Natalia Martínez Calderón estudió Cine y Televisión en la Universidad Nacional de Colombia. Allí realizó el ensayo audiovisual Leer la mano (2017) sobre los diarios íntimos filmados. Después, estudió una maestría en Estudios Literarios, en la que estudió la relación entre el diario íntimo y el ensayo en la obra de Hernando Téllez. Publicó junto a Sara Fernández Ya no siento rencor aunque ahora tenga más razones (2019) en la editorial Tristes Trópicos. Enfermedad de los nervios es su segunda publicación.
@tantaliamartínez
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La mueca
Me he estado comiendo las paredes de la boca. Me las llevo comiendo durante años. Con las muelas o los colmillos, corto un pedazo de tejido y me lo trago. Me voy tragando de a pocos. Ahí, en la boca, casi siempre, tengo una herida abierta. Cuando veo que se me ha ido la mano, paro unos días y dejo que se recupere.
El tejido de la boca se regenera rápido. La regeneración epitelial de la mucosa bucal se debe a la multiplicación carioquinética de sus células germinativas, o a las bondades de la saliva. En todo caso, las heridas allí sanan en cuestión de días. En cuanto me siento las mucosas lisas otra vez, afilo de nuevo los dientes. Y continúo, con mordiscos pequeños, despellejándome. Otros meten su lengua en mi boca sin sospechar que tengo en carne viva los costados.
Este es mi secreto: un molusco cercenado
en la boca que me recuerda que estoy viva.
Antes lo cuidaba con recelo y no permitía que nadie hablara de la mueca que hago torciendo los labios para poder morderme. Ya no me importa. Llegará el día en que, de tanto mordisquear, me abriré dos huecos en las mejillas, que formarán un portal, y se podrá ver a través de mí hacia el exterior.
La enfermedad de las mujeres
De los días del hospital, queda la voz de la abuela
grabada, temblorosa y lenta,
mientras dice de alguien
no sé quién: una mujer
que estaba enferma de los nervios, como tú,
dice después, o así lo recuerdo.
Son días nublados por el ruido que recubre
y cambia las últimas formas del rostro familiar.
Habría que buscar la grabación en el archivo de la red social
y repasarla penosamente hasta recordar mejor,
con menos huecos,
tal vez con menos dolor. Pero ocurre casi siempre
lo contrario: lo que se graba es un fragmento aislado,
flotante, que se golpea
contra las paredes de la memoria.
Es la enfermedad de las mujeres, dijo la abuela
minutos después de tomarse la penúltima
pregabalina de su vida en su penúltima noche.
No hay manera de saber si hablaba de otra mujer
o de ella misma. No logro recordar y la imagen
no da indicios. Habría que escribir para intentar llenar
el espacio entre el antes y el después, pero el poema
se inunda de aire y sobrevuela
nerviosamente
sin tener dónde aterrizar.
Ninguna de las dos podía dormir. Ella tartamudeaba
después de la pastilla y el parche de morfina,
y la conversación se hacía incorpórea. Yo no podía
decir mucho:
la quetiapina, el clonazepam,
la vergüenza de no poder estar
a la altura de la despedida, tener que decir
disociación despersonalización desrealización
para no nombrar lo que se está viviendo
como lo que es.
Velaba sus noches desde el sofá y
oía su jadeo por no poder acomodarse
en la camilla. Qué pesadilla que la última superficie talle,
puede que así sea siempre,
o habrá quienes puedan sentir cómodo cálido suave
el lecho, tal vez quienes mueren en los brazos del ser amado.
Yo no podía ir a abrazarla.
Podía acompañar su voz intermitente en sueños:
ah, jum, coff, no, mmm.
Horas de duermevela en las que hablábamos drogadas
en una ensoñación, entre la agonía y el sosiego de estar
por lo menos juntas. El pacto de encontrarnos en ese plano
incompresible para los sanos y los despiertos.
Grabé a mi abuela en su lecho de muerte:
unos segundos de su voz sobre la imagen ruidosa
de mis piernas bajo la delgada cobija del hospital.
Rompí nuestro pacto.
Al otro día, ella continuó en el entresueño
hasta el final;
yo volví al mundo de los hombres
cobijada por su voz.
Enfermedad de los nervios
I
Tan bueno que sería tener un sistema nervioso
tranquilo, pero el cuerpo
se defiende provocándose un temblor.
Vibra a destiempo como un Nokia once cero cero,
tiembla bajo por un rato y en el momento
más inesperado se sacude alto
y asusta a las palomas.
II
Mis manos tiemblan como temblaban las de mi abuela
a los ochenta y tres años. En medio de su temblor,
ella podía enhebrar la aguja,
y ese movimiento le daba la suerte
para sacar los pares en el parqués.
El mío no me ha dejado amarrar los zapatos.
Busco causas de temblor en personas jóvenes:
abstinencia
neuropatía alcohólica
hipertiroidismo
enfermedad hepática grave
sobredosis
ansiedad
III
Quiero creer que hay una clave morse cifrada
en el choque intermitente de mis uñas
contra la taza del café, que la diosa
del escalofrío intenta dictarme el secreto
de los mares que no dejan de ondularse, y que,
si dejara mis dedos tembleques encima del teclado,
oprimirían un poema
mejor que este.
IV
El sistema nervioso central ha caído:
por fin, comienza
la hegemonía de los nervios.
Adiós a las neuronas y sus micelios.
Adiós al estímulo-reacción,
estímulo-sobrerreacción-sobreinterpretación.
No más tráfico de información
innecesariamente dolorosa.
No más control de esfínteres.
Ha llegado el tiempo de la
involuntad.