Leemos las anotaciones que Alejandra Pizarnik hace sobre Nadja de André Breton. El texto fue publicado originalmente con el título “La muchacha del bosque” en el número 32 de Imagen en 1968, en Caracas.
RELECTURA DE NADJA DE ANDRE BRETON
«J’ai delaissé sans remords d’adorables suppliantes.»
André Breton, Le Surrealisme et la peinture
I
Una niñita lautreamontiana atraviesa una página de Nadja y desaparece con esta idea de sacar siempre los ojos de las muñecas para ver que hay detrás.
Las actividades silenciosas de la minúscula mutiladora equivalen a una pregunta de Breton: ¿Qué puede haber de extraordinario en esos ojos?
Ojos como algunos términos —hanter, por ejemplo— que dicen más de lo que dicen.
Nantes ( … ), donde ciertas miradas arden con demasiado fuego (comprobé esto todavía el año pasado, al tiempo de atravesar Nantes en automóvil y ver a una mujer, una obrera, creo, que acompañaba a un hombre, y que levant6 los ojos: hubiera tenido que detenerme)…
Luego vendrán los ojos de una bella perturbada:
Ojos esplendidos en los que hay languidez, desesperaci6n, fineza, crueldad.
También a la dueña de estos ojos espléndidamente crueles destinará palabras inalterables: hubiera tenido que acercarme a ella…
Los ojos que ceden su hechizo a Solange se cierran con los que alumbraron Nantes apenas se abren los ojos de Nadja:
He visto sus ojos de helecho abrirse por las mañanas ante un mundo donde el batir de las alas de la esperanza inmensa se distingue apenas de los otros ruidos, que son los del terror, y en ese mundo yo sólo había visto cerrarse ojos.
Como la efigie de la encantadora Gradiva, ella avanza, levísima. Su estilo de andar con la cabeza más erguida que nadie es el secreto de las reinas en el exilio. Pero más sorprendente sería la musical disonancia entre los rubios cabellos de Nadja y la pintura negra, excesiva, de sus ojos (Nunca había visto unos ojos como aquellos). Ojos transgresores en la calle y no en el espacio ilusorio, si bien Solange (Blanche Derval) no había recurrido al maquillaje. (Ojos de Solange, transgresores en un escenario, no en la calle.)
Como sus antecesoras, la paseante inviste la apariencia de una maravillosa heroína aureolada por un aire de lejanía. Asimismo, Nadja hace patente ese no sé qué «declasse» que nos gusta tanto. Cabe recordar también una señal exquisita que Breton distingue en la imagen de Caroline de Günderode: …la conmovedora expresi6n de noche de verano prometida, pues acaso fue ella, la suicidada del Rhin, quien inició la orden de las damas nocturnas y absortas.
Sombras talladas por un relámpago negro, estas bellas extraviadas no hallan en la noche la casita de Hansel y Gretel, sino a otra viajera más sombría y dotada del poder de ocultar. Con ella se abrazan y en ella desaparecen como quien entra en una gruta encantada (…tú no tendrás en esta vida otros placeres que aquellos que se prometen los niños mediante la idea de grutas encantadas y fuentes profundas).
Igual que la ardiente canonesa de ojos azules, o que Solange, Nadja es un signo incandescente entre dos oscuridades. Ella es la noche; es el poema que solo se atiene a la muerte.
Bastó una aventura fortuita para que Nadja abandonara a mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo; para que Nadja emigrara de sí misma: Y yo salí de mí siendo yo y siendo ajena lo mismo que las sombras.
La tempestad la arrebata y la encierra en una casa más negra que la contemplada por un príncipe y poeta desde la berlina detenida en la noche.
II
«Et c’est toujours la seule … »
Nerval
Al comienzo y al final de Nadja, Breton hace referencia a su deseo de alternar el texto con fotografías de los lugares, los seres y las cosas las cosas que más activamente participaron en él.
Una resistencia obstinada y misteriosa parece anidar en esas imágenes centrales, como si las animara la decisión de oponerse al cumplimiento de este proyecto. Mas sorprendente es que Breton deplore, muy en particular, la imposibilidad de procurarse la fotografía de una figura que no solo no ha intervenido decisivamente en su libro, sino que jamás fue mencionada:
… y, sobre todo, porque me interesaba esencialmente, aunque no se hable de ella en este libro, la imposibilidad de obtener la autorización de fotografiar la adorable añagaza que es, en el museo Grevin, esa mujer que finge apartarse en la sombra para abrocharse su liga, y que, en su posici6n inmutable, es la única estatua que conozco que tenga ojos, los ojos de la provocaci6n.
Acaso haya otra estatua dotada de ojos: una estatua onírica y de piedra que su creador, Baudelaire, denomino La beaute. Breton, precisamente, la rechaza en aquel pasaje de Nadja en que define de un modo extraordinario su visión de la belleza. Pero no es un azar si poco antes de este repudio encuentra a la mujer verdadera, no una maga, no una esfinge como un rêve de pierre, ni, tampoco, una vertiginosa y fascinante détraquée. Simplemente la amada.
Evocar otra estatua no explica el extraño designio de insertar en Nadja la imagen de una desconocida. Puesto que la función de las fotografías consistiría en complementar el texto ¿por qué la afanosa busca de la imagen de una dama de cera levemente impúdica?
Puedo responder con una conjetura (más valdría decir: una certidumbre).
Lejos de ser una desconocida, la dama inmutable habría sido objeto, desde el comienzo de Nadja, de múltiples alusiones. Y más: ella sería la suma de las figuras femeninas que atraviesan este libro, figuras del presentimiento de la mujer verdadera, la insustituible que aparece al final.
Una prueba de lo que se ha dicho es lo indiferenciado de la exaltaci6n del poeta ante la dueña de los ojos que vislumbró en Nantes; ante la inquietante presencia, en el escenario, de Solange; ante la magicienne de los ojos abiertos, es decir Nadja; y, por último, ante la fantasmada criatura de coraz6n de cera.
Otra prueba: la simétrica repetición de algunos detalles. No, por cierto, detalles tan evidentes como la fascinación del poeta por los ojos de las damas de su libro. Me refiero a detalles privilegiados como la adorable añagaza que es; en el museo Grevin,esa mujer que finge apartarse en la sombra para abrocharse su liga… Mucho antes, había sido precedido por un gesto semejante que Solange ejecuta en la escena, y dotado de las mismas virtudes provocativas: …poniendo al descubierto un muslo maravilloso, allí, un poco arriba de la liga oscura…
Luego, hay otra escena fugaz, de belleza fulgurante como el grito, el inolvidable grito con que finaliza la pieza de teatro protagonizada por Blance Derval (Solange), o como el grito, siempre patético, del poeta preguntando: ¿Quién vive? Escena perfecta: cercana el alba, Solange avanza callada e inexpresiva como una muñeca. ¿Es ella, en realidad? ¿Eres tú, Nadja? No hay motivo para que no sea el fantasma real de la irreal Solange, o el reflejo de Nadja o de la figura del museo Grevin, en algún oculto espejo.
Solange atraviesa la escena (… ): camina en línea recta, como una autómata.
III
La anotación, fechada el 11 de octubre, de un breve deambular con Nadja, da cuenta del malestar que selló, para Breton, ese día infuso del sentimiento de las horas perdidas que van pasando para nada. A más de esto, Nadja llegó con retraso y o espero de ella nada excepcional.
La que descifra los mensajes que emite el tiempo: El tiempo es quisquilloso. El tiempo es quisquilloso porque es necesario que todo llegue a su hora. Deseosa de proporcionar a su frase un sentido límite, Nadja la reitera minuciosamente.
Su sentencia acerca del tiempo no es excepcional ni singularmente memorable, pero sí ofrece un interés muy grande porque se trata de una de las claves de la aventura laberíntica vivida por Breton y Nadja…
El tiempo es quisquilloso. El tiempo es quisquilloso porque es necesario que todo llegue a su hora.
¿Qué cosa no llegó (o no sucedió) a la hora en que debía llegar (o suceder)?
El encuentro entre Nadja y Breton. Encuentro que no tuvo lugar a causa de que Nadja llegó demasiado tarde. Nadja llegó con retraso… no el día en que Breton lo anota sino cuando, deslumbrado por sus ojos de helecho, se acercó a ella y se reconocieron (ella había sonreído como alguien que sabe).
No llegó cuando su llegada era necesaria sino mucho más tarde. Así, en vez de un encuentro excepcional, se produjo un reencuentro tardío.
Antes de la aparici6n de Nadja en su vida y en su libro, Breton declara, dentro de la bella e inquietante serie de observaciones, un deseo suyo, el más profundo y el más inseparable de ardiente espera ·de su consumación. Tan alto deseo ha perdido vigencia para quien lo transcribe. Ya no es más que una sombra, ni amable ni hostil: el recuerdo de un deseo.
Siempre he deseado increíblemente encontrar de noche, en un bosque, a una hermosa mujer desnuda, o mejor dicho no significando ya nada tal deseo una vez expresado, lamento increíblemente no haberla encontrado. Suponer un encuentro así, después de todo, es algo que no puede tacharse de extravío: podría suceder. Me parece que si todo se hubiese detenido en seco, ¡ah! no me vería en el caso de escribir lo que escribo. Adoro esta situación, que es entre todas, aquella en que es probable que me hubiese faltado presencia de espíritu. Creo que ni siquiera hubiera tenido la de huir. (Los que se rían de esta última frase son unos cerdos.)
Es verdad que un encuentro asf hubiera podido (y debido) realizarse.
También es verdad lo contrario: «Sueña en ella; no busques más respuesta.»
Si una noche, por la gracia de un azar maravilloso, hubiese encontrado a la bella desnuda del bosque (si se hubiese efectuado el tránsito del deseo a la realidad), Breton no se hallaría escribiendo Nadja.
Es probable que la condición de poeta lleve, entre otras cosas, a adoptar el rol de fantasma (a ello hace referencia Breton al preludiar su relato). Uno de los trabajos forzados de este fantasma podría consistir en girar innecesariamente en torno de un bosque en el que no logra introducirse, como si el bosque fuera un lugar vedado.
Al final de la segunda cuarteta, sus ojos se humedecen y se llenan con la visión de un bosque. Ve al poeta pasar junto a ese bosque y se diría que puede seguirlo a distancia.
—No, da vueltas en torno al bosque. No puede entrar, no entra.
Nadja, sentada a una mesa de café en compañía de Breton, lee con la máxima atención un poema de Alfred Jarry acerca de alguien (un poeta) que no hace sino dar vueltas en derredor de un bosque. Repentinamente, la hechizada cierra el libro:
—¡Oh! ¡Eso es la muerte!
Es posible que quien se halla frente a Breton sea la que vaga desnuda en el bosque de su antiguo deseo. Nadja parece saber que la noche del bosque es el lugar de la cita. Sabe, asimismo, que ya no sería posible, entre ellos, un entendimiento diáfano, quiero decir fundado exclusivamente en el amor. Otro vinculo los reuniría, hermoso sin duda, aunque inferior a cualquier deseo «increíble». Sería, tal vez, un vínculo hecho de juegos de alternancias: un movimiento luminoso e ilícito como todo amor verdadero, y otro, contrario, que obligaría a un salto hacia la muerte. ¿No ves lo que pasaba en los árboles? El azul y el viento, el viento azul. (…) Había también una voz que decia: «Morirás, morirás». Yo no quería morir, pero experimentaba tal vértigo…
Ahora es demasiado tarde. Por más que el poeta logre entrar en el bosque y descubrir a la anhelada de antes, no perdería su presencia de espíritu e incluso le resultaría posible huir. Pero ¿qué otra cosa sino huir hace Breton en este libro? Huye de Nadja, por supuesto; y para ello le sobran motivos, comenzando por el primero, la locura de Nadja.
El retraso de Nadja significa, entonces, una ofrenda demasiado preciosa al ministerio de trop tard.
Una noche, los amigos toman el tren; cuando el poeta, de improviso, propone descender en Vésinet, Nadja acepta y sugiere pasear un poco por el bosque.
—No, da vueltas en torno al bosque. No puede entrar, no entra.
Todo se vuelve señal de que llegaron a desatiempo. Es demasiado tarde. En Vésinet, cuyas luces están todas apagadas, es imposible hacerse abrir ninguna puerta. La idea de vagar por el bosque no resulta muy atractiva.
El sugerimiento de Nadja ha sido anulado con luces negras, con puertas cerradas, con el término imposible. Conjunci6n del azar y de un reclamo irremediable por parte del desastre. Para los dos paseantes nocturnos del Vésinet, subsiste una so la posibilidad intacta e irónica: retornar de ninguna parte a fin de arribar a ninguna parte.
Al término de esta alianza maravillosa e imposible, Breton se pregunta por la verdadera Nadja. No olvida a la que narraba penosas historias de amores muertos y mercenarios, pero sí destina su entera devoción a la otra Nadja, perfecta contraria de la que caía, a veces…
El comentario de Breton acerca de su Nadja restituye a la joven sus prestigios deslumbradores y su máxima dignidad. Ella es la mediadora, la intercesora, la criatura siempre inspirada e inspiradora; es un instrumento superior de visión y, simultáneamente, la pasante de los violentos que eligió las calles como espacio de aprendizaje y modo de conocimiento.
Y es esta Nadja quien había relatado a Breton un paseo sencillo aunque conmovedor. La narración de Nadja atestigua, una vez más, su pertenencia a una finísima especie humana que no tiene cabida en este mundo. Mas que un paseo, se trata de un puro errar, aunque es de noche, por el bosque de Fontainebleau, en compañía de un exaltado arqueólogo, a la búsqueda de no sé qué vestigios de piedras.
La piedra y sus implacables representaciones, la palabra vestigio, la participación, en fin, del arqueólogo, componen una desventurada ceremonia cuyo centro es el reiterado trop tard, especie de never more de índole superior, adagio eficaz por el canto del bosque destinado a la muchacha de ojos abiertos.