Sobre el nuevo libro de León Leiva Gallardo. Texto de Jochy Herrera

El ensayista dominicano Jochy Herrera comenta el más reciente poemario del escritor hondureño León Leiva Gallardo (1962), La última estación, libro aparecido en el marco del VII Festival de Los Confines.

 

 

 

 

 

Los viajes de León Leiva Gallardo

 

Todos los días quiero ser y volver

donde mi mano es la rama del árbol

mi pierna una raíz erradicada

donde mi estómago es el​​ cántaro​​ recién parido

mi pecho un lampo aireado de​​ retoños…

 

 

El​​ viajar, esa​​ recurrente​​ acción​​ de ligereza y movilidad del ser a través del transcurrir​​ vital,​​ según​​ la concepción filosófica​​ aconteció​​ desde la sempiterna​​ gesta​​ ulisiana que le hizo​​ propósito y fin; desde el ímpetu de la curiosidad exploratoria y la sed de poder que anegó civilizaciones enteras; desde el deambular poético del Rimbaud iluminado por “alientos vivos y tibios que levantan alas sobre las pedrerías”; hasta la impostergable urgencia de​​ aquel que​​ emigra empujado por la pobreza.​​ Andar​​ tras​​ la persecución del arribo y no necesariamente la meta in​​ sí,​​ será, pues,​​ un perenne ejercicio​​ humano​​ equivalente a la vida​​ misma​​ en el que​​ viajar, será​​ vivir.​​ 

Constantino Cavafis, nutrido por la sustancia del pasado según afirmó​​ una vez​​ Marguerite​​ Yourcenar,​​ y gracias a​​ un​​ convencimiento de la naturaleza cíclica​​ del subsistir​​ y de la historia,​​ posicionará la​​ hazaña​​ homérica en pleno centro de la modernidad​​ en su​​ mil veces loado mítico poema​​ Ítaca​​ donde​​ el disfrute del accidente representado en nuestro existir se constituye en​​ verdadero​​ propósito; vivir para el fin​​ mas no para el logro.​​ En su​​ más​​ reciente​​ poemario​​ –La última​​ estación​​ León​​ Leiva Gallardo (Amapala, Honduras 1962)​​ a la usanza del​​ vate​​ griego,​​ confiesa su intención​​ de ser y regresar simultáneamente a​​ la tierra​​ natal​​ y a​​ Chicago,​​ nuevo lar​​ al que las circunstancias​​ le​​ condujeron:​​ quiero jugar al inconsciente/ todos los días quiero ser y volver/ a ese lugar donde mi cuerpo/ todavía se confunde con las cosas.​​ 

Ya sea inserto en la metáfora del​​ navío​​ anclado en costas opacas y desoladas​​ donde​​ el poeta es​​ testigo​​ de la embriaguez de los vencidos, donde se pregunta qué lleva Leviatán en sus entrañas​​ mirada fija hacia pelícanos y gaviotas,​​ o preso de​​ la nostalgia del convencido de que todo ha terminado​​ tras la muerte de un amor que pretendía eternidad,​​ el​​ hondureño​​ nos​​ hace cómplices de sus angustias y​​ sus​​ sueños a bordo de buques de medianoche​​ persiguiendo​​ el horizonte en un ir y venir​​ sin jamás​​ atracar.​​ Partícipes​​ de una​​ travesía​​ que narra la bitácora​​ de​​ su​​ a veces cansada​​ memoria​​ y de los​​ saltos del corazón henchido.​​ 

La​​ temática de la​​ muerte del amor​​ y​​ del morir por amor​​ había sido​​ abrazada por la literatura desde la milenaria Safo de Lesbos y los autores latinos primigenios; desde el Romanticismo decimonónico de Novalis y Pushkin, hasta los​​ amoríos​​ y​​ amoricidios​​ que jóvenes de todas las latitudes plasman​​ hoy​​ en​​ los escasos caracteres de Twitter o​​ en​​ las mini estrofas del grafiti urbano. Estas, no cabe duda, constituyen​​ nuevas​​ formas​​ del éxtasis destellante que contaba Stendhal​​ y del desfallecimiento del Quevedo enamorado, nos atreveríamos a afirmar.​​ Es por ello​​ por lo que​​ el​​ tórpido​​ periplo​​ del desamor,​​ la senda​​ trazada por el perecer en el amor​​ inoportuno o​​ en​​ el extraviado en​​ la violencia de la lluvia y la borrasca,​​ Leiva Gallardo​​ la traduce en álgido lamento:​​ si hubiéramos reunido fuerzas contra las trampas/ que nosotros mismos ingenuamente nos tendíamos/ en fin: si el amor no hubiese sido tan despiadado​​ 

El​​ poeta y también narrador​​ insiste en confesarnos​​ que,​​ tras la entrega​​ al absoluto e inapelable abandono a merced del sentimiento y la pasión,​​ será ineludible el arribo de​​ la pérdida​​ y​​ sus​​ congojas. Lo reconoce en un hermosísimo texto,​​ Pigmalión y Afrodita: La muerte del amor,​​ cuyos versos​​ se​​ insertan​​ en​​ el escenario​​ de una pinacoteca​​ imaginaria​​ donde él es​​ un​​ ovidiano Pigmalión​​ a quien Afrodita no le regala amor,​​ sino​​ el aniquilamiento​​ de​​ ese​​ sentimiento:​​ sólo ahora sé (…)/​​ que hombres como yo y como tantos/​​ habrán​​ de amarte y padecerte/ a través de los mitos y los hechos/ porque sos inmarcesible/ porque sos incontenible/ como el abrazo de esta diosa desnuda/ como la diosa sin brazos​​ que habita este museo/ sin saber que anuncia/ lapidada/ la muerte del amor.​​ ​​  ​​​​ 

Un particular rasgo de la poesía de Leiva Gallardo​​ evidente en​​ La última estación​​ (obra publicada en el contexto del​​ VII​​ Festival de Los Confines,​​ la mayor plataforma de poesía del país​​ centroamericano)​​ es la reiterativa presencia del paisaje y memoria histórica​​ hondureños​​ entrecruzados con​​ las​​ remembranzas​​ del propio rapsoda: las efigies​​ y​​ árboles de la Plaza Morazán en Amapala;​​ las ruinas del antiguo Cuartel de la ciudad, y las luces​​ que palpitan desde el​​ puerto​​ como si se estremecieran de un inusitado frío astral.​​ Aquel rasgo​​ encuentra su razón de ser en el reconocimiento ancestral​​ de quien​​ se sabe del Sur:​​ vengo del sur del surrealismo/​​ del​​ puerto que se tiende como pez golpeado/​​ sobre un mar pálido y certero/ que lame las playas con su​​ alivio.​​ ​​ ​​  ​​​​ 

El​​ inexorable​​ tiempo circular​​ y aristotélico​​ cabalgando​​ a cuestas del movimiento,​​ en una suerte de autobiografía fenomenológica​​ ha​​ arrastrado al autor​​ consigo​​ desde​​ la niñez​​ prematura​​ hacia​​ la​​ madurez​​ vivida​​ por él a manos de​​ los​​ recuerdos, decidida acción​​ de quien se aproxima al cenit​​ del pensamiento cuestionador de nuestro propio rumbo.​​ Esa​​ niñez trasnochada por​​ los naipes del​​ destino​​ y​​ los​​ remotos​​ paisajes​​ acontecida mientras es​​ sostenido por​​ las manos de su madre,​​ le retorna​​ hoy​​ a sus​​ más​​ íntimos​​ espacios:​​ ah niñez perpetua la que vive el hombre/ podemos inocentemente matar o violar al amigo/​​ podemos darnos un tiro por descuido/ y si fallamos/ seguir amando amando/ como si fuéramos perfectos.​​ 

De interesarnos en​​ emprender​​ una lectura aleccionadora​​ y epistemológica​​ de este valiosísimo poemario, a nuestro ver​​ el más ingente mensaje que Leiva Gallardo ha plasmado en sus páginas es​​ la​​ aparente​​ inocencia del tiempo​​ que al final del camino nos espeta en​​ plena cara​​ que no somos​​ más​​ que azar.​​ Que cada estación abordada​​ en el trayecto​​ existencial​​ nos conducirá​​ al​​ ignoto país hamletiano en el que​​ seremos apenas piezas maleables del ajedrez de la suerte,​​ por más que el juego sea de seso y no de fortuna.​​ El azar y su mecánica, en oposición al principio de orden y regla,​​ será​​ la​​ imagen​​ que en​​ estos textos confronta​​ la realidad​​ introduciendo una ruptura​​ que​​ les​​ coloca​​ en los territorios de la libertad​​ de la palabra.​​ De las palabras al acecho que,​​ ocultas detrás​​ de los sortilegios​​ de las sombras​​ que pueblan​​ los andenes de nuestras estaciones,​​ aguardan​​ en espera el desenlace​​ de la​​ hazaña​​ del vivir.​​ 

 

 

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Jochy Herrera es ensayista y cardiólogo, Premio Nacional de​​ Ensayo Pedro Henríquez Ureña de la República Dominicana 2024.​​ ​​ 

 

 

León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras 1962), poeta y narrador. Estudio psicología y letras en la Universidad de Northeastern, Chicago ciudad donde ha residido por la mayor parte de su vida. Sus textos aparecen antologados en múltiples publicaciones bilingües; su obra poética incluye​​ Desarraigos: Cuatro poetas latinoamericanos en Chicago​​ (Vocesueltas, 2008);​​ Tríptico: tres lustros de poesía​​ (Mediaisla, 2015); y​​ Breviario​​ (Ediciones Estampa, 2015). Ha publicado las novelas​​ Guadalajara de noche​​ (2006) y​​ La casa del cementerio​​ (2008), ambas en Tusquets Editores.​​ ​​  ​​​​ 

 

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