dura”. En ambos casos, el río Tíber le dice al peregrino​​ recién llegado a Roma​​ que el inasible río es​​ eterno y​​ eternamente igual a sí mismo​​ (no podían saber entonces​​ el desastre​​ que el ser humano ocasionaría sobre esa supuesta​​ esencia inamovible​​ de la naturaleza)​​ en tanto​​ que los templos y​​ edificios​​ imperiales, creados con ambición de eternidad,​​ son ahora ruinosos.​​ En términos modernos diríamos que todo lo sólido se desvanece, en tanto lo​​ fluido​​ no cesa de cambiar para seguir siendo igual.​​ Con disculpas por la autorreferencia, yo había utilizado ese acápite de Du Bellay, a finales de los años noventa, en la versión original en un poema dedicado a la pizza Margarita como lo fluido de la deglución frente a lo firme de los monumentos y libros dedicados a esa reina, ​​ la primera de Italia unificada.​​ Juan José Saer usó los versos de Quevedo, junto a otros de Juan L. Ortiz y unos, curiosamente, también de Dante, aunque​​ no del​​ Inferno​​ sino​​ del​​ Paradiso​​ como encabezamiento​​ de​​ su última novela,​​ La Grande​​ (2005). Así que en 25 años se ha configurado una breve pero firme tradición literaria argentina en torno a lo inasible como​​ única​​ forma probable​​ de lo permanente.

En la estela​​ quevediana​​ leo,​​ también, en la sección titulada “Viaje a La Plata”​​ de​​ Berisso 1928​​ otro​​ pareado, que viene a rematar una reflexión acerca de la evolución de la vida desde su​​ acuática​​ forma primitiva hasta su máxima expresión en el​​ ser​​ humano; dice: “Ya no hay remedio, querido primate:/​​ te saliste del agua, ahora embromate”.​​ Como diría Mariano Picón Salas​​ del propio​​ Quevedo, hay aquí casi un “preciosismo de la grosería”*, es decir una conjunción del gran arte verbal​​ y del pensamiento científico (Darwin es otra de las referencias insistentes en Samoilovich)​​ con la dicción coloquial.​​ 

Pero volvamos a la oposición entre lo firme y lo fluido, que​​ reaparece en forma de oxímoron,​​ también aquí​​ de casi áurea visibilidad, en​​ los​​ primeros versos de​​ Berisso​​ 1928,​​ en los que se​​ evoca​​ la visión del peregrino, ya no frente a​​ lo que queda de la​​ Roma​​ imperial​​ sino en​​ las ruinas​​ de lo que fueran,​​ hasta la década de 1980,​​ “los​​ frigoríficos​​ más grandes de América del Sur”,​​ el​​ Swift y​​ el​​ Armour.​​ La decadencia no​​ ha​​ necesitado​​ de​​ muchos​​ siglos​​ para hacer su trabajo, como en la Roma de Du Bellay y de Quevedo, sino solo​​ de​​ algunas​​ decenas de años;​​ ya se sabe que en América cada​​ año​​ puede​​ quemar​​ eras​​ históricas​​ completas.​​ 

El verso del oxímoron dice así, en referencia al trabajo cumplido en esos​​ frigoríficos​​ ahora​​ en desuso: “ebria, metódica matanza”. ¿Cómo puede algo ser ebrio y metódico a la vez? ¿Cómo se pueden combinar en una misma acción la racionalidad apolínea y el​​ desenfreno​​ dionisíaco?​​ La voz del poema​​ parece decirnos que eso es lo único posible​​ allí donde no se fabricaron autos​​ ni​​ refrigeradores sino que se faenaban​​ miles​​ de​​ cabezas de ganado,​​ y​​ el río clásico ya no es​​ de agua sino de sangre.​​ El momento en que algo vivo pasa a ser materia divisible, envasable, enlatada, exportable: “viandada y jugo cárnico,/ piezas congeladas, charcutería,/ y cuanta porquería consumieran/ la Europa y América​​ del Norte”.​​ Donde “nada se desperdicia, nada/ de la vaca o el toro se tira, todo/ se transforma”.​​ Donde​​ la cuantificación minuciosa del trabajo humano encuentra su cruel emblema en un sello “grabado en Chicago”, “Left out”,​​ que se aplica al obrero literalmente dejado de lado, despedido, reemplazado por “el primer desgraciado/ llegado de Serbia o Montenegro”.​​ Berisso 1928​​ tiene, como se ve, un arraigo en la tradición moderna del poema documental, particularmente intensa en Estados Unidos, en Muriel Rukeyser, C.D. Wright, Lydia Davis.​​ 

El obrero, para el frigorífico, no​​ tiene​​ mucha​​ mayor entidad subjetiva​​ que la​​ ternera sacrificada: una sale enlatada, el otro hambriento y con un “olor que no se va más”, uno de los estribillos del poema; en el mejor de los casos, con un sueldo​​ de miseria.​​ Acaso por eso el lector se encuentra, en el corazón​​ de​​ Berisso 1928, una subunidad​​ troquelada, un canto en el que la vaca reprocha, en pie quebrado, la suerte o mejor dicho la mala suerte que la azota en el momento decisivo de ser matada y faenada.​​ La vaca humanizada, el obrero​​ reducido a mano de obra​​ cosificada y​​ sustituible.

Una buena parte de la historia económica, política y social de Argentina se resume en​​ los versos​​ de la viandada del párrafo anterior. Pero no​​ se trata​​ ya​​ del elemento demasiado humano del​​ Matadero​​ de​​ Esteban​​ Echeverría,​​ casi medieval todavía​​ con sus bofes y achuras cubiertas de barro sanguinoso y volando como arma arrojadiza​​ entre una masa indistinta de famélicos desarrapados*, con su sarcasmo del rosismo y el​​ final que parece decirnos​​ que​​ allí donde se faenan reses se​​ sacrificarán​​ hombres.​​ Se trata, ahora,​​ de​​ la fría hecatombe del frigorífico industrial, ya del todo siglo XX,​​ que el poema​​ describe en la que es, creo, una de sus secciones memorables, titulada “Adiós”: “Otro par de golpes de las hoces veloces,/ una maniobra audaz y las pieles son quitadas,/ quedan las reses blancas/ que la sierra transforma en medias reses…”.​​ 

En esa​​ metódica​​ y a la vez​​ ebria​​ matanza​​ capitalista​​ anida​​ y crece, y ese es el​​ otro​​ núcleo del poema, el sueño de la revolución.​​ La revolución soviética​​ aconteció en​​ un orbe donde nunca​​ penetró la​​ democracia​​ liberal; pero el sueño occidental de la revolución,​​ incluso del trotskismo, es decir de la revolución dentro de la revolución, se produce en el corazón mismo de la cadena de producción industrial, hecho por y para el capital.​​ Porque, y esto también es parte esencial de la historia argentina, esos frigoríficos, a los que una peste decimonónica​​ arrojó​​ desde​​ la gran​​ capital​​ hacia el​​ apartado​​ suburbio​​ portuario, se nutrieron de la fuerza de trabajo de los inmigrantes: españoles, italianos;​​ judíos escapados, mucho antes​​ que​​ del fascismo y del nazismo, de los​​ pogromos​​ en la periferia del Imperio Ruso: de Zaporizhia, en este caso,​​ en Ucrania, en las orillas no del​​ prestigioso​​ Tíber sino del​​ casi anónimo​​ Dniéper. De allí emigró nuestro Eneas rioplatense, llamado David Bronstein,​​ “único trotskista de Berisso”.​​ Y​​ aquí, como les decía antes,​​ Samoilovich retoma​​ una deriva de​​ otro Eneas​​ argentino, explícito aquel, el que empujaba su carrito por las calles de Buenos Aires en plena crisis del corralito, en el umbral de este siglo.

Al final, como en aquellos​​ quevedianos​​ “muros de la patria mía,/ si un tiempo firmes​​ hoy desmoronados”, el​​ frigorífico​​ y el sueño de la revolución van a dar​​ juntos​​ a la ruina,​​ donde “los tanques de agua están secos,/ la proveeduría, desprovista,/ la hojalatería se oxidó y la curtiembre/ por las ratas invadidas fue”​​ y donde David Bronstein despierta en medio de un​​ porvenir​​ que ya es pasado, el de “la vida futura”.​​ 

“¡David Bronstein: despertate!” dice la voz conativa, cerrando en este Berisso la escena central de la obra de Samoilovich, la del despertar, como en​​ los libros que mencioné al principio.​​ El poema no acontece en​​ el​​ sueño​​ surrealista​​ sino en la​​ resaca despierta, en la​​ cruda​​ transición entre sueño y vigilia, y sobre todo en esa zona de la vigilia en que lo metódico puede juntarse con lo ebrio y lo infernal con​​ lo cómico.​​ 

 

Edgardo Dobry

 

 

***

 

 

Swift y Armour, 2018

 

​​ A la entrada del predio, un cartel reza: “Aquí estuvieron

los frigoríficos más grandes de América del Sur”​​ 

 

 

Dos gigantes echados lado a lado,​​ 

durmiendo a pierna suelta

una mona eterna,

purgando la resaca de más de medio siglo

de ebria, metódica matanza,

controlada producción de sangre,

carne y latas de viandada, pesadillas,

madrugones y planillas.

 

¡Qué sorpresa, la de los dos durmientes,

si despertaran de repente! Creerían

estar hundidos en un sueño más arduo,

más profundo.

 

Dos ciudades en miniatura,

calcinadas por el sol,

desvalijadas por el tiempo, recorridas

por perros negros, decididamente hambrientos:

no hay que dejarse engañar por su manso

trotar a mediodía, si algo pasible

de ser comido hiciérase presente

—y el humano es bastante comestible—

se le echarían encima sin pensarlo mucho.

¡Eh, chuchos, sed algo más considerados

con vuestros amos del pasado!

¡Masticarnos es mala educación!

No, nada: desaparecida la alimentación

ya no hay nada que hacer, murió el respeto.

 

Esto quedó: la traslúcida fantasma de Swift,

el exoesqueleto de una mantis,

la cáscara del bicho

burlándose de amigos y enemigos

mientras el bicho huyó.

 

Duerme el vallado del rodeo

hoy sin vallas: la basura que lo colma no tiene

la menor intención de escapar.

Descontroladamente duerme la Oficina de Control

con sus vidrios reventados.

Duerme la enlatadora, duerme el muelle

donde alinéabanse los barcos

dispuestos a salir por el Canal Santiago

al Plata y de allí al Atlántico

cargados de viandada y jugo cárnico,

cortes congelados, charcutería,

y cuanta porquería consumieran

la Europa y América del Norte.

Duermen las sogas que amarraban esos barcos

pues los barcos se hundieron o fueron desguazados

o se mediohundieron y fueron medio desguazados

y no hay nada que atar a nada y las maromas roncan

sobre sí enrolladas, polvorientas,

momificadas. Al menor intento

de extenderlas se quebrarían, distraída

piel de viejos dragones.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

Left out

 

Acerca de un sello grabado en Chicago

 

Swift, la mantis prieta, roma,

orlada por la plaza de rodeo:

los animales que hoy van a morir,​​ 

saludan de la única manera que saben

a un turbio ausente sol, que no se digna

a visitar, en hora tan poco propicia,

este rincón de su reino.

 

Y un poco más allá Armour, una jaula que brilla,

un dado de una apuesta que, como todas,

alguien perdió para que otro ganara.

Y las casitas donde se prende

una luz, otra luz: y una luz conversa con las otras.

¿Qué hacemos aquí?, se preguntan.

¿Es esto el día? ¿Qué día?

¿Quién lo ha dispuesto así? No puede ser esto todo.

Y te mirarán los animales con los ojos suyos,

serios, interrogantes.

¿Así que así había de ser, así que este

era el rostro que tomaría para mí la M?

Ah, la letra que alguna vez fue

el orgulloso pictograma del mar, sus ondas

aún encrespadas después de cuatro

o cinco milenios, sus criaturas

tan laboriosamente de él emergidas,

tan costosamente transformadas

para el desplazamiento en tierra y la respiración aérea,

para el rumiar a cuatro estómagos los más duros pastos,

ahora listas para ser sacrificadas a favor

de estómagos más delicados, provistos

de locomoción a dos patas y pulgar oponible,

sofisticada sociedad y ya que no buenos dientes​​ 

cuchillos filosos y dominio del arte

de cortar y enlatar. Y de hacer sonar sirenas.

 

Fue la sirena de las fábricas

la que arrugó la chapa de las casas;

las arrugó de miedo, las tiñó de desaliento.

Estos que fueron sastres en Odesa,

leñadores en el Chaco, herreros en Minsk,​​ 

pescadores en Galicia, en el Tirreno tormentoso,

estos que conocieron los secretos

de oficios más antiguos que ciudades y países,

aquí están ahora, sujetos a la noria del frigorífico

y los vaivenes del comercio mundial.

 

Bravo raro mundo nuevo. Aquí los únicos

que ganan bien son los desolladores:

no se los puede cambiar por cualquier desgraciado

recién llegado de Serbia o Montenegro.

Los demás ganamos miseria

y si protestás te cambian por el primer desgraciado

llegado de Serbia o Montenegro. Los cuadernos

de control de trabajo están llenos de signos

que miden los estándares de trabajo de cada uno,

cada cual tiene una planilla,​​ 

y en esa planilla hay renglones y columnas

y día por día junto al nombre del día

numeritos que miden lo que hiciste y lo que no,

la hora de llegada, de salida,

el tiempo neto trabajado, el tiempo

que pediste permiso para ir al baño,

la ratio entre el estándar y tu producción,

diminuta caligrafía del sueño

del capital.

 

Porque el capital también sueña, no crean:

sueña con la noria que maximiza el beneficio,

con las cosas que se mueven solas, y los hombres,

cuantos menos mejor, sometidos

uno por uno, concienzudamente,

al control absoluto. Perversos numeritos

en hilera, confiando su secreto

cada uno al siguiente, 7, 7.15,​​ 

22, 7, 9, 8.

Y cada tanto una página se interrumpe

con la impronta azul de un sello grabado en Chicago:

LEFT OUT.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

Adiós

 

Despedida al pueblo vacuno

 

Se abren por un momento los portones

que dan al exterior y desde la playa

de matanza del piso tercero

entra la luz de noviembre.

Junto a la luz, entran rodando a la caverna

dos cuerpos en muerto revolcón.

Se abalanza la cuadrilla de los butchers:

un tajo limpio, la decapitación,

y en una cinta se alejan las testas cornudas.

 

Adiós, apacibles o revoltosas cabezas,

adiós, criaturas. La tarde larga de los campos

se terminó; terminó el cielo

ornado de nubecitas, a término llegaron

también los efectos especiales,

los grandes eventos que durante años

dieron qué hablar al pueblo bovino:

aquella inundación que duró meses,

o aquel famoso incendio de los pastizales,

o la tormenta que plegó el cielo

como la mano de un coloso aplastaría

una chapa medio oxidada

arrojándola, displicente, a lo lejos,

a estamparse sobre el campo

en un festival de rayos y aguacero.

 

Ya ninguno de esos portentos volverán;

no para ustedes.

Adiós, cabezas de vacas, ya no es necesario

que en lo alto de cuerpos negros o marrones

simulen pensar, con parsimonia,

en las cosas del mundo y las mudanzas de Fortuna.

Ya no hay nada qué pensar, Fortuna

volcó al fin lo que en su urna secreta guardaba,

acabó para ustedes el mundo

y nosotros nos haremos cargo del cadáver

que es, en este caso, lo que importa.

Años y años las dejamos rumiar en nuestros campos

les buscamos tierras altas si inundábanse las bajas,

pasto nuevo cuando el viejo se gastaba.

Les quitamos parásitos, cuidamos

amorosamente de sus dentaduras

robándoles apenas una poca de leche

que de todos modos les sobraba.

¿De veras creían que ahí cerraba el trato?

Error: las mirábamos y veíamos filetes,

las contábamos y contábamos kilos

de carne y entrañas, pulgadas cuadradas

de cuero, gruesas de botones, huesos, sebo

para velas, un ojo teníamos puesto

en cada cosa de ustedes que ocupara

lugar en el espacio, moviera la impiadosa

de la balanza aguja.

 

Ahora sí, llegó la hora de saldar cuentas,

Las que fueron patas delanteras

ahora son garrones superiores

a sendas roldanas enganchados.

Dos cortes hábiles y el juguete se desarma,

asumen las víctimas figura

decididamente vertical.​​ 

Otro par de golpes de las hoces veloces,

una maniobra audaz y las pieles son quitadas,

quedan las reses blancas

que la sierra transforma en medias reses,

blancos medios cadáveres que a la noria ensartados

van a hacer su grand tour por los pisos inferiores

hasta que solo quede el gancho,

disponible para nuevas aventuras.

 

Ya nadie sabrá qué mitad

a qué otra mitad correspondía,

las latas de corned beef no llevarán

de ustedes el nombre, si es que nombre tenían:

ahora, queridas, se llaman todas SWIFT.

Si se olvidaran de este nombre tan raro,

pueden consultarlo en la parte exterior de la lata.

Mm, es verdad que ya no les quedan ojos

para ver y que nadie se ha tomado nunca

y nadie ha de tomarse ya el trabajo

de enseñarles a leer:

apréndanlo entonces de memoria.

Lo repetiré lentamente:

ESE - DOBLE VE - I – EFE - TE.

¿Verdad que es fácil?

 

Pero si cuando suene la trompeta del Juicio

cada cual ha de presentarse de su cadáver munido

ante el Creador, menudo problema van a tener

para acudir al llamado. Aquí me sugieren

que lo mejor es que nombren un abogado;

tal vez la compañía les preste uno;

pero me temo que el Señor en la ocasión no acepte

representantes, y menos colectivos: cada una

con su cabeza bajo el brazo, debería ser.

Qué lío. Habrá que pensar en ello.

 

 

 

 

 

 

 

 

El sueño de David Bronstein

 

Una noche de julio de 1928,​​ 

David Bronstein se asoma a la vida futura

 

En los muelles sobre el Canal Santiago

donde antaño se embarcaban

rumbo a ultramar las medias reses y la carne envasada,

una horda de hombres libres se ha instalado a pescar.

Phillips: libre; Kodlisek y Bauquien, libres;

libres Alejandro Alí, Camilo Rossi,

Francisco Velicek y Muhammad Ziger.

¿Me entienden? ¡Libres!​​ 

No que nos dejaron afuera, leftouteados,

sino que somos libres de verdad, y un cartel dice:

“Aquí estuvieron los frigoríficos más grandes

de América del Sur”.

 

¡Nunca pensé que una conjugación en pretérito perfecto

pudiera ser tan bonita!​​ 

Miren: los tanques de agua están secos,

la proveeduría, desprovista,

la enfermería, desahuciada,

la hojalatería se oxidó y la curtiembre

por las ratas invadida fue.

La noria, por supuesto, está atascada

y no puede ser reparada porque el taller mecánico

también está atascado; todo es un solo atasco, todo

hay que tirarlo por ahí, en medio el pasto.

Las soldadoras ya no volverán

a hacer una sola chispa azul:

¡pasó el tiempo de las chispas azules!

¡Adiós eterno al azul de metileno!

Las cámaras congeladoras están tibias,

a una temperatura ideal, primaveral,

y vacías, o mejor, llenas de basura;

y miren, miren con atención:

allí estamos nosotros, al principio

vivimos de la pesca y la basura,

pero como el río está empetrolado para siempre

y no hay peces, vivimos de la basura nomás,​​ 

la que sacamos del río,​​ 

o la que juntamos por ahí. Conseguimos basura

y la vendemos. O la comemos.

O tal vez somos superhombres

y nos alimentamos de electricidad.

 

No, porque no hay producción eléctrica:

no nos alimentamos de nada,

libres al fin de la necesidad de comer.

Todos libres: las zorras, libres de su diario trajín,

enredadas en los rieles, desfondadas;

los puentes, libres de la obligación de hacer equilibrio

en el aire, tranquilamente abolidos.

Caños y tuberías liberados

de transportar líquidos asquerosos,

plácidamente reventados, como el cañón

de un revólver que explotó en la mano de su dueño

y lo dejó sin mano, sin brazo, cadáver lo dejó,

cadáveres todos los dueños, los gerentes, y si se descuidan

los capataces, técnicos, empleados

de la oficina de control, dibujantes, ingenieros,

esquiroles diversos, gendarmes, jueces

cada uno colgado de un gancho,

por el garrón colgado, tranquilo, muerto.

Las moscas, libres de la ansiedad de zumbar

en torno a todo lo que se pudra,

no molestan. Vuelan por ahí,

ornamentalmente,​​ 

por el cielo que ninguna nube empaña.

¡El propio frigorífico, echado de lado,​​ 

como un gigante ahíto, duerme al sereno,

ahí, donde la borrachera​​ 

del capitalismo lo dejó!

¡Sus vidrios rotos, a punto

de caer a pico, degollar a los paseantes

y dejarlos también a ellos calmados

de toda ansiedad, libres de ideas descabelladas,

y aún de cabellos! ¡Basta de pelo que se cae,

de dientes que se arruinan, etcétera!

¡Hasta del olor nos hemos librado! ¿Pueden creerlo?

Yo casi no. Pero es verdad. Respiro hondamente

y no se huele nada.​​ 

 

Lo veo mal esto. Que nada huela

es medio raro. Y el silencio

casi perfora los oídos. Este sueño mío

es una pesadilla. ¡Yo no quería el barro,

no quería la basura ni los sábalos

que son casi basura, inmóviles,

hundidos en el fondo barroso del río,

criando grasa de pescado!

Aclarémonos: ¿dónde estamos,

la Revolución, sucedió, sí o no?

¿Fue hace cien, hace mil años? ¿Qué es

este silencio? ¿Nos pasamos de rosca, matamos

a todo el mundo, incluso a nosotros?

No puede ser, no tiene sentido.​​ 

¿Qué pasó, qué pasa? ¡Que alguien conteste!

¡Aparezca alguno! No, no. ¡Alguien normal,

no el despintado con su corona de oro o cartulina,

con su cohorte femenina y su guardia de corps​​ 

el monstruo que torso abajo se resuelve

en una cola o aleta caudal!

¡David Bronstein: despertate!

 

No es tan fácil. No puedo. No todavía.

Pero empieza a llover y la lluvia

va deshaciendo baldazo a baldazo

el ruinoso frigorífico,​​ 

las maromas cenicientas, los perros salvajes:

todo eso se diluye y surge de la tierra lavada

un resplandor, la promesa o añoranza

de un lenguaje, un nombre, un tiempo

que quizás no hayan existido nunca

y que ni siquiera estamos seguros

que vayan a existir, pero la lluvia sigue

cayendo, se arremolina

y nos empapa de pies a cabeza,

nos cala hasta el tuétano y nos limpia el corazón

despertándonos al fin a la vida futura.

 

 

 

 

 

*

​​ Este texto fue escrito con motivo de la presentación del libro en la librería La Central de Barcelona, el 29 de mayo de 2024.

*

​​ Picón Salas​​ (De la Conquista a la Independencia)​​ no cita ningún pasaje en particular, pero podríamos recordar, por ejemplo, la Jácara I, en la que un ladronzuelo​​ o rufián​​ llamado Escarramán envía​​ un mensaje a su​​ querida, llamada “la Méndez”​​ (nótese el doble sentido de “alfileres”):

 

Ya está guardado en la trena

tu querido Escarramán,

que unos alfileres vivos

me prendieron sin pensar…

*

​​ Aunque en el poema de Samoilovich, como en un guiño a ese fundador de la letras nacionales, las mujeres de la sección​​ “Tripería​​ juegan a tirarse riñones a la cara, burlando la vigilancia del capataz.

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