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Sobre Berisso 1928, la vida futura de Daniel Samoilovich
Buenos Aires, Bajo la Luna, 2023
Antes de entrar en la materia de Berisso 1928* parece prudente hacer alguna advertencia al lector que no esté familiarizado con la obra de Daniel Samoilovich. Dejando de lado los volúmenes de diversa miscelánea, como El libro de los seres alados (2000) o el reciente Fábulas y fabulaciones (ambos en colaboración con el artista Eduardo Stupia), en su parte sustancial los libros de Samoilovich no son recopilaciones de poemas que conforman un agregado más o menos coherente. Cada libro es un poema extenso, definido por una clara unidad de experiencia y de asunto, aunque los recursos y formas sean variados en las diversas secciones que lo componen. Así se plantean El carrito de Eneas (2003), Las encantadas (2003) y El despertar de Samoilo (2007). En este aspecto, Berisso 1928, a pesar de sus modestas 60 páginas, retoma y reabre, después de tres lustros, la poética más ambiciosa del autor, y por eso lo celebramos.
No es infrecuente localizar, en los libros que he mencionado, evocaciones del gran arte que parece hoy imposible, el de La Eneida, el de la Divina Comedia, el de Lucrecio, Aristófanes, Cervantes o Shakespeare, los que sistematizaron nuestra imaginación del mundo y de lo humano. No quiero decir que Samoilovich pretenda medirse con, ni imitar a, esas figuras; pero sí mostrar su huella, su presencia como pretexto, como trasfondo de la escena en que el poema sucede, porque en todos esos libros hay algo teatral, e incluso alguno de ellos se ha llevado al escenario. Se trata, en Berisso 1928, del fantasmagórico resurgir o despertar –la escena del despertar es liminar y a la vez nuclear a todos los grandes poemas de Samoilovich– de un pasado perdido: el de los grandes frigoríficos que funcionaron a lo largo de casi todo el siglo XX en la localidad de Berisso, cerca de la ciudad de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires.
Ahora sí, entonces, Berisso 1928; la vida futura. Los acápites del poema, puestos a conciencia por el autor, deben, creo, ser leídos como parte de él, o al menos como una transición entre las declaraciones del autor acerca de sus intenciones y el poema mismo; así que empecemos por eso. Uno de los acápites es de El buen soldado Schveik, otro del Inferno de Dante, de donde sale el subtítulo y las últimas palabras del poema, “la vida futura” (Dante como pre y casi post-texto, como umbral de entrada y salida); el tercero, al que me referiré, reproduce los dos últimos versos de un famoso soneto de Joaquim du Bellay: “Ce qui est ferme est par le temps destruit,/ Et ce qui fuit au temps fait résistance!” Samoilovich los anota en su propia traducción, un pareado que dice: “Lo que es firme, el tiempo lo destruye,/ sólo le opone resistencia lo que fluye”. Esa versión incluye ya, de algún modo, el espesor histórico del soneto de Du Bellay en castellano, porque, con cerca de un siglo de distancia respecto del francés, fue imitado por Quevedo en estos términos: “huyó lo que era firme y solamente/ lo fugitivo permanece y dura”. En ambos casos, el río Tíber le dice al peregrino recién llegado a Roma que el inasible río es eterno y eternamente igual a sí mismo (no podían saber entonces el desastre que el ser humano ocasionaría sobre esa supuesta esencia inamovible de la naturaleza) en tanto que los templos y edificios imperiales, creados con ambición de eternidad, son ahora ruinosos. En términos modernos diríamos que todo lo sólido se desvanece, en tanto lo fluido no cesa de cambiar para seguir siendo igual. Con disculpas por la autorreferencia, yo había utilizado ese acápite de Du Bellay, a finales de los años noventa, en la versión original en un poema dedicado a la pizza Margarita como lo fluido de la deglución frente a lo firme de los monumentos y libros dedicados a esa reina, la primera de Italia unificada. Juan José Saer usó los versos de Quevedo, junto a otros de Juan L. Ortiz y unos, curiosamente, también de Dante, aunque no del Inferno sino del Paradiso como encabezamiento de su última novela, La Grande (2005). Así que en 25 años se ha configurado una breve pero firme tradición literaria argentina en torno a lo inasible como única forma probable de lo permanente.
En la estela quevediana leo, también, en la sección titulada “Viaje a La Plata” de Berisso 1928 otro pareado, que viene a rematar una reflexión acerca de la evolución de la vida desde su acuática forma primitiva hasta su máxima expresión en el ser humano; dice: “Ya no hay remedio, querido primate:/ te saliste del agua, ahora embromate”. Como diría Mariano Picón Salas del propio Quevedo, hay aquí casi un “preciosismo de la grosería”*, es decir una conjunción del gran arte verbal y del pensamiento científico (Darwin es otra de las referencias insistentes en Samoilovich) con la dicción coloquial.
Pero volvamos a la oposición entre lo firme y lo fluido, que reaparece en forma de oxímoron, también aquí de casi áurea visibilidad, en los primeros versos de Berisso 1928, en los que se evoca la visión del peregrino, ya no frente a lo que queda de la Roma imperial sino en las ruinas de lo que fueran, hasta la década de 1980, “los frigoríficos más grandes de América del Sur”, el Swift y el Armour. La decadencia no ha necesitado de muchos siglos para hacer su trabajo, como en la Roma de Du Bellay y de Quevedo, sino solo de algunas decenas de años; ya se sabe que en América cada año puede quemar eras históricas completas.
El verso del oxímoron dice así, en referencia al trabajo cumplido en esos frigoríficos ahora en desuso: “ebria, metódica matanza”. ¿Cómo puede algo ser ebrio y metódico a la vez? ¿Cómo se pueden combinar en una misma acción la racionalidad apolínea y el desenfreno dionisíaco? La voz del poema parece decirnos que eso es lo único posible allí donde no se fabricaron autos ni refrigeradores sino que se faenaban miles de cabezas de ganado, y el río clásico ya no es de agua sino de sangre. El momento en que algo vivo pasa a ser materia divisible, envasable, enlatada, exportable: “viandada y jugo cárnico,/ piezas congeladas, charcutería,/ y cuanta porquería consumieran/ la Europa y América del Norte”. Donde “nada se desperdicia, nada/ de la vaca o el toro se tira, todo/ se transforma”. Donde la cuantificación minuciosa del trabajo humano encuentra su cruel emblema en un sello “grabado en Chicago”, “Left out”, que se aplica al obrero literalmente dejado de lado, despedido, reemplazado por “el primer desgraciado/ llegado de Serbia o Montenegro”. Berisso 1928 tiene, como se ve, un arraigo en la tradición moderna del poema documental, particularmente intensa en Estados Unidos, en Muriel Rukeyser, C.D. Wright, Lydia Davis.
El obrero, para el frigorífico, no tiene mucha mayor entidad subjetiva que la ternera sacrificada: una sale enlatada, el otro hambriento y con un “olor que no se va más”, uno de los estribillos del poema; en el mejor de los casos, con un sueldo de miseria. Acaso por eso el lector se encuentra, en el corazón de Berisso 1928, una subunidad troquelada, un canto en el que la vaca reprocha, en pie quebrado, la suerte o mejor dicho la mala suerte que la azota en el momento decisivo de ser matada y faenada. La vaca humanizada, el obrero reducido a mano de obra cosificada y sustituible.
Una buena parte de la historia económica, política y social de Argentina se resume en los versos de la viandada del párrafo anterior. Pero no se trata ya del elemento demasiado humano del Matadero de Esteban Echeverría, casi medieval todavía con sus bofes y achuras cubiertas de barro sanguinoso y volando como arma arrojadiza entre una masa indistinta de famélicos desarrapados*, con su sarcasmo del rosismo y el final que parece decirnos que allí donde se faenan reses se sacrificarán hombres. Se trata, ahora, de la fría hecatombe del frigorífico industrial, ya del todo siglo XX, que el poema describe en la que es, creo, una de sus secciones memorables, titulada “Adiós”: “Otro par de golpes de las hoces veloces,/ una maniobra audaz y las pieles son quitadas,/ quedan las reses blancas/ que la sierra transforma en medias reses…”.
En esa metódica y a la vez ebria matanza capitalista anida y crece, y ese es el otro núcleo del poema, el sueño de la revolución. La revolución soviética aconteció en un orbe donde nunca penetró la democracia liberal; pero el sueño occidental de la revolución, incluso del trotskismo, es decir de la revolución dentro de la revolución, se produce en el corazón mismo de la cadena de producción industrial, hecho por y para el capital. Porque, y esto también es parte esencial de la historia argentina, esos frigoríficos, a los que una peste decimonónica arrojó desde la gran capital hacia el apartado suburbio portuario, se nutrieron de la fuerza de trabajo de los inmigrantes: españoles, italianos; judíos escapados, mucho antes que del fascismo y del nazismo, de los pogromos en la periferia del Imperio Ruso: de Zaporizhia, en este caso, en Ucrania, en las orillas no del prestigioso Tíber sino del casi anónimo Dniéper. De allí emigró nuestro Eneas rioplatense, llamado David Bronstein, “único trotskista de Berisso”. Y aquí, como les decía antes, Samoilovich retoma una deriva de otro Eneas argentino, explícito aquel, el que empujaba su carrito por las calles de Buenos Aires en plena crisis del corralito, en el umbral de este siglo.
Al final, como en aquellos quevedianos “muros de la patria mía,/ si un tiempo firmes hoy desmoronados”, el frigorífico y el sueño de la revolución van a dar juntos a la ruina, donde “los tanques de agua están secos,/ la proveeduría, desprovista,/ la hojalatería se oxidó y la curtiembre/ por las ratas invadidas fue” y donde David Bronstein despierta en medio de un porvenir que ya es pasado, el de “la vida futura”.
“¡David Bronstein: despertate!” dice la voz conativa, cerrando en este Berisso la escena central de la obra de Samoilovich, la del despertar, como en los libros que mencioné al principio. El poema no acontece en el sueño surrealista sino en la resaca despierta, en la cruda transición entre sueño y vigilia, y sobre todo en esa zona de la vigilia en que lo metódico puede juntarse con lo ebrio y lo infernal con lo cómico.
Edgardo Dobry
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Swift y Armour, 2018
A la entrada del predio, un cartel reza: “Aquí estuvieron
los frigoríficos más grandes de América del Sur”
Dos gigantes echados lado a lado,
durmiendo a pierna suelta
una mona eterna,
purgando la resaca de más de medio siglo
de ebria, metódica matanza,
controlada producción de sangre,
carne y latas de viandada, pesadillas,
madrugones y planillas.
¡Qué sorpresa, la de los dos durmientes,
si despertaran de repente! Creerían
estar hundidos en un sueño más arduo,
más profundo.
Dos ciudades en miniatura,
calcinadas por el sol,
desvalijadas por el tiempo, recorridas
por perros negros, decididamente hambrientos:
no hay que dejarse engañar por su manso
trotar a mediodía, si algo pasible
de ser comido hiciérase presente
—y el humano es bastante comestible—
se le echarían encima sin pensarlo mucho.
¡Eh, chuchos, sed algo más considerados
con vuestros amos del pasado!
¡Masticarnos es mala educación!
No, nada: desaparecida la alimentación
ya no hay nada que hacer, murió el respeto.
Esto quedó: la traslúcida fantasma de Swift,
el exoesqueleto de una mantis,
la cáscara del bicho
burlándose de amigos y enemigos
mientras el bicho huyó.
Duerme el vallado del rodeo
hoy sin vallas: la basura que lo colma no tiene
la menor intención de escapar.
Descontroladamente duerme la Oficina de Control
con sus vidrios reventados.
Duerme la enlatadora, duerme el muelle
donde alinéabanse los barcos
dispuestos a salir por el Canal Santiago
al Plata y de allí al Atlántico
cargados de viandada y jugo cárnico,
cortes congelados, charcutería,
y cuanta porquería consumieran
la Europa y América del Norte.
Duermen las sogas que amarraban esos barcos
pues los barcos se hundieron o fueron desguazados
o se mediohundieron y fueron medio desguazados
y no hay nada que atar a nada y las maromas roncan
sobre sí enrolladas, polvorientas,
momificadas. Al menor intento
de extenderlas se quebrarían, distraída
piel de viejos dragones.
Left out
Acerca de un sello grabado en Chicago
Swift, la mantis prieta, roma,
orlada por la plaza de rodeo:
los animales que hoy van a morir,
saludan de la única manera que saben
a un turbio ausente sol, que no se digna
a visitar, en hora tan poco propicia,
este rincón de su reino.
Y un poco más allá Armour, una jaula que brilla,
un dado de una apuesta que, como todas,
alguien perdió para que otro ganara.
Y las casitas donde se prende
una luz, otra luz: y una luz conversa con las otras.
¿Qué hacemos aquí?, se preguntan.
¿Es esto el día? ¿Qué día?
¿Quién lo ha dispuesto así? No puede ser esto todo.
Y te mirarán los animales con los ojos suyos,
serios, interrogantes.
¿Así que así había de ser, así que este
era el rostro que tomaría para mí la M?
Ah, la letra que alguna vez fue
el orgulloso pictograma del mar, sus ondas
aún encrespadas después de cuatro
o cinco milenios, sus criaturas
tan laboriosamente de él emergidas,
tan costosamente transformadas
para el desplazamiento en tierra y la respiración aérea,
para el rumiar a cuatro estómagos los más duros pastos,
ahora listas para ser sacrificadas a favor
de estómagos más delicados, provistos
de locomoción a dos patas y pulgar oponible,
sofisticada sociedad y ya que no buenos dientes
cuchillos filosos y dominio del arte
de cortar y enlatar. Y de hacer sonar sirenas.
Fue la sirena de las fábricas
la que arrugó la chapa de las casas;
las arrugó de miedo, las tiñó de desaliento.
Estos que fueron sastres en Odesa,
leñadores en el Chaco, herreros en Minsk,
pescadores en Galicia, en el Tirreno tormentoso,
estos que conocieron los secretos
de oficios más antiguos que ciudades y países,
aquí están ahora, sujetos a la noria del frigorífico
y los vaivenes del comercio mundial.
Bravo raro mundo nuevo. Aquí los únicos
que ganan bien son los desolladores:
no se los puede cambiar por cualquier desgraciado
recién llegado de Serbia o Montenegro.
Los demás ganamos miseria
y si protestás te cambian por el primer desgraciado
llegado de Serbia o Montenegro. Los cuadernos
de control de trabajo están llenos de signos
que miden los estándares de trabajo de cada uno,
cada cual tiene una planilla,
y en esa planilla hay renglones y columnas
y día por día junto al nombre del día
numeritos que miden lo que hiciste y lo que no,
la hora de llegada, de salida,
el tiempo neto trabajado, el tiempo
que pediste permiso para ir al baño,
la ratio entre el estándar y tu producción,
diminuta caligrafía del sueño
del capital.
Porque el capital también sueña, no crean:
sueña con la noria que maximiza el beneficio,
con las cosas que se mueven solas, y los hombres,
cuantos menos mejor, sometidos
uno por uno, concienzudamente,
al control absoluto. Perversos numeritos
en hilera, confiando su secreto
cada uno al siguiente, 7, 7.15,
22, 7, 9, 8.
Y cada tanto una página se interrumpe
con la impronta azul de un sello grabado en Chicago:
LEFT OUT.
Adiós
Despedida al pueblo vacuno
Se abren por un momento los portones
que dan al exterior y desde la playa
de matanza del piso tercero
entra la luz de noviembre.
Junto a la luz, entran rodando a la caverna
dos cuerpos en muerto revolcón.
Se abalanza la cuadrilla de los butchers:
un tajo limpio, la decapitación,
y en una cinta se alejan las testas cornudas.
Adiós, apacibles o revoltosas cabezas,
adiós, criaturas. La tarde larga de los campos
se terminó; terminó el cielo
ornado de nubecitas, a término llegaron
también los efectos especiales,
los grandes eventos que durante años
dieron qué hablar al pueblo bovino:
aquella inundación que duró meses,
o aquel famoso incendio de los pastizales,
o la tormenta que plegó el cielo
como la mano de un coloso aplastaría
una chapa medio oxidada
arrojándola, displicente, a lo lejos,
a estamparse sobre el campo
en un festival de rayos y aguacero.
Ya ninguno de esos portentos volverán;
no para ustedes.
Adiós, cabezas de vacas, ya no es necesario
que en lo alto de cuerpos negros o marrones
simulen pensar, con parsimonia,
en las cosas del mundo y las mudanzas de Fortuna.
Ya no hay nada qué pensar, Fortuna
volcó al fin lo que en su urna secreta guardaba,
acabó para ustedes el mundo
y nosotros nos haremos cargo del cadáver
que es, en este caso, lo que importa.
Años y años las dejamos rumiar en nuestros campos
les buscamos tierras altas si inundábanse las bajas,
pasto nuevo cuando el viejo se gastaba.
Les quitamos parásitos, cuidamos
amorosamente de sus dentaduras
robándoles apenas una poca de leche
que de todos modos les sobraba.
¿De veras creían que ahí cerraba el trato?
Error: las mirábamos y veíamos filetes,
las contábamos y contábamos kilos
de carne y entrañas, pulgadas cuadradas
de cuero, gruesas de botones, huesos, sebo
para velas, un ojo teníamos puesto
en cada cosa de ustedes que ocupara
lugar en el espacio, moviera la impiadosa
de la balanza aguja.
Ahora sí, llegó la hora de saldar cuentas,
Las que fueron patas delanteras
ahora son garrones superiores
a sendas roldanas enganchados.
Dos cortes hábiles y el juguete se desarma,
asumen las víctimas figura
decididamente vertical.
Otro par de golpes de las hoces veloces,
una maniobra audaz y las pieles son quitadas,
quedan las reses blancas
que la sierra transforma en medias reses,
blancos medios cadáveres que a la noria ensartados
van a hacer su grand tour por los pisos inferiores
hasta que solo quede el gancho,
disponible para nuevas aventuras.
Ya nadie sabrá qué mitad
a qué otra mitad correspondía,
las latas de corned beef no llevarán
de ustedes el nombre, si es que nombre tenían:
ahora, queridas, se llaman todas SWIFT.
Si se olvidaran de este nombre tan raro,
pueden consultarlo en la parte exterior de la lata.
Mm, es verdad que ya no les quedan ojos
para ver y que nadie se ha tomado nunca
y nadie ha de tomarse ya el trabajo
de enseñarles a leer:
apréndanlo entonces de memoria.
Lo repetiré lentamente:
ESE - DOBLE VE - I – EFE - TE.
¿Verdad que es fácil?
Pero si cuando suene la trompeta del Juicio
cada cual ha de presentarse de su cadáver munido
ante el Creador, menudo problema van a tener
para acudir al llamado. Aquí me sugieren
que lo mejor es que nombren un abogado;
tal vez la compañía les preste uno;
pero me temo que el Señor en la ocasión no acepte
representantes, y menos colectivos: cada una
con su cabeza bajo el brazo, debería ser.
Qué lío. Habrá que pensar en ello.
El sueño de David Bronstein
Una noche de julio de 1928,
David Bronstein se asoma a la vida futura
En los muelles sobre el Canal Santiago
donde antaño se embarcaban
rumbo a ultramar las medias reses y la carne envasada,
una horda de hombres libres se ha instalado a pescar.
Phillips: libre; Kodlisek y Bauquien, libres;
libres Alejandro Alí, Camilo Rossi,
Francisco Velicek y Muhammad Ziger.
¿Me entienden? ¡Libres!
No que nos dejaron afuera, leftouteados,
sino que somos libres de verdad, y un cartel dice:
“Aquí estuvieron los frigoríficos más grandes
de América del Sur”.
¡Nunca pensé que una conjugación en pretérito perfecto
pudiera ser tan bonita!
Miren: los tanques de agua están secos,
la proveeduría, desprovista,
la enfermería, desahuciada,
la hojalatería se oxidó y la curtiembre
por las ratas invadida fue.
La noria, por supuesto, está atascada
y no puede ser reparada porque el taller mecánico
también está atascado; todo es un solo atasco, todo
hay que tirarlo por ahí, en medio el pasto.
Las soldadoras ya no volverán
a hacer una sola chispa azul:
¡pasó el tiempo de las chispas azules!
¡Adiós eterno al azul de metileno!
Las cámaras congeladoras están tibias,
a una temperatura ideal, primaveral,
y vacías, o mejor, llenas de basura;
y miren, miren con atención:
allí estamos nosotros, al principio
vivimos de la pesca y la basura,
pero como el río está empetrolado para siempre
y no hay peces, vivimos de la basura nomás,
la que sacamos del río,
o la que juntamos por ahí. Conseguimos basura
y la vendemos. O la comemos.
O tal vez somos superhombres
y nos alimentamos de electricidad.
No, porque no hay producción eléctrica:
no nos alimentamos de nada,
libres al fin de la necesidad de comer.
Todos libres: las zorras, libres de su diario trajín,
enredadas en los rieles, desfondadas;
los puentes, libres de la obligación de hacer equilibrio
en el aire, tranquilamente abolidos.
Caños y tuberías liberados
de transportar líquidos asquerosos,
plácidamente reventados, como el cañón
de un revólver que explotó en la mano de su dueño
y lo dejó sin mano, sin brazo, cadáver lo dejó,
cadáveres todos los dueños, los gerentes, y si se descuidan
los capataces, técnicos, empleados
de la oficina de control, dibujantes, ingenieros,
esquiroles diversos, gendarmes, jueces
cada uno colgado de un gancho,
por el garrón colgado, tranquilo, muerto.
Las moscas, libres de la ansiedad de zumbar
en torno a todo lo que se pudra,
no molestan. Vuelan por ahí,
ornamentalmente,
por el cielo que ninguna nube empaña.
¡El propio frigorífico, echado de lado,
como un gigante ahíto, duerme al sereno,
ahí, donde la borrachera
del capitalismo lo dejó!
¡Sus vidrios rotos, a punto
de caer a pico, degollar a los paseantes
y dejarlos también a ellos calmados
de toda ansiedad, libres de ideas descabelladas,
y aún de cabellos! ¡Basta de pelo que se cae,
de dientes que se arruinan, etcétera!
¡Hasta del olor nos hemos librado! ¿Pueden creerlo?
Yo casi no. Pero es verdad. Respiro hondamente
y no se huele nada.
Lo veo mal esto. Que nada huela
es medio raro. Y el silencio
casi perfora los oídos. Este sueño mío
es una pesadilla. ¡Yo no quería el barro,
no quería la basura ni los sábalos
que son casi basura, inmóviles,
hundidos en el fondo barroso del río,
criando grasa de pescado!
Aclarémonos: ¿dónde estamos,
la Revolución, sucedió, sí o no?
¿Fue hace cien, hace mil años? ¿Qué es
este silencio? ¿Nos pasamos de rosca, matamos
a todo el mundo, incluso a nosotros?
No puede ser, no tiene sentido.
¿Qué pasó, qué pasa? ¡Que alguien conteste!
¡Aparezca alguno! No, no. ¡Alguien normal,
no el despintado con su corona de oro o cartulina,
con su cohorte femenina y su guardia de corps
el monstruo que torso abajo se resuelve
en una cola o aleta caudal!
¡David Bronstein: despertate!
No es tan fácil. No puedo. No todavía.
Pero empieza a llover y la lluvia
va deshaciendo baldazo a baldazo
el ruinoso frigorífico,
las maromas cenicientas, los perros salvajes:
todo eso se diluye y surge de la tierra lavada
un resplandor, la promesa o añoranza
de un lenguaje, un nombre, un tiempo
que quizás no hayan existido nunca
y que ni siquiera estamos seguros
que vayan a existir, pero la lluvia sigue
cayendo, se arremolina
y nos empapa de pies a cabeza,
nos cala hasta el tuétano y nos limpia el corazón
despertándonos al fin a la vida futura.
Este texto fue escrito con motivo de la presentación del libro en la librería La Central de Barcelona, el 29 de mayo de 2024.
Picón Salas (De la Conquista a la Independencia) no cita ningún pasaje en particular, pero podríamos recordar, por ejemplo, la Jácara I, en la que un ladronzuelo o rufián llamado Escarramán envía un mensaje a su querida, llamada “la Méndez” (nótese el doble sentido de “alfileres”):
Ya está guardado en la trena
tu querido Escarramán,
que unos alfileres vivos
me prendieron sin pensar…
Aunque en el poema de Samoilovich, como en un guiño a ese fundador de la letras nacionales, las mujeres de la sección “Tripería” juegan a tirarse riñones a la cara, burlando la vigilancia del capataz.