Los viajes de León Leiva Gallardo
Todos los días quiero ser y volver
donde mi mano es la rama del árbol
mi pierna una raíz erradicada
donde mi estómago es el cántaro recién parido
mi pecho un lampo aireado de retoños…
El viajar, esa recurrente acción de ligereza y movilidad del ser a través del transcurrir vital, según la concepción filosófica aconteció desde la sempiterna gesta ulisiana que le hizo propósito y fin; desde el ímpetu de la curiosidad exploratoria y la sed de poder que anegó civilizaciones enteras; desde el deambular poético del Rimbaud iluminado por “alientos vivos y tibios que levantan alas sobre las pedrerías”; hasta la impostergable urgencia de aquel que emigra empujado por la pobreza. Andar tras la persecución del arribo y no necesariamente la meta in sí, será, pues, un perenne ejercicio humano equivalente a la vida misma en el que viajar, será vivir.
Constantino Cavafis, nutrido por la sustancia del pasado según afirmó una vez Marguerite Yourcenar, y gracias a un convencimiento de la naturaleza cíclica del subsistir y de la historia, posicionará la hazaña homérica en pleno centro de la modernidad en su mil veces loado mítico poema “Ítaca” donde el disfrute del accidente representado en nuestro existir se constituye en verdadero propósito; vivir para el fin mas no para el logro. En su más reciente poemario –La última estación– León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras 1962) a la usanza del vate griego, confiesa su intención de ser y regresar simultáneamente a la tierra natal y a Chicago, nuevo lar al que las circunstancias le condujeron: quiero jugar al inconsciente/ todos los días quiero ser y volver/ a ese lugar donde mi cuerpo/ todavía se confunde con las cosas.
Ya sea inserto en la metáfora del navío anclado en costas opacas y desoladas donde el poeta es testigo de la embriaguez de los vencidos, donde se pregunta qué lleva Leviatán en sus entrañas mirada fija hacia pelícanos y gaviotas, o preso de la nostalgia del convencido de que todo ha terminado tras la muerte de un amor que pretendía eternidad, el hondureño nos hace cómplices de sus angustias y sus sueños a bordo de buques de medianoche persiguiendo el horizonte en un ir y venir sin jamás atracar. Partícipes de una travesía que narra la bitácora de su a veces cansada memoria y de los saltos del corazón henchido.
La temática de la muerte del amor y del morir por amor había sido abrazada por la literatura desde la milenaria Safo de Lesbos y los autores latinos primigenios; desde el Romanticismo decimonónico de Novalis y Pushkin, hasta los amoríos y amoricidios que jóvenes de todas las latitudes plasman hoy en los escasos caracteres de Twitter o en las mini estrofas del grafiti urbano. Estas, no cabe duda, constituyen nuevas formas del éxtasis destellante que contaba Stendhal y del desfallecimiento del Quevedo enamorado, nos atreveríamos a afirmar. Es por ello por lo que el tórpido periplo del desamor, la senda trazada por el perecer en el amor inoportuno o en el extraviado en la violencia de la lluvia y la borrasca, Leiva Gallardo la traduce en álgido lamento: si hubiéramos reunido fuerzas contra las trampas/ que nosotros mismos ingenuamente nos tendíamos/ en fin: si el amor no hubiese sido tan despiadado…
El poeta y también narrador insiste en confesarnos que, tras la entrega al absoluto e inapelable abandono a merced del sentimiento y la pasión, será ineludible el arribo de la pérdida y sus congojas. Lo reconoce en un hermosísimo texto, “Pigmalión y Afrodita: La muerte del amor”, cuyos versos se insertan en el escenario de una pinacoteca imaginaria donde él es un ovidiano Pigmalión a quien Afrodita no le regala amor, sino el aniquilamiento de ese sentimiento: sólo ahora sé (…)/ que hombres como yo y como tantos/ habrán de amarte y padecerte/ a través de los mitos y los hechos/ porque sos inmarcesible/ porque sos incontenible/ como el abrazo de esta diosa desnuda/ como la diosa sin brazos que habita este museo/ sin saber que anuncia/ lapidada/ la muerte del amor.
Un particular rasgo de la poesía de Leiva Gallardo evidente en La última estación (obra publicada en el contexto del VII Festival de Los Confines, la mayor plataforma de poesía del país centroamericano) es la reiterativa presencia del paisaje y memoria histórica hondureños entrecruzados con las remembranzas del propio rapsoda: las efigies y árboles de la Plaza Morazán en Amapala; las ruinas del antiguo Cuartel de la ciudad, y las luces que palpitan desde el puerto como si se estremecieran de un inusitado frío astral. Aquel rasgo encuentra su razón de ser en el reconocimiento ancestral de quien se sabe del Sur: vengo del sur del surrealismo/ del puerto que se tiende como pez golpeado/ sobre un mar pálido y certero/ que lame las playas con su alivio.
El inexorable tiempo circular y aristotélico cabalgando a cuestas del movimiento, en una suerte de autobiografía fenomenológica ha arrastrado al autor consigo desde la niñez prematura hacia la madurez vivida por él a manos de los recuerdos, decidida acción de quien se aproxima al cenit del pensamiento cuestionador de nuestro propio rumbo. Esa niñez trasnochada por los naipes del destino y los remotos paisajes acontecida mientras es sostenido por las manos de su madre, le retorna hoy a sus más íntimos espacios: ah niñez perpetua la que vive el hombre/ podemos inocentemente matar o violar al amigo/ podemos darnos un tiro por descuido/ y si fallamos/ seguir amando amando/ como si fuéramos perfectos.
De interesarnos en emprender una lectura aleccionadora y epistemológica de este valiosísimo poemario, a nuestro ver el más ingente mensaje que Leiva Gallardo ha plasmado en sus páginas es la aparente inocencia del tiempo que al final del camino nos espeta en plena cara que no somos más que azar. Que cada estación abordada en el trayecto existencial nos conducirá al ignoto país hamletiano en el que seremos apenas piezas maleables del ajedrez de la suerte, por más que el juego sea de seso y no de fortuna. El azar y su mecánica, en oposición al principio de orden y regla, será la imagen que en estos textos confrontará la realidad introduciendo una ruptura que les colocará en los territorios de la libertad de la palabra. De las palabras al acecho que, ocultas detrás de los sortilegios de las sombras que pueblan los andenes de nuestras estaciones, aguardan en espera el desenlace de la hazaña del vivir.
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Jochy Herrera es ensayista y cardiólogo, Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña de la República Dominicana 2024.
León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras 1962), poeta y narrador. Estudio psicología y letras en la Universidad de Northeastern, Chicago ciudad donde ha residido por la mayor parte de su vida. Sus textos aparecen antologados en múltiples publicaciones bilingües; su obra poética incluye Desarraigos: Cuatro poetas latinoamericanos en Chicago (Vocesueltas, 2008); Tríptico: tres lustros de poesía (Mediaisla, 2015); y Breviario (Ediciones Estampa, 2015). Ha publicado las novelas Guadalajara de noche (2006) y La casa del cementerio (2008), ambas en Tusquets Editores.