Poesía argentina: Silvio Mattoni

Leemos poesía argentina. Leemos algunos textos de Silvio Mattoni (Córdoba, 1969). Además de poeta es ensayista y traductor (Michaux, Ponge, Quignard, Valéry, Weil, Cassin, Mallarmé, Artaud, Desnos, etc.). Sus libros más recientes son La buena suerte (poesía) y Un cielo de inmanencia. Ensayos sobre Juan L. Ortiz (ensayo). Ha merecido distinciones como el Primer Premio de Ensayo del FNA y la Beca Guggenheim.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La senda del poeta muerto

 

Subiendo desde la orilla del río,

arriba de las playas y las piedras,

está la senda que indica el camino

que cruza la lomita. También sirve

para que los chicos miren las sierras

verdes y amables por donde zigzaguea

la cinta de agua, y más allá unos ranchos

a los que sólo se llega a caballo.

En el punto más alto, piedras chatas

permiten un descanso, y ya entonces

se puede ver en parte el arroyito,

la cascada, la higuera, algunos bosques

de piquillín y tala. Las mujeres, los hombres

se alegran con los cuentos de sus niños

y se inclinan bajo el peso dichoso

de mochilas con todo el equipaje

para varias semanas de campamento.​​ 

Del otro lado, la bajada es brusca

y demasiado rápida. De a poco

se ponen verdes los bordes de la senda,​​ 

y aunque el musgo y el pasto intenten invadir

la arena y las piedritas tantas veces pisadas,​​ 

no lo podrán lograr: apenas tiñen

de oliva y esmeralda su mineral dorado.​​ 

Saltan los chicos la primera vertiente

y el sendero se abre en amplios claros

como si recordase la fiesta de llegar

finalmente a la playa de las personas libres

que ahora son leyendas bastante inverosímiles.

No va el camino hacia ninguna casa

ni marca el rumbo de una escuela. Es raro

ver a un niño ahí solo, la mirada

únicamente atiende al suelo para

poder trepar y después bajar sin

que haya resbalones o tropiezos.​​ 

El sendero parece y aparenta

conducir a un lugar imaginario

adonde alguna vez todos quisieron

ir y quedarse; hasta que de repente

llega a su fin la loma y se hace un prado.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dos poemas faltantes

 

En la obra completa de un poeta perdido,

que murió joven y dejó terminados

un centenar y medio de poemas,​​ 

al final faltan dos por un error

en la impresión del libro; uno se llama

“El camino”, en el índice correcto

figura el título, y el otro ausente

dice: “Dolor por el amor auténtico”.

En medio de los dos, se salvó el penúltimo

que empieza así: “Afuera, allá en lo oscuro”…

Hace cien años que murió el que escribe

y es tan casual que yo lo esté leyendo

como el misterio de las hojas blancas

que me asalta esta tarde. A él la noche

lo acecha en un camino sin foquitos

y le cortará el paso, pero dice

que toda luz es débil, la alegría

y el dato de estar vivo, ante el poder

del desgaste continuo, excepto que

lo quieras. Aunque un afecto real

sigue siendo el camino y cuando duele

es porque en un instante se da cuenta

de que va a terminar. Y si ahora miro

hacia atrás en su libro y en las cosas

que se mueven: las horas, un gorrión,​​ 

un gato somnoliento, son testigos

de algo que no podrían comentar,

entonces sólo un móvil permanece:

mi mano que se arrastra sobre la hoja

blanca como un cangrejo acurrucado

que descansó en la almohada a la mañana

y ahora sigue gateando en la blancura

en busca de más años. El poeta

muerto dice que el viento está agitando

las cien hojas de un sauce en su jardín.

Son sus poemas: los únicos salvados

que hablan de lo que crece y ya son verdes,​​ 

sin libros ni una mano que los roce.​​ 

 

 

 

 

 

 

Miro el edificio donde vive un examigo

 

“Son lágrimas de cosas”, dijo alguien

en cuyo idioma no nace más gente.​​ 

¿Estamos muertos ya uno para el otro?​​ 

Nunca termino de escribir los restos

de amistades cansadas, conocidos

que se van a ignorar después, en cada

nombre se esconde un larvado rencor.​​ 

Solo y póstumo, me explico los años

de un tal Silvio que hablaba demasiado

y creía en la posibilidad

de que la inteligencia ajena fuera

de una sinceridad inhumana. Pero​​ 

mira atrás el poema y se hunde

en sensaciones falsas. Hace poco

pasé por la revista en internet

de un viejo amigo al que un juego retórico

hizo enojar –sobre universitarios

que quisieran escribir de verdad

y al final llegan a ser figuritas:

un versificador o una promesa

de prosista–. Me insultó tanto entonces

que me asaltó como una sombra oscura

que ahogaba mi ironía y de repente

me despertaba frío en el desierto

literal donde nunca nadie te​​ 

daría nada. No me puse a ver

qué había en ese espacio cultural

igual que paso frente al edificio

donde vive y vivió cuando lo visitaba,

miro hacia arriba el ventanal metálico

de color ocre, recuerdo aún el piso

y la letra de un portero que nunca

volveré a presionar. Lo único cierto

es que su dueño recibió una herida

pero no me ve ahora realmente

ni en su casa virtual. Alguna vez

desde allá adentro observé la ciudad

mientras analizábamos lecturas

y pensábamos en todo lo que había

que escribir todavía. Ni él ni yo

sabíamos que la única obediencia,

alegre o triste, era una forma absurda:​​ 

el nombre indivisible, lo demás

no importa nada, y cueste lo que cueste

uno lo sigue, como sin saberlo

pasé de largo, usé, y convertí

al amigo lejano en personaje,

también voy a seguir, me falta mucho

para volver al fin a mi cuaderno

donde me tocan las cosas mortales,​​ 

media ciudad hasta llegar a casa.​​ 

 

 

 

 

 

 

Epigrama

 

¿Qué podría escribirse que no fuera

absurdo o vergonzoso? Uno que hace

versos y frases con las mismas manos

que se domesticaron durante años

y acá yace ese nene que trazaba

sus círculos y rayas, prometía

que siempre lo iba a hacer, que cortaría

partes de él para los nombres muertos

pero al final caerá como un viejito

que se quiebra y sus huesos harán ruido

de risa rápida, de perro atragantado

cuando se raspe el pelo de su nuca

contra el áspero suelo. Rema o rima

en un bote en un lago artificial

para llevarle a la madre otro libro

y a su hija papeles de un archivo.

Todos los que escribíamos entonces

copiamos a cualquiera en cualquier lengua,

pudimos darnos cuenta, el botecito

ahora se dio vuelta, y nos hizo invisibles

los unos a los otros. Están lejos,​​ 

no somos un conjunto, nuestros hijos

se van. Ya solamente queda

un ritmo que araña esta superficie

y el cuerpo busca otra mano, la suya,

pasión patética y melodía melosa

de canciones oscuras que me manda

ella con su fonía de péndulo rojo

para que por la noche le devuelva

una emoción que cure, demasiado

rígida: es una chica que nació

en este mismo insólito lugar.​​ 

Su pelo que susurra pareciera

escribir en el aire un verso vivo.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eurídice

 

En el sueño, en la imagen ella está

con la pierna derecha flexionada,

de minifalda, vestida de fiesta,​​ 

como a punto de irse con su novio

que la espera y no dice una palabra.

Ya sé que se murió y parece joven

aún su voz cantarina con acento

de otra provincia, pero cada frase

suya reitera un eco de montañas

excesivamente altas. Quiere irse

y no puede, y el novio se resigna

a mirar su perfil por penúltima vez.

Apoya entonces su mano en mi hombro

quizá para decirme que se va a quedar

en donde están los muertos, en los libros.​​ 

Y los que ella escribió cobraron vida

a costa de su estatua, porque eso

se va volviendo: piedra transparente

de ropa que se pliega, de pelo ondulado

que ahora es blanco, aunque en el sueño siga

castaño. Soy el que anotó su ingreso

a la literatura. Hubiese preferido

escucharla un poco más, agregarme

a su grupo de amigos. Casi siempre

la vi en reuniones, bailando, cantando,​​ 

y éramos en la noche los únicos fanáticos

de hacer poemas. Sigue sin darse vuelta:

no quiere ver al chico que la quiere, llorando.​​ 

Va a comerse la fruta de mujeres poetas

sin protestar. Me despierto, la leo,

desde la inexistencia me hace un chiste:

“Soñé que alguien me llamaba Silvio,

sabe que soy mujer pero en el sueño

soy medio hombre, lo que para mí

es medio nada”. Me da gracia, intriga

y algo de vanidad mi nombre escrito

entre el todo y la nada. Cuando digo

que me hubiese gustado comentarlo

con la tan divertida soñadora,

vuelvo a ponerme una máscara triste

porque le di un librito aquella noche

en que nos vimos como cuerpos reales

y el deseo de suerte no funcionó.​​ 

Nunca sabré si lo llegó a leer.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

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