Francisco Gavidia, maestro de Rubén Darío

El narrador y ensayista nicaragüense Roberto Carlos Pérez, en Sesión Solemne, ingresó como Miembro Honorario de El Ateneo e El Salvador. Leemos aquí el texto que sirvió como discurso en la ceremonia, un ensayo dedicado al escritor salvadoreño Francisco Gavidia (1863-1955), reconocido por ser maestro e Rubén Darío. Ateneo de El Salvador, en el marco de sus 112 años de fundación, se complace en invitarle a usted y su familia a la Sesión Solemne en la que de manera pública hará su ingreso como MIEMBRO HONORARIO el distinguido caballero escritor Roberto Carlos Pérez, quien presentará la conferencia magistral titulada "Francisco Gavidia: elogio al maestro". Jueves 19 de eptiembre de 2024 5.00 pm

 

 

 

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 ​​​​ A la memoria de José Ernesto Martínez

 

 

Francisco Gavidia:​​ elogio al maestro

 

Honorables​​ Ateneístas:

 

Aunque​​ pertenezca al​​ ayer, el Modernismo​​ corresponde al​​ hoy. Es nuestro​​ modus hodiernus, la manera como vivimos el día a día​​ en​​ el​​ siglo XXI, el siglo de «mis tristezas»​​ si​​ evocamos​​ palabras de​​ Amado Nervo (1870​​ – 1919).​​ 

Supuestamente el​​ Modernismo​​ dio su​​ inicial​​ trompetazo​​ en​​ la​​ Hispanoamérica de​​ 1880 con las crónicas​​ que​​ José Martí (1853 – 1895)​​ envió​​ al​​ periódico argentino​​ La Nación. Casi de inmediato el movimiento se hizo eco en España. Su ocaso​​ se vislumbró​​ en 1921​​ en​​ la Ciudad de México​​ con la aparición del poema «La suave patria»,​​ de Ramón López Velarde (1888 – 1921).​​ 

Como hecho político y social,​​ vale​​ la pena​​ traer a la memoria​​ lo​​ que​​ en el siglo​​ V de nuestra era​​ se​​ convirtió en credo​​ para el​​ mundo conocido: el​​ finis latinorum,​​ la idea de​​ aniquilar​​ todo​​ vestigio​​ de Roma y​​ su​​ lengua, el latín,​​ cuando​​ las huestes del​​ rey​​ visigodo Alarico I (370/375 – 410)​​ se apoderaron​​ de​​ lo​​ que quedaba​​ del​​ viejo imperio.​​ Pero el​​ idioma​​ germano​​ no pudo contra​​ el​​ de Virgilio (70 a.C. – 19 a.C.).​​ Era tarde.​​ El latín se​​ había​​ ramificado​​ en​​ numerosos​​ dialectos​​ que siglos después se​​ transformarían​​ en​​ lo que​​ hoy llamamos​​ lenguas romances.​​ 

​​ Si​​ en el ámbito hispano​​ el latín​​ fue​​ rebelión, conjuro, levantamiento​​ contra​​ el naciente​​ reino visigodo de Toledo,​​ el​​ español​​ es el​​ frente​​ que,​​ con​​ tal​​ dote,​​ heredada​​ de su lengua madre,​​ se yergue,​​ gracias al Modernismo,​​ en​​ respuesta​​ al​​ inglés,​​ la lengua​​ de​​ los Estados Unidos.​​ El nuevo latín​​ se​​ alzó​​ contra​​ el Alarico de su tiempo,​​ Theodore Roosevelt (1858 – 1919),​​ y​​ el «destino manifiesto»​​ comenzado​​ con la​​ Guerra mexicana-estadounidense​​ (1846​​ – 1848).​​ 

Desde sus inicios el​​ Modernismo​​ fue​​ conmoción telúrica. Aún en​​ la era digital​​ inspira​​ debate,​​ difamaciones,​​ ofensas, enormidades,​​ murmullos,​​ cotilleos. No obstante,​​ calumniar​​ el​​ movimiento​​ y​​ a​​ sus exponentes​​ con el​​ fin​​ de​​ aparentar​​ «originalidad»​​ deviene en​​ pueril​​ empresa,​​ ya que​​ es​​ atentar​​ contra nuestro​​ acervo lingüístico y​​ literario.​​ Atacarlos​​ produce caos​​ y​​ nos empequeñece.

Asombra​​ que​​ los de hoy​​ no​​ nos​​ alarmemos​​ al​​ enterarnos,​​ cuando​​ la curiosidad​​ alza​​ el​​ vuelo,​​ que​​ en su momento​​ varios​​ vanguardistas​​ hicieron​​ acto de contrición​​ por haber lanzado dardos​​ en su juventud​​ contra sus maestros modernistas.​​ Jorge Luis Borges​​ (1899 – 1986),​​ José Coronel Urtecho (1906 – 1994)​​ y​​ Pablo Antonio Cuadra​​ (1912 – 2002) son algunos ejemplos.​​ 

Las​​ Vanguardias hispanoamericanas​​ no se gestaron en Europa ni en los Estados Unidos.​​ Su​​ germen está en​​ la lengua​​ misma.​​ Si estudiar a Rubén Darío​​ a partir​​ de​​ Azul…​​ (1888)​​ resulta peligroso, pues es​​ obviar​​ los más de​​ dos​​ mil poemas que anteceden​​ al​​ emblemático libro​​ en los que el niño y adolescente​​ ensaya todos los temas, registros y​​ formas métricas​​ hasta entonces conocidas​​ para​​ trastocarlas​​ y hasta​​ inventar algunas,​​ y​​ terminar​​ su​​ estudio​​ con​​ Canto a la Argentina​​ (1914)​​ dejando​​ a un lado​​ los cientos​​ de poemas​​ que​​ tras su muerte quedaron​​ dispersos,​​ es​​ cercenar​​ el caudal​​ que​​ les allanó​​ el camino​​ a​​ los que vinieron​​ después.​​ Las​​ Vanguardias son​​ producto de una heredad​​ a la que los​​ estudiosos de la lengua​​ llaman​​ tradición.​​ 

Los «ismos»​​ europeos​​ -Cubismo,​​ Dadaísmo,​​ Ultraísmo,​​ etcétera, y el Imaginismo norteamericano-​​ tendrán que valerse​​ en Hispanoamérica​​ del Modernismo.​​ El fenómeno de las​​ Vanguardias​​ hispanoamericanas radica en​​ su pluralidad y en adaptarse a cada región.​​ ¿No es esto lo que​​ hizo​​ el Modernismo?».​​ Cuando nos referimos a él pensamos en México, Cuba,​​ Colombia,​​ Argentina, Chile,​​ España, etcétera.​​ Pero​​ ¿nos hemos preguntado​​ por qué sólo en Centroamérica existen casi treinta​​ escritores​​ modernistas, entre ellos​​ mujeres?​​ 

El Modernismo​​ es​​ la​​ Caja de Pandora del español.​​ Sin embargo, abrirla no​​ expelió los males del​​ mundo​​ sino que convocó todos los saberes​​ humanos​​ desde la Antigüedad hasta​​ el inicio del movimiento. Por eso​​ se le confiere el​​ apelativo​​ de Universal.​​ ​​ 

Basta un ejemplo:​​ La​​ teoría​​ surrealista​​ de​​ André Breton (1896 – 1966)​​ sufrirá una «vuelta de tuerca»​​ debido a​​ lo que​​ el vanguardista​​ Alejo Carpentier (1904 – 1980) llamó​​ lo​​ «real maravilloso»,​​ también​​ conocido como Realismo Mágico.​​ 

Para​​ los escritores del​​ Boom​​ y sus precursores​​ no​​ fue​​ necesario​​ ir al inconsciente​​ a fin de​​ encontrar las formas más descoyuntadas​​ y desconcertantes​​ del pensamiento y​​ comportamiento humanos. Estaban afuera, en la calle, en el diario vivir. Basta recordar​​ los asombrosos​​ pasajes de​​ Pedro Páramo​​ (1955)​​ o​​ Cien años de soledad​​ (1967)​​ narrados y aceptados​​ con naturalidad​​ por los lectores hispanoamericanos,​​ cuyas​​ fuentes​​ provienen de​​ los​​ maravillosos pasajes​​ encontrados en​​ las​​ crónicas de​​ Indias.​​ 

La dicotomía entre la vida y la muerte, borrada​​ por​​ el Realismo Mágico,​​ había sido diluida​​ en el Modernismo​​ que​​ es,​​ aunque suene repetitivo​​ decirlo,​​ nuestro​​ Romanticismo.​​ Pensemos en​​ algunos poemas de​​ Versos​​ sencillos​​ (1891) de Martí​​ -el número​​ VIII​​ («Yo tengo un amigo muerto/que suele venirme a ver:») y el​​ XVIII («Por la tumba del cortijo/donde está el padre enterrado,»)​​ o​​ en​​ el «Nocturno III», de José Asunción Silva (1865 – 1896)-,​​ en los​​ que​​ el más allá y​​ el​​ aquí,​​ lo sobrehumano y lo real,​​ se funden.​​ ​​ 

Por lo tanto, las imágenes sórdidas​​ o insólitas,​​ o las​​ dislocaciones​​ de sentidos​​ no son​​ exclusivas​​ de las Vanguardias en Hispanoamérica. Pertenecen al legado del Modernismo​​ que comenzó, en su etapa final, a liberar​​ el verso de la rigidez de la métrica y a distribuir el ritmo​​ en imágenes​​ y​​ sonidos​​ abocados a las consonantes y​​ no al acento,​​ y a​​ jugar con distorsiones lingüísticas como​​ la discordancia entre sustantivo y adjetivo («verso azul», Rubén​​ Darío; «misántropos orangutanes», Leopoldo Lugones,​​ 1874 – 1938)​​ que​​ le dieron a​​ Federico García Lorca (1898 – 1936),​​ Pablo Neruda (1904 – 1973)​​ y a Borges la posibilidad de decir​​ «ir por las calles con un cuchillo verde», «pájaros de color de azufre»,​​ «lámparas estudiosas», respectivamente.​​ 

Las Vanguardias son reacción​​ al momento, ansia de espacio​​ o pertenencia a través de la voz alzada​​ y​​ la estridencia.​​ El Modernismo es tiempo,​​ reflexión,​​ examen​​ de​​ un​​ presente degradado y, por eso,​​ un​​ rescate del​​ pasado que​​ posiblemente​​ otorgue​​ respuestas​​ al oscuro porvenir.​​ Sed de​​ tiempo en oposición a sed de espacio.​​ 

A​​ los vanguardistas​​ los​​ despiertan aires de guerra y, de golpe, el sonido de las​​ bombas​​ y​​ el​​ de los​​ tanques​​ de​​ combate. A​​ los modernistas,​​ la Historia, la desolación del artista​​ despojado​​ del​​ estrado,​​ del ágora,​​ de​​ su puesto​​ como generador de ideas​​ y​​ de​​ su condición​​ de​​ partícipe en el destino de las naciones.​​ Los modernistas observan con dolor y,​​ a veces con​​ horror,​​ la​​ homogeneidad, lo que ahora llamamos​​ masificación,​​ engendrada por​​ la​​ máquina​​ que​​ reproducía​​ los lujos de la​​ nueva burguesía, pero que, presagio​​ de presagios​​ de los​​ modernistas,​​ multiplicaría​​ las​​ bombas y tanques​​ que​​ atizarían​​ la furia de​​ los vanguardistas.

Las Vanguardias retratan​​ lo feo; el Modernismo,​​ la belleza​​ pero​​ con​​ el corazón​​ estrujado, envuelto​​ en un sangrante pañuelo​​ que​​ de igual manera​​ chorrea​​ música, armonía,​​ la luz de nuestro idioma y la lanza de la concordia humana.​​ El milagro del​​ Modernismo está​​ en el seno de nuestra​​ lengua​​ y​​ en​​ el de​​ sus​​ pensadores​​ -poetas,​​ dramaturgos,​​ narradores, filósofos, etcétera-​​ que le​​ infundieron, desde su nacimiento,​​ suavizantes y luminosos​​ rasgos.

Los ejemplos​​ abundan;​​ sólo recordemos tres: el​​ Cantar de Mio Cid​​ (1200), la primera épica que​​ no​​ arranca con​​ venganza ni​​ termina en​​ sangre​​ sino en luz y justicia;​​ el​​ Quijote​​ (1605, 1615),​​ que​​ elige​​ el amor​​ y no la lanza,​​ pues la​​ mantiene​​ «en astillero», es decir, guardada, almacenada​​ en​​ un depósito de madera; y​​ Segismundo,​​ el protagonista de la​​ obra teatral​​ La vida es sueño​​ (1635), de Pedro Calderón de la Barca (1600 – 1681),​​ que​​ a pesar de ser​​ agraviado por su padre​​ se​​ va por​​ el camino​​ de​​ la moral.​​ El​​ don de la lengua española, hecho posible por sus escritores,​​ radica en subvertir​​ los géneros en favor​​ de​​ la ética, es decir,​​ ese​​ concepto​​ aún​​ malentendido​​ que hace posible la fraternidad.​​ 

¿Puede haber​​ entendimiento​​ entre​​ los hispanohablantes​​ o​​ en la especie humana​​ sin​​ ver y​​ sin​​ sentir​​ el dolor del​​ otro?​​ El Modernismo,​​ cuyo​​ mayor​​ atributo​​ es la extraordinaria​​ gama​​ de​​ temperamentos líricos​​ que produjo,​​ obró uno de tantos milagros​​ al dirigirles la mirada​​ a​​ varios de​​ sus exponentes​​ hacia el​​ hermano vencido:​​ el​​ indio.​​ 

Veamos​​ algunos​​ antecedentes​​ literarios y​​ el fenómeno​​ de lo que peyorativamente​​ solemos llamar «La Conquista».​​ ¿Ha sido la única en la historia?​​ 

Recordemos​​ La Araucana,​​ el poema épico​​ de​​ Alonso de Ercilla (1533 – 1594), cuyo primer volumen​​ vio​​ la​​ luz en 1569, y​​ la​​ predecesora​​ crónica de viajes,​​ Naufragios y comentarios​​ (1542), del explorador​​ Álvar Núñez Cabeza de Baca (1492/1495 – 1555/1559).​​ Tanto la épica​​ de Ercilla​​ como la crónica​​ de Cabeza de Baca​​ piden que las hazañas de los​​ soldados españoles sean reconocidas puesto que su mala fama ya recorría toda​​ Europa​​ debido​​ al ahora​​ objetado​​ libro del​​ fraile Bartolomé de las Casas (1474 o 1484​​ ​​ 1566),​​ Brevísima relación de la destrucción de las Indias​​ (1542).​​ 

Dicho libro,​​ pagado por la​​ Corona española sin pasar​​ Las Casas​​ por el debido proceso​​ de obtención de​​ Cédula​​ Real​​ y publicado en la segunda edición​​ con​​ un seudónimo,​​ denuncia el​​ supuesto​​ maltrato​​ hacia los indios.​​ No obstante,​​ el fraile​​ infló​​ los​​ números por millones, permitió que en​​ la edición más reconocida​​ de su libro​​ aparecieran los tremebundos grabados del ocultista​​ francés Teodoro de Bry​​ (c. 1528 – 1598)​​ que retrataban​​ torturas​​ nunca vistas en América​​ y​​ acusó de crímenes a​​ muchos​​ de sus compañeros sin​​ nunca​​ admitir​​ que​​ él​​ también participaba​​ en el sistema de encomiendas.​​ 

Aquí surge una incómoda pregunta: ¿Hemos asumido los hispanoamericanos participación en el genocidio indígena?​​ Desde​​ las guerras de independencia nuestros gobiernos, muchas veces electos por​​ voto popular,​​ han perpetrado​​ masacres​​ tras masacres.​​ Sólo entre​​ los siglos XIX,​​ XX​​ y XXI​​ las cifras​​ arrojan​​ millones de​​ indios asesinados desde​​ Alaska hasta la Patagonia.​​ 

Pensemos, por ejemplo,​​ en​​ las masacres y genocidios​​ cometidos por​​ el dictador paraguayo​​ Alfredo Stroessner (1912 – 2006);​​ o​​ la Navidad Roja (1984)​​ ordenada​​ por​​ la dictadura sandinista hacia los​​ indios​​ misquitos​​ en Nicaragua,​​ o​​ la masacre de Himaxú​​ (1993) en la Amazonia​​ brasileña-venezolana, o en las severas​​ Ley de Extinción de Comunidades​​ y​​ Ley de Extinción de Ejidos, 1881 y 1882,​​ promulgadas​​ por​​ el presidente salvadoreño Rafael Zaldívar (1831 – 1903).​​ 

En este sombrío 2024​​ aún​​ no​​ hemos visto​​ el Tren Maya recorrer​​ las selvas de​​ Chiapas o​​ Yucatán​​ a pesar de haber sido simbólicamente inaugurado por​​ el presidente Andrés Manuel López Obrador (1953) el 18 de diciembre de 2018.​​ Tampoco​​ el Canal Interoceánico en Nicaragua,​​ «comenzado» en 2009, se ha materializado.​​ Sin embargo, la tala de árboles, la desaparición​​ de​​ ríos​​ y​​ lagos​​ y el desplazamiento de indígenas​​ es cosa de todos los días​​ sin ser​​ denunciados​​ por los medios de comunicación.​​ Los que nos dedicamos a la palabra hacemos​​ poco o nada,​​ olvidando​​ nuestra misión humanista.​​ Los brazos​​ en alto​​ del​​ toqui o jefe militar mapuche,​​ Caupolicán,​​ retratado en sonetos por Rubén Darío y​​ José Santos Chocano (1875 – 1934), no nos dicen nada.​​ ​​ 

¿Pensó así el maestro​​ Francisco​​ Gavidia​​ (1863 – 1955?).​​ ¿Ignoraron​​ algunos​​ modernistas a sus hermanos? Desde el fondo de los años​​ nos llegan​​ los versos del​​ romance «Gutzal» (1884)​​ en el que​​ el maestro​​ Gavidia​​ relata la trágica historia de amor entre el guerrero​​ Axopil​​ y la bella princesa​​ Xochitl,​​ hija​​ del rey​​ Jickab.​​ Axopil​​ y Jickab​​ pertenecen​​ a tribus​​ mayas​​ enemigas.​​ Axopil se atreve a ir en busca de su amada, prisionera de su padre.​​ 

Mientras sube al palacio es​​ apuñalado por los hombres de Jickab.​​ Pero cae y​​ se levanta​​ una y otra vez hasta llegar al aposento de Xochitl. Sin embargo, los dioses de​​ Jickab producen​​ un vendaval​​ que lanza​​ a​​ Axopil​​ al despeñadero.​​ Tan grande es su amor que, agonizando,​​ intenta otra vez llegar a ella​​ y, al hacerlo,​​ es apresado y condenado a muerte por Jickab. Xochitl​​ amaga tirarse del​​ dintel.​​ Aterrado,​​ su padre ordena​​ frenar​​ el combate.​​ Sin embargo​​ un​​ anciano​​ le​​ cuestiona​​ que​​ al​​ salvar a su hija​​ permitirá​​ que el enemigo​​ Axopil​​ ofenda su nación.​​ Jickab escucha al anciano​​ y antepone a la tribu​​ por encima​​ de​​ la felicidad de su hija. El romance termina así:

 

De la abierta ventana

   en el dintel sombrío

   Xochitl​​ ya se inclinaba​​ 

   para caer al abismo.​​ 

   Jickab la ve: - ¡Silencio

   y​​ atrás! Levantó el grito

   la doncella; matadle​​ 

   y​​ al punto yo no vivo.​​ 

   Se miran con asombro,​​ 

   bajan la flecha, el tiro

   se queda helado; y Muerte

   se aleja a sus dominios.​​ 

   -¿Cómo, dice un anciano          con voz que era alarido,

   Jickab​​ por salvar a su hija          no mata al enemigo?

   Él, pues, más que a la patria

   se prefiere a sí mismo.​​ 

 

   -Dijiste bien, anciano,

   el jefe le responde:

   pronto, tirad, guerreros;

   matad; nadie se opone;

   se cubre con las manos

   el​​ rostro, y ni ve ni oye.

   Y al fulgor tembloroso

   que arrojan​​ los hachones

   mientras afuera el rayo

   va descuajando robles.

   Axopil cae herido,​​ 

   rueda Xochitl del borde,

   y​​ Jickab​​ el cadáver

   del guerrero recoge

   Sube de su palacio

   a​​ la más alta torre,

   lo cuelga, y agotado

   del huracán,​​ sentóse

   a​​ llorar vigilado

   por la tremenda noche.​​ 

 

La imagen de Xochitl, Jickab y Axopil pertenece al muy romántico concepto​​ literario​​ del​​ siglo XIX conocido como​​ Indianismo​​ en​​ el​​ que el indígena​​ es representado por​​ un rey, una reina​​ o un​​ jefe militar. El poema épico​​ Tabaré​​ (1888), de​​ Juan Zorrilla de San Martín​​ (1855 – 1931)​​ y​​ los sonetos a​​ Caupolicán son algunos ejemplos.

Pero Indianismo e Indigenismo no son​​ iguales.​​ El​​ Indigenismo prácticamente nació​​ con la Revolución Mexicana (1910 – 1920). Su propósito era​​ reivindicar al​​ indígena de «a pie»​​ y​​ otorgarle derechos​​ a fin de​​ integrarlo a los proyectos nacionales. El indígena, entonces, entró​​ en el rango del proletariado.​​ 

 Tanto Indianismo como​​ Indigenismo produjeron​​ grandes obras literarias.​​ Del Indigenismo nacieron​​ las​​ novelas​​ Raza de bronce​​ (1919),​​ de​​ Alcides Arguedas (1879​​ ​​ 1946),​​ Huasipungo​​ (1934), de​​ Jorge Icaza (1906​​ ​​ 1978),​​ Hombres de maíz​​ (1949), de Miguel Ángel Asturias (1899 – 1974),​​ Balún Canán​​ (1957), de Rosario Castellanos (1925 – 1974),​​ y hasta algunos cuentos de​​ El llano en llamas​​ (1953), de Juan Rulfo (1917 – 1986), como​​ «Nos​​ han quitado la tierra»,​​ obras en las que los indígenas​​ son la clase trabajadora, es decir, los campesinos.​​ 

En términos de poesía, ¿no es esto lo que​​ vemos, por ejemplo,​​ en la sección «Misterio indio»,​​ perteneciente al poemario​​ Breve suma​​ (1947),​​ del vanguardista nicaragüense Joaquín Pasos (1914 – 1947)?

Invoquemos​​ uno de​​ los​​ célebres poemas​​ de «Misterio Indio»:

 

Pobre india doblada por el ataque

todo su cuerpo flaco ha quedado quieto

todo su cuerpo sufrido está pequeño, pequeño

todo su cuerpo tronchado es un pajarito muerto.

Su corazón –¡ah corazón despierto!– pájaro libre, pájaro suelto,

Carlos, ha dormido un momento.

Ella se desmayó, la desmayaron.

Al lavarle el estómago los médicos

lo encontraron vacío, lleno de hambre,

de hambre y de misterio.

Muy doloroso cuadro, Carlos.

Muy doloroso y sumamente amado.

Han volteado su cara –¡ah oscura palidez!–. Con el derrame

las yugulares están secas y la sangre

huyó secretamente, ¡ah,

la viera su madre!

Cerca, Carlos, cerca del occipucio

una moña chiquita se desgaja

y deja ver en la nuca una cruz blanca.

Tan cerca de la muerte y tan lejana,

su vida vale mucho, vale nada.

Los lustradores esperaban

obscenidades al levantar la falda

pero ella tiene una desnudez muy médica,

un lunar en la espalda,

y da la impresión de un ave herida

cuando cae su brazo como un ala.​​  (Caupolicán alza los brazos en señal de​​ triunfo).

 

Abran, abran

todas las gentes malas sus entrañas

y no encontrarán nada.

Ella tiene un ataque

que no lo sabe nadie.

Un ataque malo,

Carlos.

      «India caída en el mercado» (17 de marzo de 1943).

 

Entonces surge, en múltiples sentidos,​​ la figura del maestro: el​​ romance de​​ don Francisco Gavidia​​ inaugura​​ para el Modernismo la​​ técnica​​ de contar cuentos a través de poemas,​​ cuya​​ línea se​​ remonta​​ al romancero medieval español,​​ tan socorrida por su alumno​​ Rubén Darío​​ que compuso cuentos poetizados​​ tales como​​ «La cabeza del​​ Rawí» (1885),​​ «A Margarita de Debayle» (1907), «Los motivos del lobo» (1913)​​ y «La rosa niña» (1914).​​ 

Sabido​​ es que el maestro Gavidia​​ hablaba alemán,​​ inglés, italiano, francés​​ y​​ portugués, leía​​ en​​ hebreo, griego​​ y​​ latín,​​ y era experto en​​ quiché,​​ una​​ de las​​ tantas​​ variantes de las lenguas mayas que todavía se habla en México y Guatemala.​​ En este último país el quiché es el segundo idioma más hablado después del español.​​ 

La idea de fronteras es una idea renacentista. En la Edad Media no existía tal concepto y por eso los saberes se propagaban sin impedimentos de aduanas, oficinas de extranjerías o procesos burocráticos. Piénsese, por ejemplo, en el Camino de Santiago de Compostela, que diseminó​​ por toda Europa​​ los​​ grandes conocimientos​​ de la época.​​ 

Seduce la idea de que el quiché no sólo​​ se hablaba​​ en México y Guatemala sino en toda Mesoamérica.​​ Quizás por eso el​​ maestro Gavidia​​ escribió​​ una gramática​​ del quiché​​ pues el hermanamiento con el​​ indígena,​​ tal vez pensaba, sólo podía​​ darse​​ a través del​​ conocimiento​​ de​​ sus lenguas.​​ El​​ maestro​​ les​​ tendió la mano a sus​​ hermanos cuyo​​ genocidio, como ya hemos visto, era​​ y sigue siendo cosa de todos los días​​ desde las​​ guerras de​​ independencia hispanoamericanas iniciadas a principios del siglo XIX.​​ 

Don Francisco Gavidia fue maestro de Darío.​​ También lo fue de los vanguardistas pues el pensamiento es un continuum, un cúmulo, una montaña que cada​​ día​​ se​​ agranda​​ y su energía se extiende aunque no la reconozcamos.​​ 

¿Podríamos​​ en la posmodernidad escribir sin las perlas de conocimiento que nos​​ obsequió​​ el maestro Gavidia?​​ Imposible​​ sería entender​​ sin él​​ a Darío. Respecto a las​​ Vanguardias, a​​ la​​ Vanguardia​​ nicaragüense​​ menos y​​ aún​​ menos​​ a​​ Joaquín Pasos, su Benjamín.​​ 

Un día de​​ 1882, Rubén Darío llegó a tierras​​ salvadoreñas,​​ pero​​ no​​ debido​​ a​​ los desamores con​​ Rosario Murillo, «La garza morena», como​​ se ha repetido​​ equivocadamente, sino​​ porque​​ iba​​ tras las faldas de la​​ gimnasta y​​ artista circense​​ mexicana, Hortensia Buislay, que había llegado antes a Nicaragua con su familia​​ y​​ que luego​​ se​​ mudó​​ a​​ El Salvador.​​ 

En​​ una humilde casa​​ ubicada​​ en​​ la​​ Avenida​​ de San José,​​ antigua 8va Calle Poniente,​​ el maestro Gavidia recibió a Rubén Darío, cuatro años menor que él,​​ pues​​ el​​ alumno​​ llevaba​​ cartas de recomendación dirigidas a intelectuales​​ y políticos salvadoreños.​​ En​​ Historia de mis libros​​ (1916),​​ Darío​​ relató:

  

Entretanto, uno de mis amigos principales era Francisco Gavidia, quien quizás sea de los más sólidos humanistas y seguramente de los primeros poetas con que hoy cuenta la América española. Fue con Gavidia, la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña, con quien penetran en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo; y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea de renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde. A Gavidia aconteciole un caso singularísimo, que me narrara alguna vez, y que dice cómo vibra en su cerebro la facultad del ensueño, de tal manera que llegó a exteriorizarse con tanta fuerza (Cap. VIII).​​ 

 

Lo que poco se ha dicho es que​​ seis​​ años​​ antes de que​​ el escritor​​ cordobés​​ Juan Valera (1824 – 1905) le diera el​​ definitivo​​ espaldarazo al joven Darío en la archicitada carta​​ con fecha del 22 de octubre de 1888​​ y que sirviera de prólogo a la segunda edición de​​ Azul…​​ (1889),​​ el maestro Gavidia había encendido las alarmas sobre el​​ portento dariano.​​ Así escribió:

 

Posee​​ la armonía. Todo en él es intuición respecto del verso. Hay en él

el​​ principio germinador de la música. Él sabe​​ esto. Es suyo el siguiente

endecasílabo:

 

   La música triunfante de las rimas

 

Le está prohibido deliberar; pero tiene​​ un formidable poder asimilativo. Tan feliz es su ingenio que más pronto llegará a la originalidad sin buscar camino, que buscándolo. Es​​ nuestro lírico​​ («Estudio sobre la personalidad de Darío»).​​ 

 

Años más tarde,​​ ya muerto​​ el alumno, dijo​​ el maestro​​ de él:

 

La emoción impidióme advertir entonces, si bien ya notaba​​ que era una prosa rítmica, de mucha dulzura, que la misma prosa era una poesía.​​ 

Fue en la emigración donde el poeta me preguntó si había parado​​ mientes en​​ ello.​​ 

  

En efecto, es una poesía en versos blancos, que hoy he deseado escandir, en obsequio de los lectores (Obras, p. 7 y 144).​​ 

 

Cuando en 1886 Rubén Darío llegó​​ a Santiago de Chile y conoció​​ al escritor y periodista​​ Pedro Balmaceda Toro​​ (1868​​ ​​ 1889), hijo del​​ presidente chileno​​ José Manuel Balmaceda Fernández (1840 – 1891),​​ considerado uno de los principales promotores del Modernismo,​​ el joven poeta ya iba totalmente educado y​​ guiado por el maestro Gavidia.​​ 

Voraz lector​​ y​​ autodidacta,​​ el maestro Gavidia fue​​ poeta, dramaturgo, narrador, gramático, traductor, orador,​​ politólogo, antropólogo, periodista, historiador, o sea, un renacentista que​​ le enseñó francés y a los autores franceses de la época al​​ insaciable​​ estudiante.​​ 

Oigamos la lección:

 

Escribía traduciendo el poema «Stella» de Hugo. Buscaba manera adecuada para que en la adaptación​​ no sufriera pensamiento e idea. Trabajaba en esto cuando llegó Rubén. Le comuniqué mi propósito y le leí, tanto el original como el traducido.​​ Rubén escuchó​​ atentamente y pidióme que leyera de nuevo. Lo hice, prestando él más atención. Me repitió su petición para que otra vez diera lectura al original. Al terminar, nos referimos a esta labor​​ y él se despidió. Días después vi publicado en​​ El comercio​​ de don Francisco Castañeda, tirado entre los anuncios un poema de Rubén Darío​​ con la métrica del alejandrino francés (Los desterrados, tomo I,​​ p. 58, 1939).​​ 

 

El «Gran vidente de la poesía», como​​ fue​​ bautizado el maestro​​ por​​ el poeta guatemalteco​​ Alfonso Orantes​​ (1898​​ ​​ 1985), le insufló vida y esperanza al​​ alumno.​​ Aquí es​​ importante decir que el Modernismo​​ no proviene totalmente de Francia​​ como se ha​​ repetido​​ hasta el fastidio, pues la crítica ha insistido​​ que​​ el​​ alejandrino​​ es francés. El alejandrino ya existía en español desde el​​ Cantar de Mio Cid​​ (1200)​​ y el​​ Libro de Alexandre​​ (finales​​ del siglo XIII). J Mata Gavidia lo explicó muy bien:

 

Gavidia, con su innovación, no adapta al español el alejandrino francés, sino que partiendo de éste, logra encontrar​​ otro tipo de verso – el tredecasílabo unificado y no el doble heptasílabo, cesurado-, que sobre todo, en Rubén Darío, borrará hasta la sombra de la cesura, y al ya no haber ese paro fónico y no meramente imaginativo, el verso se lanzará primero en forma de encabalgamiento y luego en total carrera rítmica, desde​​ el principio al fin, sin interrupciones de ningún género. Este es el descubrimiento de Gavidia: no otro alejandrino, sino​​ un nuevo tipo de verso​​ (Magnificencia espiritual de Francisco Gavidia, p.​​ 66,​​ Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, Dirección Publicaciones, San Salvador, El Salvador, 1955).​​ 

 

El maestro Gavidia le quitó la cesura​​ o pausa​​ en el hemistiquio​​ (entre las sílabas séptima y octava)​​ tan propia del alejandrino español,​​ y​​ distribuyó los acentos​​ en distintos lugares del verso,​​ creando​​ nuevos registros musicales​​ tal y como después lo hicieron los vanguardistas​​ con el​​ verso en general.​​ 

Al igual que​​ la Revolución Industrial, que tanto​​ impacto tuvo en los modernistas​​ y​​ que​​ agilizó el​​ tren y​​ el​​ barco​​ con la máquina de vapor, el maestro Gavidia le brindó rapidez al verso español.​​ Edelberto Torres​​ Espinosa​​ lo dijo​​ así:

 

El alejandrino español es rígido y monótono​​ por su estructura inflexible, debido a la fijeza de sus acentos. Gavidia da cuenta​​ de sus observaciones a los camaradas líricos, pero todos, excepto Darío, lo oye​​ como a la lluvia que cae. Rubén lo escuchaba con la atención​​ que le merece un suceso extraordinario. Su oído todavía​​ no puede apreciar su armonía del alejandrino francés, que su compañero reconoce, pero su intelección aprehende​​ al momento la excelencia del noble metro huguesco​​ y su modalidad estructural […] El descubridor del secreto métrico, reconoce que Darío acaba de vaciar la melodía del español en el molde​​ del alejandrino francés […]​​ La reforma métrica de la poesía castellana se inicia así en una casa de San Salvador​​ (La dramática vida de Rubén Darío, pp. 63-64, 1953).​​ 

 

A​​ la​​ lista de​​ modernistas, especialmente​​ a la de​​ los iniciadores​​ José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera​​ (1859 – 1895),​​ Julián del Casal​​ (1863 – 1893)​​ y José Asunción Silva, habría que añadir​​ el nombre del maestro Gavidia como​​ fundador​​ y gran exponente del movimiento.​​ Por eso Centroamérica​​ resulta​​ una mina de modernistas que estudiosos tanto de ayer como de hoy​​ siguen obviando.​​ 

De acuerdo con el maestro José Emilio Pacheco (1939 – 2014),​​ el animal totémico​​ (emblemático)​​ del Modernismo es la​​ hipsipila, o sea, la mariposa. También puede ser el Gutzal o Quetzal. Sus plumas se regaron en diversas partes y por eso​​ Darío,​​ Joaquín Pasos,​​ Alcides​​ Arguedas,​​ Jorge Icaza, Miguel Ángel Asturias, Rosario Castellanos,​​ Juan Rulfo y tantos​​ otros​​ pudieron​​ hermanarse con el vencido.​​ 

 Los de hoy, especialmente los que nos dedicamos a la palabra​​ en el siglo XXI, necesitamos maestros que nos tiendan la mano. Somos los vencidos por una sociedad que no educa sino que deseduca​​ a través de ideologías​​ que​​ pulverizan el pensamiento y la libertad,​​ pues​​ mientras más analfabetas haya,​​ más rentables​​ les resultamos a las​​ obscenas​​ corporaciones que nos venden cuentas​​ de vidrio -el​​ iPhone, la tableta, la Inteligencia Artificial,​​ la ropa, la comida, los carros, etcétera- y nos quitan las plumas​​ del​​ quetzal.​​ 

El conocimiento​​ es​​ una energía que atrae.​​ Si​​ hay buenos​​ maestros​​ también​​ habrá, por ley de inercia, atentos estudiantes.​​ Pero, como decimos en Nicaragua, amor no quita conocimiento.​​ 

Darío​​ escribió escasas líneas sobre el maestro Gavidia.​​ Por eso hago aquí otra incómoda pregunta: ¿Por qué su​​ alumno no lo incluyó en​​ Los raros​​ (1896)? El maestro​​ no​​ sólo​​ agilizó el alejandrino sino también el hexámetro.​​ Más «raro», es decir,​​ más​​ fuera de la norma, no​​ podía ser.​​ 

¿Hubiese podido componer Darío «Salutación​​ del optimista»,​​ poema escrito en hexámetros,​​ sin la puerta que le abrió​​ don Francisco Antonio?​​ Este olvido podría titularse «Sinfonía en gris menor»;​​ menor porque es el tono​​ de la tristeza.​​ 

Los​​ que estudiamos el Modernismo frecuentamos en caravana​​ León de Nicaragua y Metapa, hoy​​ Ciudad Darío. Antes tendríamos​​ que hacer una parada​​ en El Salvador, específicamente en​​ Cacahuatique,​​ ahora​​ Ciudad Barrios, la Belén del movimiento.​​ Abrasados de amor, siendo tranquilos y fuertes,​​ es fuerza​​ detenernos,​​ por justicia y​​ respeto,​​ en esta inicial Judá​​ para honrar​​ a​​ don Francisco Antonio.

Ninguna otra profesión existiría sin los que ejercemos el​​ llamado del magisterio.​​ El maestro Gavidia​​ lo sabía​​ muy bien​​ y por eso nunca olvidó a su maestra​​ de francés​​ Mademoiselle​​ Agustine Charvin.​​ Quizás por eso también tendríamos que asumir que nosotros y​​ nuestras sociedades​​ componemos todos los días, minuto a minuto,​​ nuestra «Sinfonía en gris menor», ya que hacemos poco o nada por honrar a aquel​​ hijo dilecto de San Miguel​​ que​​ nos​​ abrió una veta, un mundo, un universo.

Por eso y por muchas otras cosas más, quiero, a través del maestro Gavidia, honrar a mis maestros: al anónimo​​ juglar que​​ hace​​ más de ocho siglos​​ compuso y entonó la épica de​​ Rodrigo Díaz de Vivar, el​​ Cid Campeador, a Santa Teresa, a San​​ Juan de la Cruz, a Lope, a Cervantes, a Quevedo,​​ a Sor Juana, a Darío, a Pablo Antonio Cuadra, a Beethoven, a Chopin,​​ a​​ Tchaikovsky,​​ a Puccini y a​​ muchos​​ otros incluyendo a​​ Davey Yarborough,​​ a​​ Wynton Marsalis, a José Emilio, a​​ Hernán Sánchez Martínez de Pinillos, a​​ la maestra Amelia Mondragón​​ y​​ a la maestra Natalia Burgos por​​ seguir pasando​​ la antorcha,​​ al maestro Alberto López​​ Serrano,​​ a Álvaro Guzmán, a Francisco​​ Rodríguez,​​ al maestro​​ ateneísta​​ y representante de la cultura salvadoreña​​ a lo largo de décadas,​​ el​​ doctor​​ José Manuel Bonilla​​ y, sobre todo, a mis padres,​​ doña Graciela Alvarado Castillo y don Guillermo Antonio Pérez,​​ a mis​​ hermanos,​​ a mis​​ tíos,​​ a mis​​ abuelos Lino y Sara Alvarado, y a mis maestros salesianos​​ que se hermanaron con​​ disciplina, paciencia y compasión con​​ aquel​​ niño​​ de Granada​​ falto de esperanza.

 ​​ Gracias, maestro Gavidia,​​ por levantar la pluma del quetzal y enaltecer a esta​​ todavía​​ olvidada​​ e ignorada región de lagos y volcanes llamada Centroamérica.​​ ​​ 

Muchas gracias.​​ 

 

     

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ Ateneo de​​ El Salvador, 19 de septiembre de 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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